Emilio Parra Rubio

Una gabardina azul


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prominente; todo concuerda con la imagen que yo mismo tengo de mí. Para mayor sorpresa, va vestido con una gabardina del mismo color que la que llevo puesta. Terrible casualidad.

      —¿Ve como le tengo controlado? —me informa el chico con aire triunfal.

      —No se lo digas a nadie —susurro perplejo mientras le devuelvo su revista—. ¿Me traes la cuenta?

      —A este servicio le invito yo, acabo de ganar cinco euros gracias a usted.

      —No tienes por qué hacerlo...

      —Para mí es un honor, en serio se lo digo —intenta ponerse solemne sin conseguirlo.

      —No, por favor —insisto.

      Saco el billete de diez euros y lo pongo sobre la barra. El chico lo desliza hacia mí.

      —No le voy a cobrar —dice sin perder la compostura.

      —Está bien. —Cojo el billete y vuelvo a guardarlo.

      —¿Acaso vive usted por aquí? —pregunta demostrando un excesivo interés hacia mi persona.

      —No, solo estoy de paso.

      —Me llamo Rodrigo, pero todos me llaman Rodri. Encantado de conocerle, señor Gallián.

      —El placer es mío. Disculpa, tengo un poco de prisa —me excuso atragantado por haberle mentido tan deliberadamente—. Gracias por todo.

      A pesar de sentir náuseas repentinas y encoger mi honestidad hasta dejarla del tamaño de la punta de un alfiler, salgo del bar con la extraña sensación de ser alguien, de estar de nuevo admitido en este mundo del que me sentía totalmente excluido.

      Me adentro de nuevo en la bulliciosa ciudad, pero esta vez tengo un lugar donde dirigirme.

      La ancha acera de geométricas losetas romboidales me lleva directamente a la puerta de unos famosos grandes almacenes.

      Pronto, muy pronto, me familiarizo con el olor a flores secas y el calor efervescente de las grandes turbinas de aire acondicionado. Voy derecho a la sección de libros. En una columna forrada de espejo puedo verme reflejado. Físicamente, la vida no me ha tratado tan mal, de hecho, aún mantengo el porte erguido de mis años mozos, el mentón prominente y la frente ancha que me da ese aire tan intelectual. Una señorita vestida con un traje oscuro, con su nombre colgando de la solapa, me aborda enseguida con un musical «¿Le puedo ayudar en algo?». Mónica se llama.

      —Gracias, solo estaba mirando. —La chica me obsequia con una bonita sonrisa—. Bueno, ahora que lo dice, ¿tienen algo de Roberto Gallián?

      —Sígame.

      Me lleva junto a una balda repleta de libros.

      Comienza a pasar el índice sobre los lomos que asoman hasta que se detiene en uno de los más gruesos.

      —Este es el último. Ensayo contra la inmadurez. ¿Quería algún título en especial? —La joven deposita el libro sobre mis manos.

      —Gracias, no se preocupe, solo quería echar un vistazo. —Intento devolverle la sonrisa.

      —Muy bien, si necesita algo…

      —Gracias —repito disimulando mientras busco el reverso para leer la sinopsis y el precio: veinticuatro euros del ala.

      La chica se pierde sinuosamente entre las estanterías.

      Ensayo contra la inmadurez. En la parte interior de la contraportada hay una foto del autor. La imagen es en blanco y negro. El hombre está sentado en un banco. La instantánea está tomada desde una posición ligeramente elevada, por lo que sus ojos apenas si se dejan ver acunados por las cejas. La expresión de su rostro, el giro sutil de la cabeza, todo lo que veo me recuerda la imagen que he visto hace un momento en el espejo. A pie de foto, unas letras: Roberto Gallián. Nació en Montpellier, Francia. De muy joven se trasladó con su familia a España donde cursó estudios de Filología y Derecho. Tras graduarse por la Universidad de Salamanca, ejerció durante años como abogado especializado en temas de derecho civil y penal. En 1989 se inició en el mundo literario con Tiempo de soñar. Con su segunda novela, La corredera, alcanzó la popularidad. Entre sus títulos cabe destacar Causa perdida, El intermediario, La obsesión de Ivonne y El secreto póstumo (todos ellos publicados por ediciones KM).

      No ha perdido el tiempo.

      Pasa la tarde como un cohete que asciende mientras me empapo de gruesos párrafos de metafísica conceptual y otros aforismos. Mónica, la simpática dependienta, deja su puesto a otra apuesta señorita que no ha reparado en mí hasta que ya he leído gran cantidad de páginas sueltas de los libros de Gallián. A decir verdad, la lectura no consigue engancharme en ningún momento. «Será la falta de práctica». El autor se pierde en innumerables tribulaciones en las que divaga a su antojo; eso sin contar con las interminables descripciones del paisaje ampurdanés. No le cojo el hilo; claro que para eso debería leer el libro desde el principio y no dispongo del tiempo suficiente; además, la dependienta se ha hecho eco de mi presencia y cada poco tiempo me lanza alguna mirada risueña. Casi sin darme cuenta, se reactiva en mí la obsesión por engullir una palabra tras otra, incurrir en las historias de otros, compartir sus vivencias, sus vidas. De no ser por mi renovado optimismo hubiera muerto hace tiempo. Leo, leo toda la tarde.

      Salgo reconfortado y con la agradable sensación de estar alimentando de nuevo mi mente, esa que llevaba meses sin probar bocado y ahora discierne plenamente y a toda velocidad. Con mil fantasías rondándome la cabeza encuentro una tienda que no cierra nunca y compro una cuchilla de afeitar. Una cuchilla suelta; algunos comercios te venden cualquier cosa. Podría haber salido de allí con espuma de afeitar en la mano por unos pocos céntimos, pero me ha parecido demasiado engorroso.

      Con el jersey y la cazadora en la bolsa, la gabardina nueva arropándome, una cuchilla de afeitar en el bolsillo, un bloc, un lápiz gastado y nueve euros y medio, me dirijo a la residencia El Redentor. Allí me afeito, me ducho y, acomodándome en el camastro asignado, me duermo profundamente.

      Despierto sobresaltado. No sé por qué tengo las pulsaciones aceleradas. Acaba de amanecer, debería haber dormido un poco más. Dejo algunas de mis cosas en la taquilla de Pascualín, un viejo compañero de largas tardes de verano en la residencia. Salgo bien temprano con ropa limpia que me han donado en la lavandería. El aseo personal es algo que me hace sentir bien. Odio oler a tierra y sudor, a tubo de escape y a orines de perro, que es como huele la calle. Ahora aspiro el aroma del gel de la residencia que dulcifica momentáneamente mi situación.

      Hoy es día de mercado. Los pies me llevan raudos por la ancha avenida, ansiosos por llegar a los coloridos tenderetes y estrenar calzado. Es lo único que no me gusta heredar de un desconocido aparte de la ropa interior, los zapatos.

      Las señoras con sus carritos de compra revolotean por los puestos en busca de la mejor oferta. Algunos tenderos ofrecen sus gangas a grito pelado, otros esperan sentados vociferando repetitivos piropos a las damas que pasan por delante. Varias tablas sostenidas por caballetes soportan infinidad de zapatos donde reina un ligero desorden. Diez euros puede leerse en uno de los carteles sobre la improvisada mesa. De un rápido vistazo mis ojos se posan sobre el cuero brillante de unas botas de media caña. Son perfectas. Tienen en un lado una cremallera que cierra los tobillos bajo una piel acolchada. Ideales para los charcos del inestable otoño.

      El vendedor, que está enfrascado con dos señoritas que no acaban de decidirse, me lanza una rápida mirada y enseguida se acerca esquivando las cajas apiladas que tiene por el suelo. Nunca me habían atendido tan rápido.

      —¿Qué desea, señor?

      —¿Qué cuestan estas botas?

      —Diez euros, todo a diez euros, zapatos de piel con forro de cuero. Estamos regalándolos. —Sin previo aviso, sube el volumen de su voz dirigiéndose a los mirones que curiosean por los puestos—. Mire usted qué zapatos, no se puede vender más barato. ¿Qué talla gasta? —pregunta refiriéndose otra vez a mí.

      —La cuarenta y dos —respondo abrumado