Rosa Castilla Díaz-Maroto

El frágil aleteo de la inocencia


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noches esperando a que su esposo llegara no se sabía cuándo. Quería un hombre amante de su familia, que la cuidara y adorara. Lo mismo podía estar una semana fuera como casi un mes ya que la compañía tenía varios puntos estratégicos donde había implantado bases de distribución. En numerosas ocasiones empalmaba un viaje tras otro casi sin descanso. Nos mandaban de un estado a otro según las necesidades y así ahorraban en personal. En realidad era explotado como uno de tantos por la compañía.

      De repente suspira y eleva los hombros con gesto de pena.

      —Parece mentira… pero gracias a Jacky, esa testaruda mujer que me abrió los ojos, me di cuenta que ese no era futuro para Cristina ni para mí. Cristina era maestra en una escuela local, su sueldo era pequeño y el mío no era mucho más. Demasiado esfuerzo para tan poca recompensa.

      —¿Entonces decidió montar Carson Imports?

      —Era una idea que me llevaba rondando meses por la cabeza, antes incluso de conocer a mi esposa. Mis padres me dejaron de herencia un dinero, no mucho, pero con ese dinero, lo que llegué a ahorrar durante tres años y unos buenos contactos… monté mi primera empresa.

      —Su suegra era de armas tomar.

      —Sí —suspira.

      —¿Sus padres murieron jóvenes? —pregunto apenada.

      —Ambos tenían cuarenta y tres años. Fue en un accidente ferroviario; por entonces yo tenía diecinueve años.

      Le miro a los ojos. Se ve en ellos reflejado que la vida le ha golpeado con crueldad, primero sus padres siendo tan joven y después lo que más quería en la vida… su mujer y su hija pequeña. Mis sentimientos se revelan ante tanta crueldad. ¡Qué injusto para un hombre con tanta bondad! Esta vida es una paradoja, pero ahí sigue, trabajando sin descanso. No deja de luchar por los dos hijos que aún le quedan. Su pasión hacia ellos es casi desmesurada, sobre todo por Alan.

      —¿Se ve reflejado en su hijo? —menuda preguntita se me ocurre hacer.

      —Me veo reflejado —asiente a su vez con la cabeza.

      —Sus padres se sentirían orgullosos de ver cómo ha creado una familia y este imperio —sonrío con dulzura al volver a dirigir mis ojos a los suyos.

      —Solo he conocido a una persona…—detiene sus palabras, veo como sus ojos se llenan de emoción—tan dulce, sincera y atrevida como tú.

      Me deja sin palabras, desconozco a quien se refiere, pero creo intuirlo…

      —Señor Carson, su hijo Alan ya está en su despacho

      Se escucha la voz de Allison a través del interfono rompiendo el silencio en mil pedazos.

      El señor Carson va hacia su mesa y contesta a Allison, mientras, saltan todas las alarmas en mi cuerpo y en mi cerebro. Literalmente “me quiero morir”.

      No entiendo cómo puedo ponerme en segundos en este estado de nervios… me desbordan. Todo el cuerpo me tiembla como un flan, una leve capa de sudor comienza a brotar por mi piel. La boca se me queda seca y me cuesta respirar, mi cuerpo se está revelando.

      ¡¡Qué zozobra!!

      —Marian, ya ha llegado el momento. Alan nos está esperando.

      Madre mía… noto en milésimas de segundo como mi cara palidece y se queda rígida. ¡Me voy a volver loca y seguro que no es para tanto! A ver Marian, es solo una presentación, me digo a mí misma intentando calmar estos impertinentes nervios que me hacen pasar tantos malos ratos, solo le vas a conocer. Ya has tenido oportunidad de hablar con él por teléfono, además, parece agradable. ¡Maldita sea… no logro quitarme de encima los nervios ni a tiros!

      Su despacho se encuentra al otro lado del pasillo, justo a la izquierda del ascensor. Nos encaminamos hacia él. Me cuesta un montón avanzar por el pasillo, camino dos pasos por detrás del señor Carson con la mirada perdida, absorta en mis temerosos pensamientos. No sé si podré aguantar el tipo, me da una inmensa vergüenza sentir tanta inseguridad y que él se dé cuenta de ello.

       CAPÍTULO 11

      Durante el larguísimo y a la vez escaso medio minuto que tardamos en llegar al despacho me da tiempo de rezar hasta en arameo. Soplo y resoplo una y otra vez tratando sin éxito de dejar escapar parte de la presión que fustiga todo mi cuerpo.

      Nos recibe su secretaria.

      ¡¡Caramba!! Pedazo de mujer exuberante. Increíble morenaza de rasgos latinos y de sonrisa blanca. Todita recauchutada por lo que puedo ver. Vestido rojo de tubo bien ceñido al cuerpo con escote cuadrado realzando sus grandes y llamativas prótesis mamarias, por no llamarlas vulgarmente “tetas de silicona”. Parece sacada de una telenovela venezolana.

      ¡Jolín con Alan Carson junior! Le van las mujeres con curvas y bien dotadas, vamos, seguro que le gusta rodearse de ellas. ¿A qué hombre de su posición no le gusta llevar a su lado una secretaria como esa?

      Desconozco si Alan tiene novia o está casado, es algo a lo que nunca se ha referido el señor Carson, claro está que no tiene que contarme algo así, si no es necesario. Pero si yo fuese su novia, no dudaría en hacer que la despidiera y contratara a otra secretaria más discreta y de apariencia poco interesante, porque la tentación… ya se sabe; cuanto más lejos mejor. La mujer se encuentra de pie ordenando unas carpetas sobre la mesa. Su sonrisa desvela gran seguridad en sí misma. Rodea la mesa, se acerca al señor Carson y le planta dos besos en la cara, este a su vez la sujeta por los hombros con familiaridad.

      —¡Qué alegría señor Carson! ¡Cuánto tiempo sin verle! Le encuentro estupendo, hasta más joven y eso me alegra.

      —Marcia, eres un encanto, como siempre tan alegre y tan elocuente —veo como se emociona al verla—. Te veo estupenda. ¿Y tú marido y tu hija? —Ella le mira y le da unas palmaditas sobre una de las manos que el señor Carson tiene posada sobre sus hombros, agacha la cabeza y la levanta de nuevo para dedicarle una sonrisa agradecida.

      —Gracias a Dios están bien —suspira—, ya están muy recuperados los dos. Alan ha estado muy pendiente de todo —se le saltan las lágrimas al nombrarle—, ya sabe… los mejores medios han estado a nuestra disposición. Es algo que les agradeceré infinitamente.

      —No tienes nada que agradecer. Eres importante para nosotros, ya lo sabes… una persona especial, te mereces lo mejor. Has ayudado y ayudas mucho a Alan, a Rachel y a mí. Hemos vivido momentos difíciles y hemos contado con tu ayuda sin reservas; nosotros no podemos hacer menos por ti.

      De repente el silencio se cierne sobre ellos. Sus miradas rememoran esos sentimientos y momentos vividos que yo desconozco. Entiendo que esa mujer es importante. Que es una persona excepcional a la que debo respetar. Su marido y su hija han debido sufrir algún percance y… parece ser que ella también les ha ayudado, de alguna manera, cuando sufrieron la perdida de Cristina y Jessica. Los tres estamos quietos. Ellos no apartan sus miradas, me siento ignorada, reconozco que me molesta sentirme de ese modo. De repente el señor Carson da dos pasos atrás soltando y separándose de Marcia. Los dos vuelven a sonreír, se dan cuenta de que estoy en la misma estancia y que durante unos instantes me habían ignorado.

      —Marian, perdona —se vuelve hacia mí el señor Carson—nos hemos olvidado que estas aquí.

      La morenaza se aproxima con paso firme hasta mi posición. Su sonrisa se alarga a cada paso que da y cuando me quiero dar cuenta, me estampa un beso en la mejilla; así, sin más, cogiéndome por sorpresa por los antebrazos. Me extraña un montón que me bese, los americanos no lo tienen por costumbre a no ser que se trate de alguien de la familia o una gran amistad.

      —Bienvenida, Marian. Es un placer conocerte. Ya teníamos ganas de tenerte aquí. El señor Carson e incluso…—hace una corta pausa— Alan, han hablado maravillas de ti.

      ¡¿Qué Alan le ha hablado de mí?! No puede ser.