Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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la quinta vigilia. Le pidió que le dijera que los eruditos no son supersticiosos en cuanto a los días favorables o nefastos, sino que actúan guiados por la razón. Todo ello le ha impedido despedirse personalmente.

       Shiyin no tuvo más que resignarse.

       Los días pasan rápido cuando no ocurren cosas notables. En un abrir y cerrar de ojos llegó la alegre fiesta de los Faroles y Zhen Shiyin encargó a su sirviente Huo Qi que llevara a su hija Yinglian a ver los fuegos artificiales y las linternas ornamentales. Hacia la medianoche Huo Qi dejó a la niña sobre los escalones de una casa mientras orinaba un poco más allá, y cuando volvió había desaparecido. La buscó toda la noche en vano, y al alba, desesperado e incapaz de presentarse ante el señor sin su hija, huyó a otro distrito.

       La ausencia de su hija alarmó a Shiyin y a su esposa. Mandaron a los sirvientes en su busca, pero todos volvieron sin noticias. Era la única hija de esta pareja de edad madura, y su pérdida los volvió locos. Lloraron día y noche y se sintieron tentados de acabar con sus vidas. Un mes más tarde Shiyin enfermó a causa del dolor, y tras él su esposa.

       Por si fuera poco, el decimoquinto día del tercer mes lunar se declaró un incendio en el templo de la Calabaza. En un descuido mientras disponía el ritual, el bonzo prendió un vaso de aceite; el fuego se extendió rápidamente a una ventana de papel, y, como la mayoría de los edificios vecinos tenían paredes de bambú, las llamas corrieron de casa en casa hasta que la calle entera ardió como un monte incendiado. Soldados y civiles intentaron aplacar el siniestro, pero el fuego escapaba a todo control. Duró toda una noche y destruyó no se sabe cuántas casas antes de consumirse. El hogar de los Zhen, contiguo al templo, quedó reducido a un montón de cenizas. Aunque unos pocos sirvientes tuvieron la fortuna de escapar con vida, al pobre Shiyin no le quedó sino patear el suelo y suspirar.

       Se fueron a vivir al campo, pero en años anteriores las cosechas se habían malogrado a causa de las inundaciones y la sequía, los bandidos bullían por la región apoderándose de los arrozales sin dar respiro a la población, y las expediciones punitivas de las tropas del gobierno no hacían sino empeorar las cosas. Ante la imposibilidad de vivir allí, Shiyin se vio obligado a vender su tierra y acudir con su esposa y dos sirvientas a ponerse bajo la protección de su suegro Feng Su.

       Feng Su, oriundo de Daruzhou, era un simple granjero, pero también un hombre rico al que agradó muy poco la lamentable llegada de su hija y su yerno. Por suerte, a Shiyin le quedaba un poco de dinero de la venta de sus tierras y pidió a Feng Su que lo invirtiera en alguna propiedad donde poder vivir en adelante. Sin embargo, su suegro lo engañó: invirtió sólo la mitad de lo recibido y le entregó unos campos exhaustos y una cabaña destartalada. Shiyin era un erudito que ignoraba todo acerca de los negocios y la agricultura; fue sobreviviendo durante un par de años mientras perdía paulatinamente todos sus bienes y Feng Su lo perseguía con sus reproches y, a sus espaldas, se quejaba ante toda la gente de su incompetencia, ociosidad y extravagancia.

       Al golpe sufrido por Shiyin el año anterior y a las penurias que siguieron, vino ahora a sumarse la amarga evidencia del error cometido al confiar en su suegro. Entrado ya en años, y tan cercano a la miseria y la enfermedad, empezó a verse con un pie en la tumba.

       Un día que se esforzaba por distraer sus tribulaciones paseando por las calles apoyado en su bastón, se le acercó de pronto un monje taoísta que andaba como un loco dando cojetadas, con sandalias de cuerda y cubierto de harapos. A gritos recitaba:

       Los hombres anhelan la inmortalidad,

       pero nunca olvidan los lujos y el rango.

       ¿Dónde andan ahora los grandes de antaño?

       Las hierbas silvestres recubren sus tumbas.

       Los hombres anhelan la inmortalidad,

       pero nunca olvidan la plata y el oro;

       se pasan la vida amasando dinero

       para que la muerte les selle los ojos.

       Los hombres anhelan la inmortalidad,

       pero no olvidan a las bellas esposas

       que juran amor eterno a sus maridos

       y se vuelven a casar en cuanto mueren.

       Los hombres anhelan la inmortalidad,

       pero traen hijos al mundo sin cesar;

       padres cariñosos veréis a montones,

       ¿quién ha visto que un hijo ame a su padre?

       Hacia el final del parlamento, Shiyin se acercó:

       —¿Qué es eso que recitaba a gritos? —preguntó—. Me dio la impresión de que trataba acerca de la vanidad de todas las cosas.

       —Algo entiendes si eso has comprendido —respondió el taoísta—. Has de saber que en este mundo todo lo bueno tiene su fin, y que acabar es bueno, pues todo lo bueno se acaba. Mi canción se llama Todas las cosas buenas se acaban.

       Con su natural inteligencia, Shiyin comprendió en el acto lo que le estaba diciendo. Sonriendo le contestó:

       —Espere un momento. ¿Puedo hacer una glosa sobre lo que acaba de decir?

       —Por supuesto —dijo el taoísta.

       Y entonces Shiyin recitó:

       Chozas humildes y salas vacías

       donde colgaron antaño blasones;

       hierbas marchitas, álamos resecos

       que vieron cantar, danzar a los hombres.

       Las telarañas recubren las vigas labradas,

       retorna la gasa verde a los ventanales rotos;

       frescos siguen y perfuman los afeites,

       ¿por qué en un segundo encanecen las sienes?

       Ayer mismo acogió unos huesos la arcilla amarilla

       y hoy rojas linternas alumbran el nido de los amantes;

       ayer hubo unos hombres cargados de plata

       que hoy son mendigos que todos desprecian.

       La muerte ajena les hace suspirar,

       pero ignoran que ya está llamando a su puerta.

       ¡Con qué celo a sus hijos educan!

       ¿Quién les asegura que bandidos no serán?

       Con un joven noble la hermosa quiere casarse,

       ¿quién supone que en el Barrio Rojo [27] ha de acabar?

       Un hombre se queja de su rango inferior

       y le ponen entonces un cepo en el cuello.

       Ayer apreció mucho su abrigo raído,

       y hoy se queja de que le queda larga su túnica morada. [28]

       Todo es lucha y tumulto en el escenario:

       apenas uno acaba su canción, hay otro cantando.

       Es locura incomparable confundir

       con él propio hogar los parajes extraños,

       y al final nuestro esfuerzo consiste

       en coser las ropas que otra gente lucirá.

       —¡Eso es! —exclamó satisfecho el taoísta excéntrico y cojo dándole una palmada en la espalda.

       —Vamos —añadió escuetamente Shiyin. Y colgando de su hombro la alforja del monje, sin pasar por su casa, echaron a andar.

       La noticia corrió por el vecindario y pronto llegó a la esposa de Shiyin, que se echó a llorar con desconsuelo. Tras consultar