Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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escondida en Imatra. Del mismo modo iniciaron un control de todos los asesores diplomáticos de la Embajada de Estados Unidos en Finlandia. Aquella labor era muy difícil de mantener, ya que la Conferencia de Seguridad que se estaba celebrando en Helsinki dificultaba hacer un seguimiento exhaustivo del personal de la embajada. Tuvieron que pedir ayuda a la Embajada de Rusia en Finlandia para mantener algunas escuchas sobre el cuerpo diplomático norteamericano. Esto no era difícil; ya lo estaban haciendo. El único inconveniente es que el grupo de Jalo quedó en deuda con los soviéticos, cosa por otra parte asumida sin condiciones.

      —¿Has conseguido que nos ayuden los rusos? —preguntó Aleksi a su cuñado.

      —No ha sido muy difícil. Me lo han dicho a la cara: para ellos supondría una garantía detectar si salía tu nombre en alguna conversación de las escuchas. El interés de la CIA por cazarte estaría en valor directo con tu precio como agente de alto valor.

      —¿Eso te dijeron?

      —Así me lo han dicho.

      Lo que no le dijo Heikki a su cuñado fue que el precio era más alto, pero eso ahora no tenía importancia.

      —Bueno… pues esperemos —sentenció Aleksi, resignado.

      Pasaron los días y no hubo señal alguna de aquella información.Tanto fue así que todos bajaron la guardia, menos los rusos, y no porque estuvieran muy interesados en el caso Aleksi, sino porque ellos ya llevaban dos años a la escucha de todo lo que decía y tramaba la Embajada norteamericana, máxime cuando se sabía que cada vez estaba más cerca la firma de la Carta de Helsinki, y también la llegada de tantos dirigentes mundiales, entre ellos el desconocido presidente de Estados Unidos, Gerald Ford.

      Aquel tiempo de espera le pareció a Aleksi una eternidad, así que decidió tomar una solución algo arriesgada.Ya no se ocultaba; al contrario, se manifestaba sin ningún tipo de precaución. Necesitaba saber si, tal como le habían comunicado los británicos a su cuñado, esa información era verdadera o falsa, y además tenía que llegar al final cuanto antes. Solo así podría despejar la incógnita de su futuro y el de su hijo.

      Escuchaba a Sibelius, escribía, recordaba y paseaba, sobre todo esto último; paseaba a cara descubierta. Y llegó el invierno, y un nuevo año.

      De todo lo vivido por Aleksi desde que desapareció Sassa en los últimos meses, solo cabe significar que conoció a una mujer que le llamó la atención desde el momento en que la vio. El destino quiso que se conociesen. Aquella preciosa mujer llamada Kathleen apareció como caída del cielo, como si le hubiesen enviado un ángel. Sus actividades sobre el estudio de las aves, el amor por la naturaleza, la contemplación de la belleza, de la música, de la pintura hacían sospechar a Aleksi que tanta perfección resultaba más que sospechosa. Y así se lo hizo saber a su cuñado Heikki, para que investigara sobre ella, no fuera que tuviera algo que ver con el cazador holandés que esperaban.

      Mientras tanto, y siguiendo una de las principales reglas del espionaje que dice que es mejor tener al enemigo enfrente que oculto por la espalda, Aleksi lo esperó. Si comprobaba o sospechaba que se trataba del «plomero» de la CIA, advertiría con su sistema de aviso y de escuchas para que todos estuvieran preparados y le protegieran. Además, los rusos le ofrecían las mejores garantías para afrontar un futuro más que prometedor. Por lo tanto, de momento, intentaría conocer a Kathleen. Incluso cabía la posibilidad de que ella fuese lo que decía y, por lo tanto, aquella nueva amistad pudiera ir más lejos. ¿Quién sabe lo que podría pasar? Lo que sí percibió Aleksi es que se ilusionaba con aquella mujer.

      La siguiente vez que se vieron Aleksi y Kathleen fue en el Museo de Bellas Artes. Toda una sorpresa. Aleksi no se había percatado de que entre varios que habían entrado en el museo estaba la mujer que había conocido semanas antes. Cuando los dos se descubrieron a distancia, un gesto de alegría se reflejó en los rostros de ambos. Ella no quiso acercarse, no debía comprometerle en su trabajo. Pero él dio el primer paso y se acercó a saludarla.

      —¿También le gusta la pintura?

      —Así es. Tengo la costumbre de que allá adonde viajo visito en cuanto puedo los museos de pintura y, por supuesto, este no lo conocía.

      —Me alegro de verla, señorita Kathleen.

      —Lo mismo digo, aunque no quisiera ponerle en ningún compromiso por estar hablando conmigo.

      —No, no se preocupe. Creo que el destino nos fuerza a vernos; por eso, sin ofenderla, me gustaría invitarla a comer y charlar con usted. A uno no se le presenta esta oportunidad tan fácilmente. ¿Qué le parece?

      —Me parece bien —aseguró ella.

      —¿Le viene bien el lunes, que es cuando libro?

      —¿El próximo lunes?

      —Sí. Pasaría a recogerla a casa sobre el mediodía, ¿de acuerdo?

      —De acuerdo. Pero quisiera que me tuteara. Lo de usted nos hace mayores, ¿no cree?

      —Perfecto —le contestó Aleksi.

      Para bien o para mal, Aleksi había dado aquel paso y ahora tenía que llegar hasta el final. El lunes 31 de marzo recogió a Kathleen y desde allí se marcharon al restaurante más antiguo de la ciudad, el Pinella, junto al río Aura. Allí, sin prisa, saboreando cada minuto, pudieron los dos conocerse mejor, aunque Kathleen jugaba con ventaja: sabía a quién tenía delante. Pero no había prisa, quería saber quién y cómo era su presa para conocer todos sus movimientos antes de abatirla.

      Pidieron lo mismo. De primero, pastel de cangrejo y ensalada de tomate; de segundo, costillas picantes, deliciosas. El postre fue distinto. Él, pastel de manzana y ella, de arándanos. Para acabar ella brindó con una copa de vodka y él con un vaso de agua.

      —No sabía que eras abstemio.

      —Tuve problemas en el pasado. En fin, ¿te ha gustado la comida?

      —¡Ha estado todo buenísimo! —afirmó con alegría contenida Kathleen.

      —Me alegro de que te haya gustado, pero cuéntame un poco más de tu vida.

      —No hay mucho que contar. Solo que mi pasado o, mejor dicho, mi infancia me marcó mucho.

      —Por favor… —le pidió Aleksi con gesto suplicante.

      —Puede que te arrepientas… En fin, mi vida no es ejemplo de nada. Tuve un novio en la universidad, del cual no sé nada, y no tengo a nadie con quien compartir mis aficiones, así de sencillo. Todo muy normal.

      —Bueno, a mí no me parece normal que una mujer guapa e inteligente como tú no haya formado familia y que viva tan independiente y solitaria. Me resulta extraño, porque propuestas y oportunidades habrá tenido, ¿no?

      —Sí, eso sí. Pero no he elegido ese camino. Antepongo mi libertad y mi independencia a otros aspectos más ligados a la pluralidad y al asentamiento compartido. ¿Entiendes?

      —Lo entiendo, lo entiendo. Pero… ¿viven tus padres?, ¿tienes hermanos?, ¿dónde naciste?

      —No me gusta hablar de mi pasado, me siento incómoda.

      —Perdona, no quería molestarte, tan solo quería…

      —Lo que sí puedo contarte es que no miro mucho al pasado, vivo el presente y miro al futuro próximo. Nada más.

      Terminada la comida, pasearon por las calles a orillas del río Aura, visitando la parte vieja de la ciudad. El día fue muy interesante, sobre todo para Aleksi, que vio en aquella mujer una persona limpia, a quien su pasado, que desconocía, había marcado su carácter y su forma de vida. Incluso en cierto momento le provocó un punto de compasión, porque intuía lo que le habría tocado vivir.

      Al final del día se despidieron. Él quiso mantener las distancias, no quería provocar ningún aspecto negativo. Pero ella se acercó a él y le dio un beso tierno y delicado en la mejilla. Para él fue suficiente, sin duda era una mujer en quien se podía confiar. Se quedó complacido y satisfecho. Tan solo le pudo decir:

      —¿Lo