Gabriela Rodríguez Rial

Tocqueville en el fin del mundo


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de 1837. Echeverría se hizo cargo de la organización de un plan de lecturas a pedido del dueño de la librería; los socios eligieron autoridades, presidente, vice y secretarios. Sin embargo, su escasa durabilidad en el tiempo –poco más de seis meses– puede ser un factor que ponga en duda el grado de institucionalidad de este espacio de sociabilidad que asoció a la generación con un año específico.

      Si bien las instituciones escolares no pueden ser consideradas espacios de sociabilidad en sentido estricto porque la pertenencia a los mismos no se debe a la voluntad de formar una comunidad asociativa sino al deseo de adquirir capitales culturales, académicos y ligados, no pocas veces, al prestigio intelectual, también son ámbitos donde se forjan vínculos que quienes allí estudian pueden capitalizar socialmente en otros momentos de su trayectoria vital (Bourdieu, 1970: 169-206; Bourdieu, 1998: 61-96). Las instancias de educación formal fueron lugares donde varios miembros del grupo se conocieron y empezaron a desarrollar relaciones que se mantuvieron durante casi toda su vida. Hubo quienes se frecuentaban desde la infancia o la pubertad como quienes asistieron al colegio de la familia Cabezón, Vicente Fidel López y Cazaldilla, o al Ateneo, dirigido por Pedro De Angelis (Cutolo, 1968: 152-3, 573-81). Tal era el caso de Félix Frías y José Tomás Guido. Algunos se conocieron en sus provincias natales cuando se preparaban para asistir al Colegio de Ciencias Morales, como Antonino Aberastain y Sarmiento, aunque este último finalmente no viajó a Buenos Aires porque no fue seleccionado por el sorteo. Los beneficiados por la suerte fueron Aberastain y Cortínez, que estudió medicina el la Universidad de Buenos Aires (UBA) y se recibió con una tesis sobre el tiempo en que deben apuntarse los miembros en caso de infección. Otros establecieron conocimiento personal en los claustros del colegio, que los alumnos del secundario compartían con quienes preparaban el ingreso a la UBA. Estos pasillos y aulas fueron un ámbito propicio para comentar gustos y lecturas que no siempre se limitaban a Virgilio u Horacio. En tal sentido, a pesar de la críticas que van a hacer a posteriori al tipo de enseñanza universitaria impartida en la década de 1830 (Gutiérrez, 1998: 259-451; Alberdi, 1900: 280), la UBA permitió que la gran mayoría de los miembros de la Generación de 1837 conociera a sus coetáneos o que, gracias a su contacto con alguien que había cursado allí sus estudios, pudiera relacionarse con esta red político intelectual.

      Un segundo tipo de espacios de sociabilidad es más difuso, ya que está basada en intereses culturales comunes que se expresan como una grupalidad no formalizada en asociaciones propiamente dichas pero que, en el caso de la Generación de 1837, comienza a desarrollarse en instituciones escolares. También se formaron afinidades en torno de lecturas compartidas. Rousseau, Las Ruinas de Palmira de Volney, Victor Hugo, Leroux, Lerminier, Fernimore Cooper, Constant, Guizot, Jouffroy, Byron, Shakespeare, Larra o Jovellanos fueron lecturas tempranas a las que se sumó, en la década de 1840, La Democracia en América. La biblioteca de los Cané, o mejor dicho de los Andrade, la familia materna de Miguel, atrajo a muchos colegas de estudios del nieto que solían llevar sus libros para leer en clase porque le resultaban más entretenidos que las lecciones de los profesores. De hecho, Alberdi entabla amistad con Cané, cuando aburrido durante la clase de latín del profesor Guerra descubre a su compañero leyendo de manera absolutamente apasionada La Nueva Eloísa de Jean Jacques Rousseau (Alberdi, 1900: 278-279). Otra biblioteca frecuentada fue la de Santiago Viola, que contaba con mucho dinero por ser el administrador rural de los bienes de su abuelo. Si bien ninguno de estos espacios llegó a conformar un gabinete de lectura con reglas formalizadas como el de Marco Sastre, fueron espacios de intercambio de libros e ideas que sirvieron de antecedentes del Salón Literario. En 1834 José Tomás Guido y Alfredo Bellemare, profesores de Derecho Penal y Criminal en la UBA, tradujeron el Curso de Historia de la Filosofía de Víctor Cousin,13 cuya primera lección se publicó el 19 de mayo (Myers, 2004: 169). El resto de las lecciones traducidas no se publicaron por falta de financiamiento. Dalmacio Vélez Sarsfield, ayudado por Vicente Fidel López, editó las Instituciones de Derecho Canónico del austríaco Gmeiner. Así pues, la edición y traducción de obras jurídicas, filosóficas y literarias fue no sólo una tarea formativa sino que favoreció la sociabilidad. A pesar de este gusto por las novedades literarias que no formaban parte de los programas de estudios de los cursos universitarios, también surgieron grupos cuyo origen fue preparar juntos alguna asignatura como “Derecho Comercial” donde, por falta de ejemplares, varias camadas debieron compartir el libro de Pardessus. Incluso los apuntes del “Curso de Filosofía de Diego Alcorta” llegaron a comercializarse en manuscrito (Weinberg, 1958: 12, 30). En los tiempos del exilio, el uso de los libros como intermediarios de las relaciones interpersonales se va a observar en intercambios epistolares, cuyo tema central era en muchas ocasiones el comentario de alguna publicación de algún colega de la Generación de 1837 o una novedad literaria o filosófica europea o estadounidense.

      Otro ejemplo de este tipo de sociabilidad son los grupos de estudios que se organizan durante la etapa universitaria en torno de las cátedras o departamentos. Quienes asistieron a los cursos de Filosofía que Alcorta dictaba para el Departamento de Estudios preparatorios armaron un grupo muy sólido de admiradores del profesor que enseñaba la doctrina de Destutt de Tracy, como relata José Mármol (2011: 31-32, 35-37) en Amalia.14 También hicieron lo propio quienes asistían a las clases de “Derecho Constitucional”, la de “Derecho Comercial” o “Penal” en el Departamento de Ciencias Jurídicas. El Instituto Topográfico en el Departamento de Ciencias Exactas, donde se formó Juan María Gutiérrez con Félix Orma como agrimensor, fue uno de los pocos espacios donde primaba una concepción moderna y práctica de la ciencia que los miembros de la Generación de 1837 juzgaban más útil para la sociabilidad democrática moderna que la teología o el derecho canónico.15 Quienes estudiaban en el departamento de Medicina sentían devoción por Cosme Argerich, Juan Antonio Fernández, Juan José Montes de Oca u Octavio Mosotti, que fueron cesanteados de sus puestos docentes cuando Rosas asume por segunda vez la gobernación de Buenos Aires en 1835.

      El tercer tipo espacio de sociabilidad es el que se produce gracias a la prensa, en este caso entendida como empresa periodística. Ser parte de un mismo proyecto editorial, por ejemplo de un periódico o un diario fundado por un grupo de amigos, o ejercer como editores o redactores, un medio de prensa establecido por otros miembros de la Generación de 1837, son modos de entrar en contacto entre sí durante y después de sus respectivos exilios. El Museo americano (Buenos Aires, 1835), El Recopilador (Buenos Aires, 1836), El seminario de Buenos Aires en 1837, La Moda (Buenos Aires, 1837-1838), El Zonda (San Juan, 1839), El Iniciador (Montevideo, 1838-1839), El heraldo argentino (Chile, 1841), El Mercurio de Valparaíso y El progreso en Chile entre 1841 y 1851, El Comercio del Plata y El Talismán en la década de 1840 en Montevideo entre 1845 y 1850, El Nacional Argentino (1860), La Nación (1870), El Censor (1885-1892), entre otras publicaciones, auspiciaron de lugares de encuentro de varias de las plumas más prolíficas que se identificaron en algún momento o a lo largo de su trayecto vital con las ideas del Código o declaración de los principios que constituyen la creencia social de la República Argentina o Creencia social que se juramentó en 1838.

      Algunas de estas publicaciones resultaron más conocidas que otras por el impacto que tuvieron como legado de la Generación de 1837 para la posteridad y no necesariamente por su popularidad, medida en términos de lectores/suscriptores, que tuvieron entre sus contemporáneos. Tal es el caso de La Moda o El Zonda, que publicaron pocos números, pero que son recordados por lo que luego significaron para Alberdi y Sarmiento. Sin embargo, cabe mencionar que en La Moda, además del estilo satírico y la ironía fina inspirada en Mariano José Larra, ya se encuentran algunos de los tópicos alberdianos como la preocupación por la democracia como un estado social más que como un régimen político16 y el poco eco que producen sus ideas en el contexto sociocultural en que son enunciadas. Esto afirma el joven tucumano enmascarado como su alter ego, Figarillo, en el número 17 del 10 de marzo de 1838, en la sección Boletín Cómico, cuando titula su intervención “Predicar en el Desierto”:

      ¡Y qué pocas son las ocasiones que no se predica de este modo en estos tiempos! (...) Escribir en La Moda es predicar en desiertos porque nadie la lee (...). Escribir ideas filosóficas, generalidades de cualquier género, mirar de un punto de vista poco individual es predicar en desiertos. (Alberdi, 2011: 118)

      El caso de El Zonda es un ejemplo típico de cómo circulaban las novedades literarias entre los miembros de la Generación