Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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Solo que la próxima semana iré a ver si encuentro a mi cisne cantor; no sé cuánto tiempo me llevará, pero cuando vuelva te llamaré.

      —De acuerdo.

      No tardó mucho en hablar con Heikki sobre Kathleen. Independientemente de lo que pudieran decirle los rusos, en su opinión, todo estaba muy claro: Kathleen era una persona limpia en la que se podía confiar. No había de qué preocuparse. Se vieron dos veces más desde que ella volvió de su expedición de trabajo. En la última de ellas hubo más que cena.

      Seis semanas más tarde, a mediados de mayo, las cosas cambiaron. Como si de un mal sueño se tratara, Aleksi volvió a la realidad, aunque bastante adormecido. No recordaba casi nada, tan solo sabía que las últimas imágenes que recordaba habían sido en su apartamento en Turku, con Kathleen, y ahora estaba en su casa de Imatra. No daba crédito a lo que estaba viendo. Aquella mujer, a la que meses antes conoció y con quien mantuvo relaciones íntimas, ¿era su verdugo?

      En su corto periodo al servicio de las agencias de investigación había conocido a diversas personas que llevaban doble vida y aparentemente se comportaban como el más común de los mortales. Pero aquella mujer superaba a todas. ¿Cómo era posible tanta frialdad y cómo practicaba el engaño? ¿Por qué estaba amordazado?

      Entonces pensó que debía reaccionar, en primer lugar, ganándose la confianza de Kathleen, tenía que demostrarle que lo que estaba haciendo era inútil. Para él ya no había duda: «el holandés» no era otra persona que Kathleen. Pronto sus sentidos se adaptaron a la realidad, sus recuerdos fluyeron sin encontrar ningún impedimento. Fue entonces cuando recordó que le propuso ir a su casa de Imatra. El día estaba lejos, pero merecía la pena. Comprendió que había cometido un error. Incluso cayendo en esa tentación, Aleksi tenía previsto llamar al trabajo diciendo que estaba enfermo y que no podría presentarse. Disponer de unos días a solas con Kathleen fue su gran pecado.

      Cuando Kathleen vio que había despertado, le quitó la mordaza que le tapaba la boca, no sin antes advertirle de que se arrepentiría si gritaba o se mostraba violento.

      —¿Por qué haces esto Kathleen? —le preguntó de forma más que compasiva.

      —Por dinero, ¿por qué otra cosa se hace?

      —¿Por dinero? ¿Tan bien te pagan?

      —Mi cifra por estos trabajos es más que respetable.

      —¿Cuánto?

      Kathleen se tomó un tiempo para contestar.

      —Cuarenta y cinco mil dólares por matarte y otros sesenta mil por entregar tus memorias y documentos.

      —La verdad, es bastante dinero, pero para ellos los documentos son más importantes que eliminarme.

      —Así es.

      —Podías dar solo la documentación, con eso sería más que suficiente.

      —¿Tú no lo hubieras hecho?

      Ahora el que se tomó su tiempo en responder fue Aleksi.

      —Es posible, pero no es mi caso. No soy ningún asesino. Todo lo que he hecho ha sido por un motivo más que justificado, por el bien de mi nación, no por egoísmo, ceguera o interés material. En todo caso, mi balance es más positivo que negativo y, por supuesto, de algunas cosas estoy arrepentido. Por eso estoy aquí.

      —La Compañía dice todo lo contrario. Que eres un traidor y que has vendido información a los rusos.

      —¿Y tú lo crees?

      —No tengo motivos para dudar de lo que me dicen. Además, me limito a cumplir mi trabajo.

      —¿Y estás orgullosa?

      Kathleen se giró bruscamente. Su rostro estaba rígido, con rabia en la mirada y los labios tan tensos como la piel de un tambor; le apuntó con su arma a la cabeza, diciéndole:

      —¡No sigas por ese camino, Stowe!

      Al cabo de unos segundos guardó la pistola y se acercó a la ventana para ver aquel paisaje solitario y cautivador que le producía paz y tranquilidad. Nunca había dudado en ejecutar cualquier plan o encargo, pero se dio cuenta de que este era diferente. Aleksi se percató de ello, sabía que estaba dudando y aprovechó para llevarla a su terreno, si es que era posible hacerlo. Se propuso, en cuanto tuviera oportunidad, iniciar o provocar un diálogo que fuera desde la sorpresa absoluta hasta comportamientos éticos y morales. Sería la única forma de hacerla reaccionar para que abortara su misión.

      —No me importa morir. Sé que en esta profesión las posibilidades son altas, pero por nuestra corta amistad, si es que ha sido sincera, te pido que leas lo que he escrito. Luego, si así lo estimas, me pegas un tiro. Solo te pido eso, al menos sabré si merezco vivir.

      —Rompería todas las reglas si lo hiciese.

      —Bueno, quizá rechazar la oferta podría afectarte en un futuro. En tu mano está ser juez imparcial o verdugo interesado. Tú decides.

      La propuesta no era tan descabellada. La necesidad de saber, de descubrir lo desconocido, siempre ha sido motor de la humanidad, y lo que le acababa de proponer Stowe era que se enterase de por qué le habían encargado eliminarlo. El único alegato de defensa de que disponía Aleksi era que leyese sus escritos.Además, para ella era una salida honrosa; rebajaría su sentimiento de culpabilidad.

      —Me llevaría mi tiempo leerlo.

      —Bueno, no nos espera nadie. ¿verdad? —dijo Aleksi.

      —Antes tendría que asegurarme de que no tramarás nada contra mí.

      —Puedes hacerlo. Nadie te lo impide.

      Aquella fría mujer se levantó, cogió de nuevo la mordaza y se la sujetó con fuerza para estar tranquila; al mismo tiempo, revisó las de las manos y los pies, que estaban atadas a la silla. Con toda tranquilidad, Kathleen comenzó a leer aquel manuscrito, empezando por su introducción y primeros capítulos, cosa que ya le pareció interesante. Cuando llegó al capítulo Kaikki alkoi vuonna 195423, no pudo seguir. Estaba en finés, de manera que volvió a quitarle la mordaza.

      —Tienes que leerlo. No quiero dejarme algo importante que luego pudiera ayudarme a comprender mejor.

      Esperó a que él iniciara la lectura, mientras ella, con gran atención y parsimonia, observaba todos los rincones de aquel salón de arriba abajo. No encontró nada que le llamara la atención. Comprendió que estaba en un lugar alejado y seguro.

      —Te agradecería que me dieras un vaso de agua.

      Ella le acercó el vaso para que Stowe pudiera dar pequeños sorbos. Después, él inició la lectura.

      […]

      No hacía mucho que me había mudado a vivir a Nueva York, tan solo dos años. No sé lo que siente una persona la primera vez que contempla esa ciudad. A mí me impresionó al tiempo que me cautivó; es una sensación extraña. Estando en ella uno se siente vivo, pero también te vuelves más invisible; pasas más desapercibido, como una persona anónima. Te cruzas con centenares de miles de personas por las calles que deambulan, no se sabe adónde, pero que sin duda tienen su destino. Nueva York, sobre todo Manhattan, es como un hormiguero humano sin reina.

      Todo lo contrario de donde venía, Atlanta, Georgia. Cuando salí en 1952, la ciudad tendría unos 350000 habitantes, nada que ver con los 7892000 habitantes de Nueva York. Lo que más me costó asumir fue la naturalidad con que los neoyorquinos conviven y comparten la vida con las personas negras. No es que yo sea racista, pero en el lugar de donde yo vengo todas las escuelas estaban segregadas y la convivencia con las personas de color era muy distante. Aunque parezca una tontería, esto me llamó mucho la atención, tanto como sus impresionantes rascacielos.

      El motivo de dejar Atlanta fue salir de aquel ambiente. Caer en una depresión provocada por el alcoholismo, como consecuencia de no superar que mi mujer me dejara por otro hombre, fue la causa. Así me lo aconsejó mi psiquiatra. Entonces tenía veintiocho años.

      Yo