Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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rel="nofollow" href="#u9434dc20-d0f8-5afe-8f55-6fa53a182a06"> [3] tuvo acceso el mismo día de su presentación. La concubina imperial sería autorizada a visitar a sus padres durante la fiesta de los Faroles, el día quince del primer mes del año siguiente [4] . La noticia causó tal conmoción en toda la casa que las tareas diurnas y nocturnas casi les impidieron celebrar el Año Nuevo.

      La fiesta de los Faroles ya estaba a la vuelta de la esquina. El día ocho del primer mes del año llegaron de palacio unos eunucos para realizar una inspección general del jardín y de los aposentos donde se mudaría de ropa la concubina imperial, se sentaría con su familia, recibiría su homenaje, atendería a sus parientes y se retiraría a reposar. Los eunucos encargados de la seguridad apostaron a otros más jóvenes como guardias frente a las entradas de biombos y cortinas que conducían a los cuartos privados. Los miembros de la servidumbre de la casa recibieron instrucciones detalladas acerca de dónde retirarse, dónde hincarse de rodillas, servir la comida o traer recados: todos los requisitos del protocolo debían ser observados con exactitud. Los funcionarios de la Junta de Obras y el jefe de la guardia metropolitana hicieron barrer las calles y las despejaron de vagabundos. Jia She supervisó el trabajo de los artesanos que hacían lámparas ornamentales y preparaban los fuegos artificiales. El día catorce todo estuvo listo, pero aquella noche nadie, humilde o encumbrado, pudo conciliar el sueño.

      Al día siguiente, antes del alba, todos los que tenían rango oficial, de la Anciana Dama para abajo, se enfundaron el traje ceremonial completo. Por todo el jardín se veían colgaduras y biombos brillantemente bordados con dragones danzantes y fénix voladores; el oro y la plata relumbraban, trémulas vibraban las perlas y piedras preciosas; un incienso de lirio ardía en los trípodes de bronce, y los jarrones rebosaban de flores frescas. Ni una tos interrumpía el solemne silencio.

      Jia She y el resto de hombres esperaron fuera, en la entrada de la calle oeste, y la Anciana Dama y las mujeres hicieron lo propio frente al portón principal delantero. Los extremos de la calle y los pasajes que conducían al portón principal habían sido cegados con biombos.

      Ya empezaba a fatigarles la espera cuando llegó un eunuco cabalgando sobre un enorme caballo. La Anciana Dama le hizo pasar y le pidió noticias.

      —Todavía tardará un buen rato —informó el eunuco—. Su Alteza almorzará a la una; a las dos y media rezará ante el buda del palacio del Espíritu Precioso; a las cinco acudirá al banquete del palacio del Gran Esplendor y presenciará la exhibición de faroles antes de solicitar el permiso del emperador para venir. Le será difícil salir antes de las siete.

      Ante la perspectiva, Xifeng sugirió a la Anciana Dama y a la dama Wang que entraran a descansar y volvieran más tarde.

      La anciana y las demás se retiraron mientras Xifeng, que había quedado encargada de todo, ordenaba a los mayordomos que condujeran a los eunucos donde pudieran tomar un refrigerio. Luego hizo traer velas para los faroles. Cuando estuvieron encendidos se escuchó en la calle un estrépito de cascos, y al momento vieron aparecer jadeando a diez o más eunucos que iban batiendo palmas mientras corrían. Al observar aquella señal, los otros eunucos exclamaron:

      —¡Llega Su Alteza!

      Todos ocuparon inmediatamente sus puestos: Jia She y los jóvenes de la familia, en la entrada de la calle oeste; la Anciana Dama con las mujeres frente al portón principal, todos en silencio durante un largo rato.

      Entonces, parsimoniosamente, se acercaron hasta la entrada de la calle oeste dos eunucos uniformados de escarlata. Desmontaron de los caballos, los situaron detrás de los biombos y, dirigiendo sus rostros hacia el este, aguardaron impávidos. Un momento después aparecieron otros dos, luego otros y otros, hasta que hubo diez pares de eunucos alineados. En la lejanía empezó a oírse una música suave.

      Se aproximaba un largo cortejo. Varios pares de eunucos portaban banderolas con dragones; otros, abanicos de fénix, plumas de faisán o insignias ceremoniales, así como turíbulos de oro en donde ardía el incienso imperial. Después hizo su aparición una sombrilla amarilla [5] de mango curvo sobre la que iban bordados siete fénix; a su sombra avanzaban un tocado, una manta, una faja y unas chinelas. Luego venían más eunucos portando un rosario, pañuelos bordados, una palangana, espantamoscas y otros utensilios similares.

      Por fin, lentamente porteado por ocho eunucos, avanzó un palanquín con palio de oro y figuras de fénix bordadas.

      Todos los reunidos, incluida la Anciana Dama, cayeron de rodillas junto al camino. Los eunucos se apresuraron a levantar a la anciana y a las damas Xing y Wang.

      El palanquín cruzó el portón principal y llegó hasta la entrada del patio oriental, donde un eunuco provisto de un espantamoscas se arrodilló e invitó a la concubina imperial a apearse y cambiarse de ropa. Luego el palanquín fue llevado adentro y los eunucos se retiraron. Yuanchun se apeó, ayudada por sus damas de compañía.

      Observó que los patios estaban iluminadísimos con faroles ornamentales de todo tipo, exquisitamente confeccionados con las más finas gasas. El más alto, un farol rectangular, lucía la inscripción: «Grávida de Favor, Cálida de Amabilidad».

      Yuanchun entró en uno de los cuartos y se cambió de ropa; luego volvió a subir al palanquín y la llevaron hasta el jardín. El perfumado humo del incienso adensaba el aire, las flores estaban espléndidas, fulguraba una miríada de faroles y se escuchaban suaves acordes musicales. Faltan palabras para describir aquella escena de serena magnificencia y noble refinamiento.

      Llegados a este punto, amables lectores, recuerdo la desolación del pie del Pico de la Cresta Azul, en la Montaña de la Inmensa Soledad, y no puedo sino agradecer al bonzo tiñoso y al taoísta cojo que me hayan traído a este lugar. ¿Pues de qué otro modo habría tenido acceso a semejante visión? Incluso estuve tentado de rendirle homenaje a la familia escribiendo un poema o un panegírico para un farol, pero me contuve, temeroso de caer en la vulgaridad de otros libros. Por otra parte, una oda o un panegírico habrían hecho escasa justicia al encanto de la escena. Además, no escribiéndolos dejo a mis dignos lectores libertad para que imaginen por sí mismos tanto esplendor. Más me vale, en definitiva, ahorrar tiempo y papel, dejar ya esta digresión y retornar a nuestra historia.

      Al contemplar desde su palanquín el deslumbrante espectáculo de dentro y fuera del jardín, la concubina imperial suspiró y dijo:

      —¡Esto es excesivamente suntuoso!

      Un eunuco que llevaba un espantamoscas se le acercó y le rogó que subiera a una barca. Al apearse del palanquín vio un límpido riachuelo cuyos meandros le daban un aire de dragón nadando. Faroles de cristal o vidrio con mil formas proyectaban una luz plateada, clara como la nieve, desde las balaustradas de mármol de las orillas. En lo alto, las ramas invernales de los sauces y los albaricoqueros estaban festoneadas con flores y hojas artificiales hechas de seda y papel de arroz, y de cada árbol colgaban nuevos faroles. Igualmente adorables eran las flores de loto, las lentejas de agua y las aves acuáticas confeccionadas con plumas y conchas que flotaban sobre el lago. A la orilla del lago y en sus profundidades, los faroles parecían competir en la entrega de su luz. ¡Era en verdad un mundo de cristal y piedras preciosas! También las barcas eran espléndidas, con sus faroles, sus exóticos jardines en miniatura, sus antepuertas de perlas, sus cortinas bordadas, sus timones de cañafístula y sus remos de madera aromática. No necesitamos describirlos con mayor detalle.

      Entretanto, habían llegado a un embarcadero de mármol. La inscripción del farol que lo coronaba decía así: «Playa de Hierbas y Puerto Florido».

      En relación a este nombre, dignos lectores, y a otros como «Donde se Posa el Fénix», recordarán que ya los vimos en el capítulo anterior cuando Jia Zheng puso a prueba el talento literario de Baoyu. Quizá se extrañen de encontrarlos ahora figurando ya como inscripciones. Después de todo, los Jia eran una familia instruida cuyos amigos y protegidos eran gente dotada; más aún, no les hubiera sido difícil encontrar autores de renombre que compusieran las inscripciones. Entonces, ¿por qué acudir a frases pergeñadas