Emilio Parra Rubio

Una gabardina azul


Скачать книгу

y prefiero dormir tirado sobre un par de cartones? No necesito más preguntas sin respuesta, me cansa tanta especulación. Este tipo es idiota y no tiene por qué ser lógica su actitud. Cualquier cosa que yo haga o diga será una pérdida de tiempo.

      Me planto frente a él manteniendo mi autoestima bien erguida y le pido un cigarrillo.

      —Sí, hombre. ¿Quiere también el señor que le traiga el desayuno? —replica con sarcasmo.

      —No, con un cigarrillo me conformaría.

      —Venga, lárgate antes de que... —masculla a la vez que, instintivamente, lleva la mano sobre la porra que le cuelga del cinturón.

      —No puedes echarme de la vía pública —le digo con toda la seguridad de la que soy capaz.

      —¡He dicho que te largues!

      —Me da igual lo que digas. ¿Vas a pegarme?

      El tipo me mira con los ojos entornados. Sus rasgos parecen comprimirse entre dos lonchas de pan. Ojos, nariz y boca reducidos a un mismo segmento.

      —Qué quieres que te diga, la calle es de todos —me excuso sabiendo que se está cabreando progresivamente.

      Yo no soy un delincuente, pero mi instinto de supervivencia es otra cosa, es como un retortijón de estómago, algo que te molesta y te hace buscar un sitio donde aliviarte.

      —¿Tengo que llamar a la policía? —suelta la típica amenaza.

      —Adelante. —Trago saliva.

      Sin previo aviso, la masa de carne bajo el uniforme gris saca una pierna a pasear y da un puntapié a la bolsa que había dejado en el suelo mientras me abrochaba el cinturón. No llevo nada que pueda romperse, es solo mi añorado jersey que tanto confort me había proporcionado la pasada noche lo que da vueltas sobre la acera.

      Me agacho a recogerlo. En este momento podría clavarle los nudillos en la nuez, saltar sobre su cabeza como un águila real, pero no, no lo hago. Me contengo diciéndome en voz baja que la ira nunca ha sido mi especialidad; de hecho, y aunque me duela reconocerlo, aún sigo teniendo importantes trazas de cobardía bajo la coraza que se supone debería protegerme. Me bajo al charco de la sumisión y le dedico una sonrisa forzada.

      —¿Te importaría respetar mis cosas? —le pido recalcando cada palabra.

      —¡Venga ya, hombre! —Me agarra de un brazo, apretando, empujando, avasallando—. ¡Lárgate de una vez!

      Solo me queda una salida razonable: irme. A duras penas consigo envararme mientras recojo los trozos de mi maltrecha dignidad esturreados por el suelo.

      —Hay otra ley que está por encima de ti y de mí, la misma que algún día te devolverá la patada.

      Digo esto, que ni yo sé muy bien por qué lo he dicho, y cruzo la avenida sin importarme el tráfico de coches que discurre a mi alrededor. Cuando llego al otro lado, el guardia sin escrúpulos me mira con fijeza, reconcomido por la impotencia de no poder ver más allá.

      Sin previo aviso, como si de un acto divino se tratara, rompe a llover con fuerza. La cornisa no puede librarme de tan impetuoso aguacero y mi poblada cabellera comienza a empaparse. Pronto tengo decenas de gotas bajando por mis mejillas. La gente comienza a evaporarse de las aceras. Algunos corren con carteras o chaquetas sobre las cabezas, otros nos resguardamos en un portal, en este caso una tienda de ropa. El rellano acristalado que hace la función de escaparate es un lugar ideal para no mojarse. Una chica joven, una señora de avanzada edad, un hombre impecablemente trajeado y yo miramos cómo rebota la descontrolada masa de agua sobre el asfalto.

      —Buenos días. Qué manera de llover... —intervengo a modo de rompehielos.

      —Póngase aquí, no se moje —me dice la señora cediéndome cortésmente el paso.

      —¿Se ha metido con usted? —suena la voz grave del hombre de la corbata.

      En otro momento hubiera agradecido una presentación algo más formal, pero aquí, al abrigo de esta cornisa, sé que la pregunta es para mí.

      —¿Se refiere al vigilante de seguridad? —pregunto como si la cosa no fuera conmigo.

      —Sí, he podido presenciar la escena.

      —Bueno, casi todos los días ocurren cosas parecidas —trato de quitarle importancia.

      —Entiendo. No haga caso. Ese tipo es un infeliz, lo conocemos de sobra. Suele llamar a la policía para denunciar los coches que están mal aparcados, aunque no sea de su incumbencia.

      —Lo cierto es que se ha comportado con muy poca sensibilidad.

      —¿Has pasado la noche ahí? —pregunta el hombre señalando con la mirada el jardín plagado de carpas.

      —Sí.

      —¿Conoces la residencia El Redentor?

      —Sí, suelo ir de vez en cuando.

      —¿No te gusta?

      —Sí, sí que me gusta, me tratan fenomenal, pero depende mucho de mi estado de ánimo y de las condiciones climatológicas —respondo del tirón.

      La mujer y la muchacha nos miran con ganas de entrar en la conversación. Es la señora la primera en hacerlo.

      —Pues dan comidas muy buenas. La hija de una amiga mía me contó que un familiar de su cuñada iba todos los días y salía de allí con bolsas de comida para la cena y todo. Pues eso está muy bien para los que están pasando necesidades... —Al decir esto me mira inquisitivamente, como apiadándose de todos mis pecados—. Vamos, que es mejor que estar por ahí pasando penurias, digo yo.

      —Así es. —Del cajón de mi maltrecha memoria ha salido una foto en blanco y negro de mi madre para recordármela. Un nudo en la garganta me borra la sonrisa de la boca—. También suelo ir a ver a las monjitas de Santa Cruz. Siempre tienen algo para mí —me justifico con pocas ganas.

      —Es que está la cosa muy mal. No hay trabajo por ningún lado. La juventud no tiene donde meterse. ¡Ay, Señor...! —exclama la señora.

      Los coches avanzan a una velocidad relativamente moderada, excepto uno que, al pasar frente a nosotros, pisa con su rueda delantera el charco que se acababa de formar lanzando gran cantidad de agua hacia la tienda. En su trayectoria, el líquido encuentra la pernera de mi pantalón. Noto de inmediato cómo se enfría el interior de mis muslos. El hombre tras de mí me mira asombrado.

      —Menudo día estás teniendo... —Lo dice completamente en serio—. Llevo meses reclamando que cubran el hueco este. Lo cierto es que, si no es por ti, me habría mojado yo.

      —No se preocupe. Yo puedo ir con el pantalón calado, que nadie reparará en ello. En la residencia hay una lavandería gratuita —me sincero, para nada con la intención de quedar bien.

      Seco lo que puedo la entrepierna del gastado vaquero con la manga agujereada del jersey de lana.

      El hombre de la corbata roja se adentra en el establecimiento como si estuviera en su casa. Enseguida me doy cuenta de que se trata del dueño o un empleado que trabaja con la soltura de quien lleva muchos años haciéndolo. La lluvia comienza a aminorar su ritmo persistente sobre el capó de los coches. La luz se vuelve más intensa. Todo es reflejo de brillos y contrastes, limpieza y purificación. Aspiro el olor, el olor de los tallos verdes, de los adoquines mojados, me gusta el olor después de la lluvia.

      El hombre de la tienda aparece desenfundando una prenda del plástico transparente que la cubre. Es una gabardina de color azul cobalto con grandes solapas y hombros acolchados.

      —Pruébesela. Vamos, pruébesela. —El comerciante tiene que insistir.

      —Se lo agradezco, pero... —Me pilla descolocado.

      Me la pongo. Es mi talla.

      A decir verdad, nada más verla no me ha llamado la atención, pero cuando la he tenido en mis manos y he sentido su tacto,