Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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Además, siempre y cuando hubiera superado aquel problema, mantendría el cargo, volvería a ser detective de segundo grado. He de decir que era un policía muy estimado por mis superiores y reconocido por todos mis compañeros; no en balde fui el número uno de mi promoción y el más joven. Así que tenía que buscar un lugar que pudiera hacerme olvidar mi pasado, ocuparme activo en un lugar lejos y diferente al que yo abandonaba, y Nueva York era ideal. Vendí mi casa y conseguí, con ayuda de mis amigos policías, convertirme en investigador privado con ámbito federal.Al principio pude alquilar un piso que convertí en vivienda y despacho-oficina en el 363 de la calle Canal, en el Bajo Manhattan…

      (Kathleen cambió de hoja y Stowe pudo seguir leyendo).

      Un barrio lleno de bullicio, donde un caos ordenado de edificios, innumerables tiendas de electrodomésticos, licores, tabacos, reparación de zapatos, restaurantes y bares ofrecían una imagen inigualable cuando, mirando al oeste, todo se iluminaba por la luz dorada de la tarde. Fue allí donde inicié mi segunda vida. Sin duda, aquel viejo barrio de Manhattan era lo que necesitaba. Esos cuatro años fueron muy duros para mí. Muchas veces tuve la tentación de recaer en la bebida, pero lo superé. Las horas y los días pasaron, y mi teléfono permanecía mudo, ni una sola llamada para solicitar mis servicios. Así que puse en la sección de anuncios del New YorkTimes una pequeña reseña haciendo hincapié en las infidelidades y dio resultado, ya que a los cinco días recibí la primera llamada.

      —¿Detective Stowe?

      —El mismo.

      —Necesito que realice la investigación y el seguimiento de una persona.

      —¡Por supuesto! ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

      —Soy la señora Dorothy Kilgallen —dijo aquella voz femenina desconocida, tan clara como firme.

      —¡Usted dirá!

      —¿Cuándo puedo ir a su oficina?

      —Cuando usted lo desee.

      —Mañana a las doce en punto.

      —De acuerdo.

      —Me gusta la puntualidad —dijo ella, como advirtiéndome.

      —Descuide.

      —Por favor, dígame la dirección.

      —363 de la calle Canal, segundo piso, señora Kilgallen.

      —Hasta mañana. […]

      Al escuchar aquel nombre, Kathleen se puso tan tensa como la piel de un tambor y tardó un tiempo en reaccionar. No quiso cortar la lectura, y aunque se había perdido algo de lo que leyó Stowe, su atención fue máxima a partir de aquel momento.

      […]

      Cuando colgué, recuerdo que una gran alegría invadió todo mi ser. Por fin iba a realizar mi primer trabajo en Nueva york. Miré a mi alrededor y por todas partes vi polvo y espacios vacíos…

      (Pausa y cambio de hoja).

      Era evidente que aquel lugar no parecía una oficina de detective con experiencia. No podía recibir a la mujer desconocida, a la tal Dorothy, de esa manera. Si ocurría como yo pensaba, entraría, se haría una idea general y se marcharía sin ninguna duda. Tenía que cambiar el escenario, pero ¿cómo? Quizá poniendo una excusa en el último momento.

      Quedaban menos de veinticuatro horas para escenificar lo que en aquel momento llamé «el ambiente», así que tenía un problema, y lo peor, allí no conocía a nadie. Llamé a Atlanta, a mi excompañero, que más tarde me devolvió la llamada dándome un teléfono y un nombre: 347-8515, Cody Wilde. Inmediatamente llamé.

      —¿Señor Wilde? —pregunté.

      —¿De parte de quién?

      —Dígale que soy amigo del inspector Ramiro, de Atlanta.

      Escuché un silencio. Pronto oí otra voz.

      —Cody Wilde. Dígame.

      —Soy amigo de Ramiro. Él me ha facilitado su nombre y su teléfono; necesito ayuda —le dije.

      —¿De qué se trata?

      —Hace tan solo seis semanas que me he mudado a Nueva York —mentí—. Me he instalado en mi nuevo despacho. Mi primer cliente me visitará mañana y tengo que rellenar la oficina aparentando que tengo historial. Se trataría…

      —Entiendo lo que le ocurre. No se preocupe, puedo ayudarle — interrumpió.

      —Tenga en cuenta que queda poco tiempo.

      —Mañana a las 8:00 horas estaremos allí. ¿Cuál es la dirección?

      —363 de la calle Canal, segundo piso.

      —Conforme.

      Mientras vigilaba desde mi ventana, a la hora acordada un camión de mudanza aparcó muy cerca de mi portal. Lo vi porque estaba impaciente por si se podría solucionar mi problema.Al momento, tres hombres salieron del camión y comenzaron a bajar bultos y cajas. Enseguida llamaron al timbre. Dos hombres llegaron con cajas y, tras presentarse, fueron apilando estanterías, archivos, libros, carpetas, expedientes, algunas lámparas y sobre la mesa papeles con cuños de la policía de NuevaYork. En veinte minutos mi despacho se transformó, se convirtió en un auténtico despacho de un experto detective. Cuando terminaron se dirigieron a mí…

      (Pausa y cambio de hoja).

      —¿Necesita alguna cosa más, señor Stowe?

      —¿Puedo agradecerles de alguna forma?

      —No se preocupe. Ya le llamará el señor Wilde.

      —Muchas gracias por todo. —Aun así, les di cinco dólares a cada uno.

      Cuando se marcharon, miré a mi alrededor; todo estaba cambiado. Salí de mi despacho hasta el pasillo distribuidor y volví a entrar. Quería observar el efecto que producía al entrar. Ya en la pequeña sala de espera, se percibía cierta clase y seriedad. Me habían dejado un paragüero de bronce y algunas fotos enmarcadas de Atlanta y la ciudad de Nueva York. Cuando abrí la puerta de mi despacho, la sorpresa fue aún mayor. Encendí un cigarro y contemplé sobre mi mesa el juego de escritorio que me habían prestado. Luego miré alrededor y encendí varias veces el flexo para ver su funcionamiento. Todo estaba perfecto. Todo entonaba. Hojeé los papeles de la policía que me habían dejado. En uno de ellos, el jefe del departamento me agradecía mi labor por resolver el caso de la niña desparecida en Brooklyn. Mientras leía aquella pantomima, sonó el timbre del teléfono.

      —Detective Stowe. ¿Dígame?

      —Soy Cody Wilde. ¿Está resuelto su problema?

      —Está más que resuelto, señor Wide. Le estoy muy agradecido. ¿Dígame qué le debo?

      —Nada.

      —¿Nada? Bueno, todo esto se lo devolveré cuando acabe. Pero insisto, el transporte, salarios…

      —Olvídese —me interrumpió—. Todo se lo puede quedar, no es de mucho valor. Lo que sí debe saber es que está en deuda conmigo, y puede que alguna vez le pida un favor. ¿Comprende?

      —Cuando usted quiera —le aseguré.

      —Bien, ahora debe conseguir ese trabajo. Luego verá cómo vienen los demás. No se apure. Si necesita alguna cosa, llámeme.

      —Descuide. Igualmente, cuando necesite algo con lo que le pueda ayudar, avíseme. Muchas gracias, señor Wilde.

      Como aún tenía tiempo, bajé a tomar una buena hamburguesa. Con el estómago lleno se piensa y se trabaja mejor. Dicho y hecho; salí a la calle y me dirigí al café de costumbre…

      (Pausa y cambio de hoja).

      Compré el NewYorkTimes24 y en su portada, a cinco columnas, decía:

      «LA CORTE SUPREMA PROHÍBE LA SEGREGACIÓN EN LAS ESCUELAS. LAS DECISIONES DE 9 A 0 GARANTIZAN TIEMPO PARA CUMPLIRSE».