Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


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de nuestras vidas juntos. ¡Jamás olvidaré lo que habéis hecho por mí! ¡Gracias, amigos!

      —Por todos los espíritus, me has hecho emocionarme, Aleksi. Nos tendrás siempre a tu lado. ¡Eres de nuestra familia! —añadió conmovido el bueno de Heikki.

      Mientras escuchaba aquellos halagos, Sassa notó que, cada vez que se encontraba junto a aquel hombre, se sentía feliz y despreocupada de todo y de todos. Sintió que se estaba enamorando. Ella, una mujer fría que nunca había expresado blandura o emoción ante nadie, ni cuando murió Jalo, su padre, ahora sentía que el amor llamaba a su puerta. Nunca había sentido nada igual, y mucho menos tan de repente. Se sentía insegura, incapaz de afrontar aquellos sentimientos; sin embargo, aun con todo, su admiración y su atracción tanto física como sentimental hacia Aleksi era ya irreversible. Aquella noche tenía ganas de abrazar, de gritar y también de besar a su amado. ¿Hasta cuándo podría disimular aquel sentimiento?

      Al día siguiente el grupo alquiló un todoterreno para dirigirse a su destino: Inari. Tardaron en llegar cuatro horas y media, no tenían prisa. Iban contemplando el paisaje que había dejado al descubierto el manto de nieve que lo cubría en invierno. Aquella región de Laponia, la más grande de Finlandia, era única. Tanto es así que cuando uno la visita, se queda enmudecido al contemplarla. Uno siente estar en otro mundo donde la naturaleza te habla, se comunica contigo mediante un silencio acogedor. Durante largos momentos nadie hablaba, cada uno de ellos mantenía un diálogo consigo mismo.

      —¿Te gusta, Aleksi?

      —Me estremece contemplar tanta belleza.

      —Pues verás cuando estemos en Inari; la paz que se vive por cualquier rincón por donde paseas es indescriptible. Nuestro padre decía que era como tocar a Dios.

      —¿Cómo se llamaba Jalo? —preguntó Aleksi.

      —Nicolái Isaákovich Jomiakor —contestó rápidamente Heikki.

      —¡Era ruso!

      —Sí. Nació en 1915 y, por entonces, a todo el territorio finlandés se le llamaba el Gran Ducado de Finlandia, dependiente del Imperio ruso, aunque nació en Kuhmo, en la región de Kainuu. ¡Era más finlandés que ruso! —matizó Sassa.

      —Era un gran hombre —remató Heikki.

      Después de aquella corta conversación, otro largo silencio envolvió de nuevo al grupo, hasta que Seija lo rompió:

      —¿Has matado a alguien, Aleksi?

      —¡Seija! —le gritó su marido.

      —¿A qué viene eso? —le recriminó su cuñada Sassa.

      —Perdonad, era simple curiosidad.

      —No os preocupéis, no me ha molestado la pregunta. Contestaré.

      Unos segundos de silencio antes de contestar dirigieron toda la atención del resto hacia Aleksi.

      —Es difícil de explicar cuando se habla de situaciones en que se raya la ilegalidad. Sabéis perfectamente que el crimen organizado y la policía a veces colaboran entre sí puntualmente y por circunstancias que favorecen a ambos lados. Lo sé por propia experiencia.

      —¿Por qué no lo cuentas, Aleksi? —le rogó Heikki.

      —No creo que sea de gran interés.

      —A mí me interesa —replicó Seija, apoyando sin duda a su marido.

      —En 1961, un jefe mafioso contactó conmigo para realizar un trabajo de protección y vigilancia. Por aquel entonces, yo era detective privado, pero también agente externo del FBI. Se hizo un trabajo perfecto y bien pagado, y aunque me ofrecieron pasar de bando, no lo acepté. Sabía dónde estaba mi sitio. Sin embargo, el jefe de aquella familia a la que ayudé, pasado unos años, se puso de nuevo en contacto conmigo. Me envió un mensaje claro: quería ayudar al FBI a cambio de que quitaran de la circulación, es decir, arrestaran al cabecilla de la familia Buffalo en el oeste de NuevaYork, que no era otro que Stéfano Magaddino. Como la policía lo tenía en su lista y siempre se había escapado con recursos y escusadas enfermedades, aceptaron. Su primo hermano, Peter Magaddino, siempre fiel a Joe Bonanno, mi cliente, participó con su complicidad ofreciéndonos todo tipos de datos: dónde guardaba el dinero, lugares de reuniones y de sus actividades ilegales.Ya sabéis… A finales de noviembre de 1968 intervinimos y se le arrestó en la calle. Se registró toda su casa en Lewiston, también la casa de su primo Peter para disimular y la funeraria que tenía, que usaba como una de sus tapaderas. Finalmente, arrestaron a nueve hombres por cargos federales de conspiración y violación de la Ley de Transporte Interestatal y se incautaron de 530000 dólares, pero uno de ellos murió. Al intentar escapar, disparó y me alcanzó; yo estaba muy cerca. En poco tiempo tuve que tomar decisiones rápidas, y disparé. Le vi caer al suelo como un muñeco de trapo. Sí, Seija, he matado y puedo asegurarte que no es nada agradable.

      Los tres enmudecieron. Sassa, que conducía atendiendo más a lo que contaba Aleksi, no supo cuánto tiempo ni cómo había estado conduciendo sin prestar atención a la carretera; se quedó perpleja con lo que había escuchado.

      —Hemos venido para disfrutar el presente y no el pasado —afirmó tajante Sassa, como queriendo cerrar la conversación.

      El resto del tiempo lo dedicaron a hablar de lo que veían, de lo bonito que era Finlandia y de las excursiones que harían cuando llegasen a Inari. Una vez allí, buscaron el pequeño hotel reservado a orillas del lago. Pasaron dos días en él, visitando la ciudad y sus alrededores. La tenue luz del sol de la noche daba a aquel lugar un toque aún más romántico, sobre todo para Sassa, que no veía el momento de insinuarse a Aleksi.

      —¿Te gusta todo esto, Aleksi? —le preguntó Sassa.

      —Es como ver postales navideñas.

      —¡Son postales navideñas!Y tú estás aquí, contemplándolas conmigo.

      Él, abstraído por lo que veía a su alrededor, no se percató ni sospechó de las pretensiones de la hija de Jalo.

      —Me gustaría que pasásemos dos o tres días de acampada en una de las más de tres mil islas que tiene el lago —dijo Sassa en cierto momento en que estaban tomando unos refrescos.

      —¿Y cuál sugieres? Porque tienes donde elegir —respondió su hermano.

      —La que más aislada esté y donde menos gente haya. Podemos preguntar en Información. Ellos sabrán cuál indicarnos, supongo.

      —¿Por qué no? Alquilamos un bote y exploramos la zona que nos indiquen. Montamos las tiendas y a disfrutar de la naturaleza. Me parece bien, pero tendríamos que comprar o alquilar todo lo necesario —añadió Aleksi.

      —Sí, porque nos quedan ocho días.Tenemos que regresar el domingo 16. Eso es lo que dijimos, ¿verdad?

      —Bueno, eso se dijo, pero pueden ser más o menos días. Depende de cómo nos vaya —replicó Sassa.

      —¿Tú que dices, Heikki? —preguntó Aleksi.

      —Sería estupendo encontrar ese paraíso.

      —Pues adelante. No hay más que hablar —dijo Sassa, cerrando la conversación.

      Con toda la información obtenida, decidieron dirigirse a la isla de Palkissaari, a treinta kilómetros hacia el este de Inari. Por supuesto, fueron trasladados en un pequeño barco. Para navegar entre centenares de islas había que ser un experto. Cuando llegaron a Liinasvuono —el Fiordo de Lino, al norte de la isla—, descargaron todos sus bultos y el kayak de aluminio para moverse por el agua y, siguiendo el consejo de la gerencia del hotel, lo primero que hicieron fue montar la batería y la antena de la emisora de radio en un lugar seguro, por si se presentaba algún imprevisto. Lo tenían todo pensado. Parecían colegiales, y la más contenta por aquella aventura era Sassa.

      Entre todos montaron las tres tiendas y, a la hora de la comida, terminaron de tener todo en su sitio. El encargado de la logística y del material que pudieran necesitar era Heikki; de la comida estaban encargadas