Pedro J. Sáez

Emboscada en Dallas


Скачать книгу

mejor, una despedida, que me había llegado por la vía que él solo conocía. Decía lo siguiente:

      LI.0. Como ya te había comentado, ahora estoy fuera de La Compañía. He montado una agencia de investigación en México, donde siempre tendrás un puesto, pero deduzco que has elegido otro camino y espero que todo marche bien. Todas las agencias están patas arriba. Desde hace meses se está haciendo limpieza. Las operaciones húmedas ya han empezado.

      Ya hemos hablado muchas veces de estas conductas de limpieza. Las cuestiones de seguridad nacional tienen ahora prioridad con «RN11»; se está tomando el camino recto, sin atajos. Se eliminan huellas y se retira a los que estorban. Recuerda a tu amiga Dorothy.Avisa a tus amigos; los que han tenido relación directa puede que tengan problemas. Hasta yo estoy en la cuerda floja. Uno de los que más me señala y me cuestiona es Charles William Thomas. Cuando leas esta nota, destrúyela; por mi parte, he destruido todo lo referente a tu expediente. He sabido que La Compañía ha comenzado con la operación limpieza. No te fíes de ellos. Si lo necesitas, véndele información a Hoover, es el único que te podría proteger.Ya sabes que esto se suele hacer encargando la negociación a un tercero; si no es así, aléjate a un lugar seguro.

      Te confirmo que estás en lista negra. Te dije que intentaría saber más del verdugo. Es un holandés; le llaman Tulipán.

      Orgulloso de tu amistad. Un abrazo.

      WMS.

      No había duda, había llegado el momento de poner tierra por delante. Lo primero que hice fue hacer acopio de todas sus notas, apuntes y expedientes que tenía en mi despacho de Nueva York; los guardé en tres cajas bien precintadas y las trasladé a un trastero que tenía alquilado en la City, en Queen, junto con otros efectos personales. No quise moverlos a Nueva Orleans, por si ya estaban observándome. Luego me marché al aeropuerto. Tenía que hacer gestiones desde allí.

      Hacía tiempo que Scott me había dado, para cuando ocurriese alguna emergencia, y este era el caso, tres teléfonos correspondientes a los tres hombres que darían la vida por él. Uno de ellos era Jalo, su hombre de Finlandia. Lo medité antes de decidirme, porque pasar aquel Rubicón suponía romper con mi pasado y comenzar una nueva vida con una nueva personalidad. Sin duda, opté por aquel hombre, porque ya lo conocía, mientras que los otros dos me eran desconocidos. La clave para contactar era llamar por teléfono tres veces y colgar; luego dos veces y de nuevo colgar, y a la última llamada estar a la espera; entonces responderían. Así que marché al Aeropuerto Internacional de Idlewild, en Queens, y desde allí hice las llamadas internacionales al mismo número. Después de realizar aquel protocolo de seguridad, contestaron.

      —Dígame —contestaron al otro lado.

      —¿El señor Jalo?

      —¿Quién le llama?

      —Un amigo de Scott.

      —Jalo murió hace diez meses. Soy su hija.

      Me quedé sin habla por unos momentos, pero cuando iba a colgar escuché:

      —¿Necesita ayuda?

      —Sí, pero tengo que hablar personalmente.

      —El lunes próximo a las 10:00 horas. ¿Le parece bien?

      —OK.

      —Ya conoce el lugar. Esté de pie, leyendo el periódico Helsingin Sanomat de ese día.

      —Gracias.

      Casi no me dio tiempo de escuchar lo último que dijo, porque colgó muy rápido. Desde el mismo aeropuerto compré un billete para Helsinki con escala en Londres para el jueves 18 de diciembre de ese año. La vuelta, una semana después. Ocupé esos cuatro días de espera hasta coger el vuelo en repasar las pertenencias que tenía que destruir, recopilar y guardar, sobre todo los archivos de Nueva Orleans, que tenía con documentos de Dorothy. Di órdenes a mi amigo James Alcock para que empaquetase todo lo suyo y de Dorothy. Luego escribí una carta a mi socio Ed Mantle, para entregársela cuando llegara el momento con todo tipo de explicaciones y favores. Llegado el jueves, tomé el vuelo a las 19:30 con la Pan Am y llegué a Helsinki un día después a las 14:10 hora local. Me hospedé en el mismo lugar que la primera vez que visité la ciudad, en el Radisson Blu Plaza Hotel. De eso hacía ya algunos años. El lunes 22 compré el periódico indicado y me dirigí al lugar de la cita. No había cambiado en nada la ciudad; la encontré tal como la dejé, con ese manto blanco que al pisar escuchas el ruido de la nieve aprisionada bajo tus pies, incitando a pasear por el mero placer de sentir la naturaleza fría y helada en tu rostro. Fui dando un pequeño rodeo hasta llegar al lugar de encuentro: la fuente Havis Amanda. No llevaba ni un minuto con el periódico abierto, como leyendo, cuando escuché mi nombre.

      —¿Señor Sullivan?

      Plegué el periódico y presté atención a la persona que tenía enfrente. Era un rostro como de un ángel, pelo rubio y ojos claros.

      —¡El mismo! —contesté.

      —Paseemos, por favor. ¿En qué podemos ayudarle?

      Le expliqué brevemente el problema que tenía y que, según mi criterio, podría ser el más difícil de resolver conforme pasara el tiempo, atendiendo a lo que le había avisado al señor Scott. La joven me escuchó sin interrumpirme. Luego comenzó a ofrecerme ciertas sugerencias y ruegos a los que no tuve nada que objetar.

      —El primer problema que tenemos es el idioma, aunque eso se puede salvar. Esto es lo que haremos.Antes de volver a casa le daré una dirección de uno de nuestros hombres en Nueva York; con él aprenderá finés, y le pido que se aplique y haga el máximo esfuerzo por aprenderlo; de ello depende su vida. Será con él, solamente, con quien tratará este asunto. Una pregunta: ¿de cuánto dinero estamos hablando que debe sacar?

      —Lo tengo en efectivo en una caja de seguridad. Cerca de 300000 dólares.

      —Eso es mucho.

      —Son los ahorros por los esfuerzos de mi trabajo.

      —No digo que no se los merezca. Lo comentaba por cómo pasarlo sin levantar sospecha.

      Hubo unos minutos de silencio.

      —¿Se fía de nosotros, señor Sullivan?

      —Por eso estoy aquí.

      —¡Bien! Cada vez que tenga un encuentro con nuestro hombre, usted le entregará 25000 dólares en un paquete bien cerrado. Buscaremos una nueva identidad y abriremos con ese nombre una cuenta en el Banco de Finlandia, donde iremos depositando cada uno de los importes que recibamos.Así, solo usted los podrá retirar cuando ya sea ciudadano finlandés. Cuídese de tener suficiente efectivo para poder moverse hasta entonces.

      —¿Cuándo prevén que esto ocurra? —pregunté.

      —Dentro de un año, a no ser que todo se precipite; en ese caso, ya resolveremos.

      —De acuerdo.

      —Ahora está la otra cuestión, la más importante: por precaución, necesitaría un lugar en Finlandia, una casa aislada, cerca de la frontera rusa. Cuando pase un cierto tiempo, podríamos buscar residencia en Helsinki u otro lugar. ¿Qué le parece?

      —Lo que usted diga, señorita.

      —Llámeme Inkeri. Piense en su alias, que utilizaremos a partir de mañana.

      —¿Por qué mañana?

      —Mañana nos trasladaremos a Karelia y buscaremos una casa que se acomode a sus preferencias. Le recogeré a las 11:00 horas, estaremos unos tres días ocupados. Así conocerá mejor el país que le va a acoger. ¿Está casado?

      —No. Estoy solo. No llevo ninguna mochila.

      —Eso lo hace todo más fácil. ¡Que descanse!

      Aquella preciosa mujer se marchó alejándose con paso ligero, dejándome con un montón de preguntas y dudas que tenía en mente. Segundos después, volví al hotel. Haber escuchado ese plan con tanta seguridad me tranquilizó, aunque, por otra parte, no dejaba de pensar en los paquetes