Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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Seija y Heikkinen.

      A mediados de junio las dos familias con sus respectivos hijos se marcharon a Imatra. Una vez acomodadas y terminado el fin de semana, Heikki y Aleksi volvieron a sus ciudades de trabajo. Todos estuvieron de acuerdo en que la separación de sus parejas era superable, atendiendo a cómo iban a pasar el verano sus hijos. De manera que Aleksi volvió a su rutina en el museo y a su escritura, y Heikki al trabajo familiar de la imprenta.

      Aleksi recopiló y siguió detenidamente el escándalo Watergate. En marzo pudo leer diversas noticias, como que el presidente Nixon se escudó en la doctrina del «privilegio del Ejecutivo», para tratar de evitar los ataques y justificar las negativas de sus colaboradores a declarar.

      En abril, el presidente del Comité de Investigación le comunicó a Nixon que, si impedía a sus colaboradores testificar, era porque tenía algo que ocultar. Dos semanas tardó la Casa Blanca en anunciar que comparecerían. No había duda: el presidente Nixon quería ganar tiempo, pero no lo logró. A finales de abril comenzaron las dimisiones en cadena de las personas más cercanas a él. El 17 de mayo todo el mundo pudo ver por televisión las declaraciones de sus colaboradores. El primero en cantar fue su consejero, John Dean, quien aseguró que «el presidente estaba personalmente implicado en el caso».

      —Me parece que se te ha acabado la presidencia, amigo Nixon — dijo en voz alta Aleksi.

      Pero lo que no podía comprender era cómo el presidente, con todo lo que le estaba cayendo y le iba a caer, podía permitirse asistir a la Conferencia de Helsinki que se celebraría en pocas semanas y sonreír, como seguramente haría, a toda la prensa y asistentes. No pudo de dejar de admitir que esos hombres estaban hechos de otra pasta.

      El caso Watergate se paralizó para Aleksi cuando su cuñado Heikki le visitó, aprovechando un fin de semana en que ambos no tenían que ir a Imatra.

      —Aleksi, lo que ahora te voy a contar es muy importante. Ya sabes que tenemos amigos en ambos lados. No me preguntes cómo, porque no podría contestarte, pero los rusos han descubierto que estás aquí, y lo peor, que eres miembro de nuestra familia. Y si ellos lo saben, no tardarán mucho en localizarte tus antiguos amigos.

      —¿Me estás diciendo que corro peligro?

      —De momento creo que no, pero puede que se presente.

      Después de unos largos segundos de silencio, Aleksi le preguntó:

      —¿Sassa y el niño corren peligro?

      —Si te encuentran los tuyos, tal vez. Por parte rusa, me han autorizado a decirte que, cuando quieras, podrías pasarte a su lado. Te darían todo tipo de garantías de seguridad y ayuda para ti y tu familia.

      —¿Esto lo sabe Sassa?

      —¡No!

      —¿Y qué supondría aceptar? Ahora soy ciudadano finlandés.

      —Tú sabes mejor que nadie que cuando a uno lo buscan, lo encuentran, es cuestión de tiempo. En territorio ruso tendrías asegurada tu vida hasta el resto de tus días.

      —Si aceptásemos, porque todo depende de Sassa, ¿qué nos ofrecerían?

      —De eso no se ha hablado nada. Pero si lo crees conveniente, puedo ponerte en contacto con un asesor de la Embajada rusa en Finlandia y te informarán con todo detalle.

      —¿Podría ser?

      —¡Por supuesto!

      —Bien, adelante. Pero te pido que, de momento, dejemos al margen a Sassa. No hay por qué preocuparla, ¿de acuerdo? —le rogó Aleksi.

      —De acuerdo. Te llamaré para decirte dónde se hace la entrevista.

      —¿Podría ser aquí en Turku, lejos de la capital?

      —No depende de mí. Lo propondré —le dijo Heikki.

      A punto de marcharse, cuando ya terminaron de hablar sobre algunos detalles, Aleksi abrazó a su cuñado.

      —¡Muchas gracias, Heikki!

      —Todo saldrá bien. No hay nada que temer, en el otro lado la vida es tan buena como aquí.

      En el trabajo Aleksi no daba muestra alguna de preocupación, pero en la soledad de su casa no dejaba de pensar en la cuestión.Ahora él sufría en primera persona lo que antes había vivido con el caso de Anatoliy Golitsyn. Fue entonces cuando comprendió a aquel hombre que tuvo que abandonar su patria. Claro que lo suyo no era abandono, él ya había abandonado al conseguir la ciudadanía finlandesa. Esto era otra cosa, significaba trasladarse a un lugar seguro para que su familia viviera en paz y sin ninguna espada de Damocles sobre sus cabezas. Cierto es que su historia, aunque semejante, era distinta por una simple y pequeña cuestión: la Unión Soviética era ahora «el receptor».

      Todo el tiempo del que dispuso Aleksi mientras estaba en Turku lo dedicó a acelerar sus escritos. Necesitaba tener preparada, al menos, una parte sustancial de nombres y lugares, así como finalizar su conclusión sobre los importantes sucesos contados. Mientras estuviese alejado de su familia, se centraría en terminar sus memorias; ahora sí pensaba que podrían ser su salvoconducto.

      A primeros de julio, en Helsinki y como estaba previsto, se inauguró la primera sesión de la Conferencia con la presencia de las representaciones de treinta y cinco países. Los medios de comunicación y el mundo les observaban, pero tal evento llevaba su tiempo. Pasaron meses hasta que llegaron a algún acuerdo y lo firmaron. Una conferencia así exigía su tiempo.

      A principios de septiembre Aleksi visitó a la familia en Imatra. Encontró a su hijo precioso, en cuatro meses había dado un cambio extraordinario. Ya tenía dos años y, cogido de su mano, paseaba casi todo el tiempo; le señalaba los árboles, le ponía su pequeña mano sobre las cortezas; pisaban la hierba húmeda, le enseñaba a escuchar el viento. Sin necesidad de palabras, quería decirle a su hijo que existía un ilimitado espíritu exterior, superior a ellos, que estaba en ellos y que paseaba con ellos en perfecta armonía.

      Notaba que su hijo crecía, que aprendía de la vida, de lo que le ofrecía el campo, ampliaba los olores y sabores que la naturaleza puede ofrecer. Con solo verlo y contemplarlo, Aleksi se estremecía de felicidad. Sassa lo miraba y coincidía con él en que había sido un acierto dejar la capital y estar en el campo, en aquel lugar aparentemente tan apartado del mundo; en plena naturaleza, donde muy pocas familias disfrutaban de aquel tranquilo y precioso espacio. El hijo de Seija y Heikki ya parecía un hombrecito, tenía un año más y a esas edades eso marca una gran diferencia. Fue entonces cuando Aleksi se hizo una pregunta: «¿Y si en el otro lado se vive mejor?».

      Como el día era inmejorable, decidieron hacer una barbacoa para cenar. En Finlandia, aquello era un motivo más para reunirse en familia y disfrutar del momento. Todo iba perfecto hasta que Seija, estando alrededor del fuego, dijo:

      —¡Tenemos nuevos vecinos!

      —No me lo habías comentado —le dijo su marido, mirando con disimulo a Sassa, que se había percatado de lo dicho.

      —Pues ya lo sabéis. Es una pareja estupenda.

      —Es cierto, ahora no están. No veo el coche, pero creo que mañana estarán. Os lo presentaremos —comentó Sassa.

      Los dos disimularon, pero entendieron que aquello era algo sospecho. Antes de acostarse fue fácil encontrar un momento para hablar brevemente al respecto con Heikki.

      —¿Qué opinas? —preguntó Aleksi.

      —Si los conocemos antes de marcharnos, les haremos alguna pregunta sin levantar sospecha.Anotaremos la matrícula del coche e investigaremos. Ahora tenemos que proceder con alegría, como buenos vecinos.Tenemos que ganarnos su confianza. Si no son lo que pensamos, mejor.

      —De acuerdo.

      Los dos entraron en la casa. Con sumo cuidado, Aleksi palpó en la oscuridad hasta sentarse en la cama y desnudarse. No quería despertar a Sassa. Parecía todo tranquilo.

      —Aleksi, cariño, estoy despierta.

      —No