Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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Dama tenía ocho porteadores; los de Li Wan, Xifeng y la tía Xue, cuatro. Baochai y Daiyu compartían un alegre carruaje con el toldo verde, borlas de perlas y dibujos de objetos preciosos. El carruaje que compartían las tres Primaveras tenía ruedas de color carmesí y una cubierta ornamental.

      Detrás de ellas venían las doncellas de la Anciana Dama: Yuanyang, Yingwu, Hupo y Zhenzhu; las doncellas de Daiyu: Zijuan, Xueyan y Chunxian; las de Baochai: Yinger y Wenxing; las de Yingchun: Siqi y Xiuju; las de Tanchun: Daishu y Cuimo; las de Xichun: Ruhua y Caiping; y las de la tía Xue: Tonxi y Tonggui.

      También las acompañaban Xiangling y su doncella Zhener; las doncellas de Li Wan: Suyun y Biyue; las doncellas de Xifeng: Pinger, Fenger y Xiaohong; y las doncellas de la dama Wang: Jinchuan y Caiyun, que, para poder ir, viajaban atendiendo a Xifeng.

      En otro carruaje, con otras dos doncellas, iba la hijita de Xifeng con su nodriza.

      Por último, también formaban parte de la comitiva otras dos doncellas y unas nodrizas de los otros aposentos, así como algunas esposas de mayordomos cuya función era acompañar a la Anciana Dama en sus salidas. Los vehículos ocupaban toda la avenida. Cuando el palanquín de la Anciana Dama ya había avanzado un trecho considerable, todavía las criadas seguían subiéndose a los carruajes frente a la puerta principal, en medio de la confusión y el vocerío.

      —¡Tú no viajas conmigo!

      —¡Cuidado! ¡No te sientes sobre las cosas de mi señora!

      —¡Que estás pisando mis flores!

      —¡Ya has roto mi abanico!

      Su estrepitosa risa y su charla eran interminables. La esposa de Zhou Rui iba de un lado al otro de la comitiva rezongando:

      —¡Venga, niñas, dejad de hacer el payaso en la calle!

      Tuvo que repetirlo varias veces para que se tranquilizaran antes de que la cabeza del cortejo llegase a la puerta de la abadía. La gente que desde la orilla del camino contemplaba el paso de la comitiva, vio a Baoyu a caballo delante del palanquín de la Anciana Dama.

      Al aproximarse a la puerta de la abadía oyeron repicar campanas y redoblar tambores. A un lado del camino esperaba la llegada del cortejo el abate Zhang con sus hábitos sosteniendo unas varillas de incienso y rodeado por sus monjes. El palanquín de la Anciana Dama avanzó un trecho más hasta que ésta dio orden de que se detuviera ante unas imágenes en arcilla de dioses guardianes que había en la puerta del templo. Se trataba de dos dioses mensajeros, uno de los cuales tenía ojos para escrutar mil li de distancia y el otro oídos capaces de discernir el rumor más pequeño. Otros dioses tutelares de la localidad los rodeaban. Jia Zhen, a la cabeza de los jóvenes de la familia, se adelantó para dar la bienvenida a la anciana. Consciente de que Yuanyang y las demás doncellas estaban todavía demasiado lejos para ayudarla a apearse, Xifeng descendió de su silla para hacerlo ella misma, pero en ese momento un acólito de doce o trece años que sostenía una caja con un par de tijeras para cortar las mechas de las velas se asustó con el estrépito que formaba el cortejo y salió corriendo a esconderse, con tan mala fortuna que tropezó con Xifeng. Ella, revolviéndose, le dio un golpe en la oreja tan fuerte que el niño cayó al suelo.

      —¡Que a tu madre la joda un toro! ¡Mira por dónde andas!

      Demasiado aterrado para recoger sus tijeras, el muchacho se levantó como pudo y echó a correr hacia el interior. En ese preciso instante bajaban de sus carruajes Baochai y las demás muchachas rodeadas de una multitud de matronas y esposas de mayordomos que, al ver al pequeño fugitivo, sé pusieron a gritar:

      —¡Cogedlo! ¡Apaleadlo!

      —¿Qué pasa? —preguntó la Anciana Dama.

      Jia Zhen se acercó a indagar el porqué de tanta agitación mientras Xifeng ofrecía su brazo a la anciana.

      —Es un acólito de los que cortan las mechas —explicó ella—. Estaba por ahí corriendo como un loco y no se apartó a tiempo.

      —Traedlo aquí. No lo asustéis —ordenó la Anciana Dama—. Los niños de familias humildes están bien protegidos por sus padres y nunca han visto algo tan espectacular. Sería lamentable aterrorizarlo; sus padres nunca se sobrepondrían.

      Y volviéndose a Jia Zhen insistió en la orden:

      —Tráelo aquí con toda amabilidad.

      Zhen tuvo que traer el niño a rastras. Llevaba las tijeras en la mano y temblaba de pies a cabeza. Cayó de rodillas. La Anciana Dama hizo que Jia Zhen le ayudara a ponerse de pie.

      —No temas —le dijo—. ¿Qué edad tienes?

      Pero el terror había enmudecido al niño.

      —¡Pobrecillo! —exclamó ella.

      Y volviéndose a Zhen:

      —Llévatelo y dale unas monedas para que compre golosinas. Que nadie lo moleste.

      Asintiendo, Zhen se llevó al niño mientras la Anciana Dama se dirigía con su comitiva a visitar los diversos salones.

      Después de haberlos visto entrar por la tercera puerta, los pajes de fuera vieron salir a Jia Zhen y al niño. Recibieron orden de llevárselo, darle unos cientos de monedas y no maltratarlo. Inmediatamente varios criados se adelantaron para llevarse al niño.

      Todavía sobre las escaleras, Zhen preguntó:

      —¿Dónde está el mayordomo?

      Los pajes gritaron a coro:

      —¡Mayordomo!

      Enseguida llegó Lin Zhixiao corriendo con una gorra en la mano.

      —Aunque el lugar es grande —le dijo Jia Zhen—, ha venido más gente de la prevista. Mantén en este patio a los que necesites, y manda el resto al otro patio. Coloca a algunos muchachos en las dos puertas principales y en las laterales, listos para llevar recados y cumplir órdenes. Ya sabrás que hoy han venido todas las damas y que no debe permitirse la entrada de un solo extraño.

      —Sí, señor. Claro, señor. Muy bien, señor —iba respondiendo Lin Zhixiao a las sucesivas órdenes.

      —Ahora vete. ¡Espera! ¿Por qué no está aquí mi hijo Rong?

      No había terminado de hacer la pregunta cuando Jia Rong salió del campanario a toda velocidad abrochándose la ropa.

      —¡Mírenlo! —exclamó burlón Jia Zhen—. Mientras yo sudo la gota gorda él busca un sitio donde huir del calor.

      Y ordenó a los sirvientes que le escupieran. Obedeciendo, uno de los pajes le escupió a la cara.

      —Pregúntale cuál es el sentido de su conducta —ordenó Jia Zhen.

      Y el paje preguntó a Jia Rong:

      —¿Por qué si su honorable padre es capaz de soportar el calor usted busca un lugar donde estar a la sombra?

      Jia Rong, con los brazos en los costados, no se atrevió a decir palabra.

      Todo esto atemorizó a Jia Yun, Jia Ping y Jia Qin; y hasta Jia Huang, Jia Pian y Jia Qiong se quitaron las gorras y se deslizaron discretamente desde la sombra en la que se encontraban al pie del muro hasta donde el sol caía de plano.

      —¡¿Qué haces ahí parado?! —ladró Jia Zhen a su hijo—. ¡Corre a decirles a tu madre y a tu esposa que la Anciana Dama y todas las jóvenes damas están aquí! ¡Que vengan deprisa a atenderlas!

      Jia Rong salió pidiendo a gritos un caballo.

      «¿Por qué no lo pensó antes? —gruñía—. Ahora soy yo quien tiene que aguantar esto.»

      Luego le gritó a un paje:

      —¡¿Por qué no traes el caballo?! ¡¿Te han maniatado?!

      Habría enviado a un paje en su lugar, pero se lo impidió el temor a que luego fuera descubierto. En consecuencia, tuvo que cabalgar él mismo hasta la ciudad.

      Pero