Emilio Parra Rubio

Una gabardina azul


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de peros, es suya. Le está como un guante. No se hable más.

      El hombre, disimuladamente, mete un billete en uno de los bolsillos de la gabardina.

      —Este es el complemento ideal para que tengas un día más llevadero —susurra a mi oído a la vez que sonríe.

      —Me ha dejado usted sin palabras... Después de lo de esta mañana... No sé cómo agradecérselo. —Un hilo de sincera emoción envuelve cada frase que digo.

      —Nada, hombre, no se preocupe. Esto para mí es muy poco y a usted le hará un mundo.

      La señora no tarda en sumarse a la ofrenda de buenas voluntades.

      —Véngase usted conmigo a la confitería que le compre un pastel de carne, que los hacen para chuparse los dedos —interviene imponiendo su voz a los que estábamos allí.

      La lluvia ha remitido. Solo se aprecia el sonido del gorgoteo de las cañerías y el chapoteo de las ruedas de los automóviles. La señora insiste de tal manera que no tengo más remedio que acompañarla a la confitería, no sin antes despedirme como es debido del generoso comerciante con un sentido «Dios le bendiga».

      —Sabe, yo prefiero comprarle a usted comida porque hay mucha gente que el dinero se lo gasta en drogas y en bebida. No digo que ese sea su caso, pero ya me entiende. Yo, un plato de comida siempre estoy dispuesta a darle al necesitado...

      Se me hace ameno el camino. La señora tiene dos hijos que, por lo que me ha contado, no le hacen demasiado caso, dos nueras sin virtudes y un gato siamés que la mantiene ocupada. Yo la escucho atentamente, dichoso y altivo bajo mi flamante gabardina azul.

      CAPÍTULO 2

      Hacía mucho tiempo que no comía un pastel tan delicioso como este. Sentado frente a un estanque poblado de patos que chapotean de una orilla a otra, mirando cómo un anciano les da de comer despreocupado, lo engullo sin contemplaciones. Cuando termino cruzo las piernas, me recuesto en el respaldo y enfundo las manos en los bolsillos de mi nueva gabardina. Llevo puestos unos zapatos de color negro, sin brillo, casi sin suela, y unos pantalones vaqueros de color azul oscuro que apenas disimulan la suciedad. Bajo la gabardina, una camisa granate y un pañuelo gris anudado al cuello. Me quito la goma que llevo en la muñeca y, tras atusarme el pelo, me hago una pequeña coleta. Luzco barba de varios días, pero hoy no tengo ojeras; eso sí, aunque suelo sonreír poco, cuando abro la boca se puede apreciar que comienzan a amarillear mis dientes. Qué puedo esperar si llevo meses recogiendo las colillas que encuentro en los ceniceros de los edificios de oficinas y centros comerciales. Hace meses que fumo esos residuos alquitranados como si me fuera la vida en ello y hace tiempo que perdí mi cepillo de dientes. Saco una colilla de la riñonera y la enciendo sin remordimientos.

      Tras reposar un rato la grasienta masa del pastel —mi estómago debe de creer que ha sido trasplantado al de otra persona—, me levanto sacudiéndome las migajas, recojo mi bolsa y salgo del parque dispuesto a adentrarme en la ciudad. Solo pretendo ver pasar el tiempo. Hoy tengo una sensación rara de desesperanza. Primero me han pateado el orgullo, después me he sentido tremendamente valorado por unos desconocidos. Ahora, la soledad vuelve con su abrumadora carga de desaliento golpeándome en la nuca. En momentos así, solo el vino o la cerveza me provocan el aturdimiento necesario que me impide pensar con claridad. Sin embargo, me ha sentado bien el almuerzo y no quiero estropearlo con una borrachera inoportuna. Confío en que seré capaz de soportar las ideas pesimistas que me asolan por dentro, siempre y cuando no se reproduzcan los recuerdos con las borrosas e idílicas imágenes de una vida anterior. Hace mucho tiempo que no merece la pena tal desgaste, pero sigue siendo algo incontrolado, una proporción fatal; tres días de olvido y uno de sibilina tortura. Hoy no... hoy no voy a permitir que la memoria guillotine mi suerte.

      Los escaparates de las lujosas tiendas del centro de la ciudad muestran sus caprichosas mercancías obscenamente convencidas de que, tarde o temprano, conquistarán a alguien que las libere de semejante confinamiento. Maniquíes vestidos con un mimo impecable que lucen camisas de franela, chalecos de cachemira y bufandas a juego me miran desafiantes con sus inexpresivos ojos de plástico. Para no tener vida aparente, van mejor vestidos que yo y duermen más caliente. Mi propio reflejo en el cristal me hace ahuyentar el desasosiego que me produce compararme con el maniquí. Qué bien me sienta esta gabardina azul.

      Un anciano pasea su perro, que se para a olisquear en cada farola que encuentra en su camino, reconociendo una vez más su barrio de siempre, pero entusiasmado como si fuera la primera vez. Lo que daría yo por tener una memoria tan corta.

      La gente camina a mi alrededor con ligereza, con la prisa metida en el cuerpo por llegar a tiempo a algún lugar, a algún encuentro. Yo ando despacio, deslizando un paso tras otro, sin saber muy bien adónde me dirijo. Noto cómo la humedad se cuela por la suela de mi zapato hambriento. Aunque aparentemente ha dejado de llover, una fina cortina de minúsculas gotas me salpica la cara ayudada por el viento. Cruzo el paso de cebra como uno más de la muchedumbre; mientras lo hago, decido hacia qué lado me dirigiré cuando llegue al otro extremo. Sigo hacia el norte, el sur ya lo tengo suficientemente explorado.

      La cafetería Straw Berry está situada en una de las zonas más concurridas de la ciudad, a un par de manzanas de la estación de autobuses y muy cerca de uno de los museos más visitados de la comarca. Una amplia cristalera encubriendo una hilera de cortinas a media altura y un neón de una conocida marca de cerveza llaman poderosamente mi atención. Me apetece tomar algo caliente. Mis huesos y yo llevamos muy mal eso de mojarnos, y con diez euros en el bolsillo qué otra cosa puedo hacer. Empujo la ostentosa puerta de cristal. El local es alargado. A mi derecha, sillones negros de piel rodean las mesas de vidrio tintado. En la barra, dos hombres charlan animadamente con unas cervezas, y a su lado, una pareja se hace arrumacos, sentados en sendos taburetes con las rodillas entrelazadas. En otra esquina otro hombre echa monedas a una máquina tragaperras. El camarero, un hombre de unos cuarenta años, se acerca educadamente colocando un posavasos frente a mí.

      —Dígame, caballero.

      —Un café con leche.

      Me lo sirve rápido y rápido le doy el primer sorbo. Está delicioso. Noto cómo el calor reconforta mi garganta cansada de tanto paseo a la intemperie. Me gusta abrazar la taza con las manos, hacer mío el líquido antes de beberlo; estoy así un buen rato. El camarero entra y sale por la puerta abatible atendiendo a algunas personas más que van llegando. Los hombres de las cervezas pagan su ronda y se marchan. Yo también pido mi cuenta, tengo ganas de fumar. Un chaval vestido con camisa blanca sale de la cocina y se acerca con media sonrisa dibujada en su cara hacia donde yo estoy.

      —Disculpe, ¿puedo hacerle una pregunta? —El muchacho se dirige a mí.

      —Sí, claro —respondo ansioso por saber de qué se trata.

      —¿Es usted Roberto Gallián?

      —¿Cómo dice?

      —Es usted Roberto Gallián, el famoso escritor. ¿No es así?

      Me entra una risa floja, eso confunde aún más a mi interlocutor.

      —Creo que se ha equivocado de persona —contesto sin quitarme la estúpida sonrisa de la cara.

      —Vamos, hombre, he apostado cinco euros a que sí lo es.

      Comienzo a sentir algo de lástima por el extrovertido jovencito. De mi respuesta depende que se embolse algún dinero o, por el contrario, quede como un idiota delante de su compañero.

      —¿Por qué lo dices? —pregunto haciéndome el interesado.

      —Le conozco, he leído alguno de sus libros. Además, precisamente mire lo que tengo aquí. —A la vez que pronuncia esto coloca una revista sobre la barra y, tras pasar algunas páginas, aparece un reportaje con fotos de alguna entrega de premios o algo similar.

      El joven gira la publicación para que pueda verla mejor. En una de las fotos se puede apreciar el perfil de un hombre que recoge algo de manos de un señor bien trajeado. Mi sorpresa es mayúscula, acabo de reconocerme en la imagen. El parecido es asombroso; lleva el