Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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tan precioso, comenzó a complacerla. Su hijo se despertó dos veces y el que se levantó fue Aleksi. Al día siguiente, poco acostumbrado, llevaba la cara como si acabara de superar una resaca. Sassa lo miraba con cierta ironía y Seija se le reía a la cara:

      —¿Crees que esto de ser madre es fácil y cómodo?

      —Nunca he dicho eso —aseguróAleksi con voz bronca, lo que hizo que las dos se rieran sin contemplaciones.

      Pronto apareció Heikki con su hijo a caballo.

      —¿Qué pasa? ¿Cuál es el motivo de esas risas?

      —Aquí tu cuñado, que no ha dormido —explicó Seija.

      —¡Pues aún te queda! —le dijo a Aleksi, dejándole a su hijo sobre las rodillas.

      Aquel día Heikki yAleksi estaban más pendientes de sus vecinos que de la familia. Al final desistieron, pues no aparecieron. Acabado el tiempo y retornando a sus respectivas ciudades, los dos cuñados, que viajaban en el mismo coche, tuvieron tiempo para hablar de sus cosas.

      —No hemos podido verlos, pero como yo vengo con más frecuencia, estaré al tanto. En cuanto tengamos el número de matrícula, investigaré —aseguró Heikki.

      —Me parece bien, aunque creo que nos estamos obsesionando.Ahora mismo, el país está lleno de personas de todos los rincones que asisten a la Conferencia, y creo que irá para largo, lo que implicará ver muchas personas desconocidas y sospechosas.

      —Puede que sí, pero no nos cuesta nada saber más de ellos. A fin de cuentas, son nuestros vecinos y cuanto más sepamos, mejor.

      —En eso tienes razón —contestó Aleksi.

      Hablaron de muchas cosas hasta que llegó la cuestión más importante.

      —¿Has contactado con los rusos?

      —Sí, creo que están esperando a que baje la presencia extranjera. Nos avisarán. Si algo tienen los rusos es que son lentos pero seguros; al menos, eso era lo que decía mi padre.

      —Si lo decía tu padre, esperaremos. Yo ya voy muy adelantado con mis notas. Así, llegado el momento, podré responder con mayor precisión.

      —Me parece bien. Sigue con esas memorias. Cuando lo tengas acabado…

      —Cuando lo tenga, te entregaré una copia para que la guardes — interrumpió Aleksi.

      —No quería decir eso, simplemente que las leas. Pero me parece bien tu idea. Así nos cubrimos las espaldas.

      —¿Te ha contado algo más tu amigo británico?

      —El jueves 13 de septiembre tenemos una reunión.

      Los dos hablaron de la importancia de la seguridad; del papel que tienen las agencias de inteligencia para el Estado, tanto de lo bueno como de lo malo; de la confianza en el grupo y del riesgo de estar y pertenecer a ese círculo. Cuando llegaron a Helsinki, Heikki se bajó y abrazó a su cuñado.

      —Hasta la próxima.

      —Hemos quedado el viernes 21, ¿no? —preguntóAleksi como para confirmar lo que ya sabían.

      —Sí. A ver si para entonces tenemos noticias británicas.

      A Aleksi aún le quedaba por recorrer la distancia que separaba la capital de Turku, su destino. Se lo tomó con calma, ya que el tráfico era mayor de lo que esperaba. Entonces recordó lo que días atrás había leído sobre el caso Watergate, no lo pudo remediar.

      «Después de que el mismo consejero de Nixon le implicara, días después otro testigo,Alexander P. Butterfield, sacó a la luz la existencia de cintas magnetofónicas que contenían la mayoría de las conversaciones mantenidas en la oficina presidencial desde principios de 1971.Ante el rechazo de Nixon a comparecer y a permitir el acceso del Senado a sus archivos, el Comité y el fiscal especial, Archibald Cox, le enviaron un requerimiento para que entregara las cintas grabadas entre el 20 de junio de 1972 y el 15 de abril de 1973. El presidente se negó».

      A sabiendas de cómo funcionan las mentiras y embustes en la política, Aleksi no pudo más que decir en voz alta:

      —A este Nixon se lo van a comer las alimañas.

      Aquellos veintiún días que tardó en verse de nuevo con Heikki se le hicieron eternos. El viernes 21 Aleksi aparcó su coche frente a la casa de su cuñado y subió al coche de este; ahora le tocaba viajar con el suyo.

      —¡Camino a Imatra! —gritó Heikki.

      —¿Todo bien?

      —Sí, estupendamente. Como te dije por teléfono, conseguí el número de matrícula de nuestros vecinos. No creo que tengamos de qué preocuparnos. La chica se llama Audra Simonis, es lituana, y él se llama Dariusz Janowski, polaco…

      —¿A qué se dedican? —interrumpió Aleksi.

      —A eso voy. Él es ingeniero y trabaja desde hace un año en Imatra, en la central hidroeléctrica. Ella da clases de inglés en el Centro Escolar Kosken, también en Imatra. Parecen buena gente.

      —¿Sabes algo de los británicos?

      —Según fuentes bien informadas, me ha dicho mi amigo, hay un acuerdo tácito por parte de todos los presidentes que sean elegidos, tanto republicanos como demócratas, de que seguirán las conclusiones Warren, y no solo eso, sino que están limpiado cualquier testigo. Esto ya es reflexión mía. A quienes más afecta es a Johnson y a Nixon, por lo que mientras ellos estén vivos, seguirán más que interesados en dejar todo limpio.

      —¿Entre ellos estoy yo?

      —Sí, pero no por lo que puedas aportar del caso Kennedy, sino por ser desertor o haber engañado tanto al FBI como a la CIA. Marcaron muy de cerca a tu jefe Scott. Le costó el puesto no informar sobre ti.

      —¿El británico sabe dónde estoy yo?

      —Tuve que contárselo todo, hasta que nosotros te ayudamos, pero le dije que te dejamos en Brasil.

      —Entonces es cuestión de tiempo que me localicen.

      —Sí, creo que pronto todos nosotros seremos observados. Por eso, la solución rusa es la mejor.

      Un silencio prolongado cortó aquella conversación hasta que Aleksi habló:

      —Tu hermana no debe saber nada de esto hasta que lo tengamos todo claro.

      —Descuida.

      Sin duda,Aleksi y Heikki formaban un buen equipo. Se compenetraban en todo y su amistad se reforzó por encima de lo habitual. Eran como hermanos. Se lo contaban todo y siempre tomaban las decisiones juntos.

      Hablando y hablando, pronto llegaron a su destino. Por la parcela vieron pasear a sus mujeres con sus hijos, sin duda, ya impacientes por la llegada de sus maridos. Cuando se encontraron, todo fueron gritos de alegría. Aleksi encontró a su hijo muy cambiado, y eso que apenas había pasado un mes desde la última vez que lo vio. Tan pronto como Kevään vio a su padre, corrió hacia él.

      —Madre mía. ¡Está tan cambiado…!

      —Es un glotón —aseguró su esposa Sassa con alegría, cogida del brazo de Aleksi.

      Cuando descargaron del coche las mochilas y las metieron en la casa, Aleksi pudo ver a su vecina de enfrente. No quiso prestar mucha atención, pero como no había perdido su práctica de calcular las edades, le echó unos treinta y dos o treinta y cinco años. Aquella noche se preparaba una buena fiesta, así que decidieron invitar a sus nuevos vecinos a la barbacoa que iban a celebrar. Fue un gran éxito, todo estaba exquisito y disfrutaron de la compañía de los nuevos vecinos, que eran unas personas muy agradables y educadas; por eso, cuando se retiraron a descansar, Sassa y Aleksi comentaron algunas cosas sobre ellos.

      —¿Qué te han parecido? —preguntó Sassa.

      —Muy bien, y me alegro mucho, porque me quedo más tranquilo cuando Heikki y yo nos volvamos a casa,