Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


Скачать книгу

Recuerdo que lo miró sin mucho detenimiento. Supongo que se fijó en la cuantía. No parpadeó. Se apoyó en la mesa y firmó las tres copias. Luego me entregó un sobre con 5000 dólares.

      (Pausa y cambio de hoja).

      —De todos los detectives con los que trabajo, usted es el más caro. Debe de ser muy bueno. Si es tan amable, anote en esta copia que recibe 5000 dólares a cuenta y firme, por favor. En dos meses recibirá el resto.

      Cuando lo hice, se lo entregué.

      —¿No lo cuenta?

      —No es necesario, viniendo de usted —le contesté.

      —Bueno. Ya puede empezar. Por cierto, ¿quiere acompañarme a comer? ¿O tiene ahora otra cosa mejor que hacer?

      —Desde luego que no.

      Nos levantamos y me dijo que esperase.

      —Voy a dejar el contrato y dar algunas instrucciones. Enseguida vuelvo.

      —No pienso marcharme sin usted.

      Creo que aquella frase le gustó, y no lo hice con ninguna intención, pero ella me respondió con una pequeña y maliciosa sonrisa. Entramos en un restaurante donde ella habitualmente iba a comer, porque nada más entrar nos acompañaron a la mesa que siempre ocupaba. No recuerdo muy bien lo que comimos: ella, algo de pescado, y yo, ternera guisada. Estuvimos más de una hora hablando, sobre todo se interesó mucho por mi persona. En menos de una hora ella sabía tanto como yo de mi pasado. Era una mujer que sabía embaucar. Luego hablamos sobre el trabajo.

      —¿Tiene alguna idea de por dónde empezar?

      —Sí. Por Atlanta. Iré al Departamento de Policía. Allí tengo buenos amigos y me deben algunos favores.

      —¿Cree que conseguirá algo?

      —No lo sé, pero por algo tengo que empezar. Lo importante es conseguir el número de alguna cuenta bancaria, o descubrir su carnet de conducir, alguna multa. Si encuentro alguna huella, empezaré por ahí. Después improvisaré. Por cierto, me sería de mucha utilidad, ya que se mueve en los medios de comunicación, saber el nombre de alguno de los fotógrafos que hicieron las fotos para los periódicos.

      (Pausa y cambio de hoja).

      —Lo intentaré. Como entiendo que tendrá necesidad de consultarme o aclarar alguna cuestión, le voy a dar un teléfono. Llame cuando quiera y a cualquier hora. No hablará conmigo, pero me localizarán donde esté. Luego le llamaré yo. Si no es su teléfono de la oficina, indíquelo para que yo le pueda devolver la llamada lo antes posible. No quiero que hable de este asunto fuera del círculo de trabajo nada más que conmigo. ¿Lo ha entendido?

      —Lo tengo muy claro.

      —Me sorprende que a estas alturas no me haya preguntado por qué, por qué tengo tanto interés en esa persona.

      —Nunca pregunto el porqué. Trabajo sin más. Así es este oficio. La lealtad, la sinceridad y la confianza con el cliente es lo que vale.

      —Me gusta lo que ha dicho.

      Así fue como comencé a trabajar con Dorothy Kilgallen.

      A finales de mayo marché hacia Atlanta. Allí estuve toda una semana pidiendo favores a mis excompañeros, e incluso hablé con el jefe Jenkins. Sus contactos con el FBI dieron resultados. De ellos supimos que su verdadero nombre era Bárbara María Kopczynska, según los archivos. Aunque ahora utilizaba el nombre de Alicia Darr Clark. Nació en Polonia, de ascendencia judía-polaca. Entró en Estados Unidos en 1950 con su madre bajo el amparo de la Ley de Personas Desplazadas. Su último domicilio, en Boston, Massachusetts. Toda esta información me costó alguna que otra cena. Obviamente, la siguiente parada sería Boston.

      Sin darme cuenta, cada día que pasaba me iba obsesionando con esa mujer. A veces, hasta soñaba con ella, con Alice Darr. Estuve todo un día vigilando el domicilio donde vivía su madre, pero en ningún momento pude ver a su hija. Supuse entonces que no vivía con ella en esos momentos, o que estaba de viaje.

      Dos días después, asegurándome de que la madre estaba sola, me presenté en la casa. Después de tres intentonas llamando a la puerta, por fin aquella mujer abrió. Pregunté por su hija. La noté muy temerosa y se negaba a hablar, aunque al final lo conseguí. ¿Cómo? ¡Mintiendo! Como casi siempre hace un detective…

      (Pausa y cambio de hoja).

      Le dije que era del Servicio de Inmigración y Aduanas, que no temiera nada, pero que necesitaba saber dónde estaba viviendo ahora su hija, porque pronto finalizaría el plazo de su estancia en el país, y debía renovarlo o tendrían problemas. Poco a poco, la mujer desamparada se avino a hablar; entonces me hizo pasar al interior de su casa y, señalándome algunas fotos, fue contándome cosas de su hija.

      —Nada más llegar a este país se puso a trabajar. Su primer trabajo fue vendiendo palomitas en una sala de cine de Hyannis Port. Tenía por entonces dieciséis años, pero conoció a un joven de buena familia y se enamoró, aunque pronto la dejó. Se olvidó de ella. Usted… ¿cómo ha dicho que se llama?

      —George Turner —respondí lo primero que me vino a la boca.

      —Usted, señor Turner, ¿ha estado enamorado alguna vez?

      —Sí. Me casé con la mujer que me enamoró y luego me abandonó. Me paso igual que a su hija —le dije la verdad, y creo que esa circunstancia hizo ganarme más si cabe su confianza.

      —Lo peor es que aquel joven la dejó embarazada. Así que tuvo que abortar. No está bien visto que una chiquilla tan joven tenga un bebé sin estar casada. Pero dejemos eso… Como dicen, agua pasada no mueve molino.

      —¿Dónde vive ahora su hija?

      —No lo sé.

      —¿No sabe dónde vive? —le insistí.

      Ya tenía la información suficiente como para comenzar la búsqueda, pero me retuve. Debía aparentar lo que dije que era.

      —Ella me envía mensualmente dinero por correo postal. Vive en la ciudad donde hay tantos artistas de cine. ¿No le he dicho que mi hija ya es artista?

      —No, no me lo ha dicho.

      —Espere que le enseñe.

      Se dirigió a una cómoda y abrió un cajón, del cual sacó una caja de cartón. Dentro tenía recortes de prensa que hablaban de su hija. Me quedé sorprendido. Era cierto, al menos se codeaba con celebridades del cine; de hecho, uno de los columnistas más famosos del país, Harrison Carroll, especializado en noticias de famosos, señalaba que ella y Hugh O’Brian eran una nueva pareja. Me fijé en la fecha, febrero de 1953…

      (Pausa y cambio de hoja).

      —¿Ve como no le miento? —me dijo orgullosa.

      —Nunca lo he dudado, señora.

      —Espere, espere. Aún hay más. Mire, otro recorte donde hablan de mi niña.

      Cuando me fijé no podía creerlo. Allí decía: «Gary Cooper sigue moviéndose a gran velocidad. ¿Su último amor? Alicia Darr, una actriz vienesa…». Lo firmaba la columnista Dorothy Kilgallen. Era de marzo de 1953.

      «¡Mierda! ¿Qué está pasando? ¿Por qué no me ha dicho nada de esto Dorothy?, recuerdo que pensé todo cabreado.

      Observé lo que aquella madre tenía guardado de su hija, entre otras cosas, bastantes cartas. Entonces se me encendió una luz.

      —Señora Kopczynska, ¿me podría dar un vaso de agua?

      —¿Quiere un café? También tengo café.

      —No, gracias, solo agua. Estoy seco. Se me está haciendo tarde y me debo marchar.

      Cuando fue a la cocina, cogí una de aquellas cartas y me la metí en el bolsillo. Sé que eso no es legal, pero lo hice. No me gustan esas prácticas, pero en esa ocasión estaba justificado. No lo hacía por el contenido,