Emilio Parra Rubio

Una gabardina azul


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abierta mostrando una de las flamantes botas. Me gusta el brillo de la puntera lustrosamente pulida.

      —¿Me la dejaría en cinco euros?

      —¡Qué dice! —Automáticamente me quita la bota de entre los dedos y comienza a darle vueltas delante de mis narices—. ¿No ve que esto es calidad? Si la estoy vendiendo por debajo de su precio, no me gano un céntimo...

      Me mira juntando las cejas formando una arruga amenazadora, con la rabia contenida.

      —Le puedo dar ocho euros —le ofrezco finalmente sacando las pocas monedas que llevo en la riñonera oculta bajo la gabardina.

      El hombre me repasa de arriba abajo sorprendido al verme trajinar con la bolsa que me cuelga de la cintura. Detiene su mirada en mis viejos zapatos, con más polvo que de costumbre. Algo le hace cambiar la dura expresión de su cara.

      Al fin vuelvo a la residencia con paso firme y el tobillo caliente. Me llevó tiempo doblegar el afán recaudatorio del comerciante. Cualquier cosa por conservar un par de euros.

      Hoy toca comida decente, con cubiertos de plástico y servilletas de papel. Cómodamente sentado, comparto mesa y mantel con un par de compañeros que no dan demasiada conversación. Dos platos principales, agua, gaseosa y postre. Tengo derecho a seis comidas completas a la semana. Algunos domingos o festivos entregan bolsas con avituallamiento, lo suficiente para saciar el hambre. Yo no me quejo, hay mucha gente ocupando su tiempo para que, a los que deambulamos por aquí, no nos falte un plato de comida, y eso es de agradecer.

      El estofado caliente me lleva derecho y por imposición a uno de los grandes butacones que hay repartidos por la sala principal. Una televisión colgada de la pared muestra el mapa de la Península con grandes nubes diseminadas por todo el territorio. Seguirá lloviendo a pequeños intervalos durante tres o cuatro días más. Los residentes se distraen sobre un tablero de ajedrez o están sentados mirando a ninguna parte. A mi izquierda está Cosme, apoltronado en una butaca, leyendo un libro amarillento que debe de ser de vaqueros. El calor que emana de los antiguos radiadores que hay en las paredes de la estancia y el ronroneo de las conversaciones a mi alrededor acarician mis sentidos hasta que cierro los ojos y me dejo llevar por una placidez reconfortante.

      CAPÍTULO 3

      Cuando salgo de la residencia son las siete de la tarde más o menos. El aire fresco se cuela entre las costuras intentando robarme el calor que aún conservo de la siesta. Subo el cuello de la gabardina asegurándome de que el viento no entre más allá de mi helada y sonrosada nariz. Una tarde más, comienzo a andar rumbo al centro de la ciudad.

      Freddy me ha visto cruzar el parque. Como un loco desatado viene hacia mí, como si hiciera años que no nos viéramos. A escasos metros se para en seco mostrando claras dudas sobre si se trata de mi persona o de alguien muy similar. El olor a champú, las botas brillantes, el afeitado reciente y mi estupenda gabardina son detalles que parecen desconcertarle. Tiene que olisquearme varias veces para acabar mirándome con los ojos desorbitados; acto seguido, comienza a agitar el rabo frenéticamente y a dar saltitos a mi alrededor.

      —Hola, amiguito, ¿qué haces tú por aquí? —Poso mi mano sobre su áspero lomo y le hago un par de caricias.

      Sigo caminando mientras el can me persigue.

      —Vete, hoy no puedo llevarte de paseo junto al río. —Freddy, como si me entendiera, deja de mover el rabo y comienza a olfatear la farola más cercana.

      Antes de proporcionarme unos cuantos tragos de cerveza junto a mis amiguetes del malecón, decido ir a tomar ese café que tan bien me calentó el alma. En realidad, es solo una excusa, lo que quiero es salir de dudas.

      Los maniquíes de los escaparates de la ancha avenida me miran ahora como si me conocieran de toda la vida; quizá intentan seducirme para que adquiera una de sus cálidas bufandas. Yo me limito a pasar por delante a sabiendas de que no la necesito. Para estar caliente solo me basta con alzar el cuello de mi flamante gabardina y meter las manos en sus amplios y cálidos bolsillos.

      La cafetería está donde la dejé, en la esquina de la plaza lindando con la gran avenida atestada de coches que avanzan muy despacio. Cruzo la calle y empujo la puerta traslúcida. Varios clientes toman su consumición en la barra y dos de las mesas están ocupadas. En una de ellas la misma pareja de ayer lee una revista. En la otra situada más adentro, una mujer relativamente joven deja que parte de su pelo oscuro cubra su rostro mientras anota algo en una pequeña libreta. El camarero de mayor edad me reconoce nada más verme. Puedo imaginar cómo se interesó por mí después de perder cinco euros.

      —Buenas tardes, señor Gallián, un placer tenerle de nuevo por aquí. ¿Qué desea?

      —Buenas tardes, un cortado si es tan amable.

      El hombre reacciona a mi petición y vuelve enseguida con el humeante café. Mientras tanto, yo busco la forma de completar mi rostro en los trozos de espejo que hay colocados en la columna que tengo a mi lado.

      —Quisiera pedirle un favor si no es molestia... —se dirige a mí mientras coloca cuidadosamente el platillo con la taza sobre la barra—. ¿Le importaría hacerse una foto conmigo? Me gusta tener un recuerdo de las personas famosas que pasan por aquí.

      No sé qué decirle. Esta pantomima tan absurda que se ha creado en torno a mi persona me puede inducir a la locura. Está comprobado, cuando una mentira comienza a repetirse muchas veces, puede llegar a convertirse en una realidad ficticia muy cercana a la verdad. Incluso para uno mismo. Decido espontáneamente que ha llegado el momento de aclarar tal confusión. Cuando me dispongo a deshacer el malentendido aparece tras la puerta de la cocina el muchacho joven tendiéndome una mano.

      —Buenas tardes, señor Gallián.

      —Hola, Rodrigo —le devuelvo el saludo sorprendido por una amabilidad a la que no estoy acostumbrado.

      —Yo también quisiera tener una foto con usted —exclama arqueando las cejas.

      El encargado le taladra con la mirada.

      —A ver, creo que estáis confundidos. No soy tan famoso ni nada por el estilo, creedme —replico intentando quitarme este peso de encima de una vez por todas.

      —Si es solo una foto... —suplica Rodrigo poniendo ojitos de cordero. Sin duda no ha entendido nada de lo que acabo de decirle.

      Una foto, una maldita foto que prueba la evidencia de mi desfachatez. Rodrigo sonríe y hace palmas en señal de victoria. Yo muevo la cabeza en señal de negación.

      En un momento dado están los dos fuera de la barra rodeándome mientras uno retrata al otro. Media sonrisa en mi cara, que más bien es una mueca de desagrado, delata las pocas ganas que tengo de permanecer inmortalizado, quizá colgado de alguna de estas paredes.

      —Mándame una copia —exclama Rodrigo visiblemente entusiasmado a su compañero.

      —Está bien, gracias. —Sigo sin saber muy bien qué decir.

      Veo en el espejo tintado que tengo enfrente cómo la mujer del pelo castaño ha dejado de escribir en su libreta, se levanta del sillón y se acerca a la barra, justo en el lado donde estoy yo.

      El corazón comienza a latirme con más fuerza. Es absurdo.

      —¿Qué te debo? —le pregunta al camarero mientras rebusca en un pequeño bolso que lleva colgado del hombro.

      Saca un monedero forrado en hilo de diversos colores y se dispone a pagar. Gira su cabeza hacia mí y me regala una sonrisa con cierta dosis de atrevimiento. Creo que no me he inmutado lo más mínimo, pero cuando vuelvo la vista a mi taza de café, soy incapaz de pensar en otra cosa que no sea la mujer que tengo aquí a mi lado.

      —Uno con veinte —responde el barman.

      Inevitablemente vuelvo a mirarla. Ella levanta de nuevo sus párpados hacia mí. Ahora el que esboza una sonrisa partida soy yo.

      —Hoy debe de ser mi día de suerte —susurro lo suficientemente fuerte para que me oiga.

      Ahora