Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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—dijo Jia Zhen echando a andar a la cabeza del grupo.

      Agarrándose a enredaderas y mientras ascendían, los demás lo siguieron. Con la altura fueron divisando flores muertas sobre la corriente, ahora más cristalina que nunca, que se precipitaba por un sinuoso curso flanqueado por sauces llorones y albaricoqueros ocultando el sol. En el aire no había ni una partícula de polvo. Entonces divisaron un puente arqueado de madera con barandillas rojas, tendido bajo la sombra de los sauces. Lo cruzaron, y al otro lado se encontraron ante varios senderos. Pero su atención quedó fijada en un airoso recinto de ladrillos pulidos y tejas impecables que, con su muro ornamental, ocupaba una de las laderas pequeñas de la colina principal.

      —Esa edificación se ve aquí muy fuera de lugar —comentó Jia Zheng.

      Pero al cruzar el umbral tropezó con unas rocas trabajadas por los elementos, altas y de todas las formas imaginables, que ocultaban la construcción que había visto un momento antes. En lugar de árboles y flores se encontró ahora con una profusión de extrañas plantas trepadoras y rastreras que atigraban las montañas artificiales, crecían entre las rocas, colgaban de los aleros, abrazaban las columnas y alfombraban los escalones. Algunas parecían flotar como cinturones verdes o bandas doradas; otras estaban cargadas de bayas rojas como el cinabrio, o de flores como el osmanto dorado, cuyo aroma penetrante nada tenía que ver con el de las flores ordinarias.

      —¡Encantador! —exclamó Jia Zheng—. ¿Qué plantas son éstas?

      —Higueras trepadoras y glicinias —le informó alguien.

      —¿Y es suya esta extraña fragancia?

      —No, no es suya —intervino Baoyu—. En este lugar hay higueras trepadoras y glicinias, ciertamente, pero el aroma procede de las serpentarias. Me parece que aquello es una cineraria, y aquello es malva y regaliz. Esa planta carmín es una ruda, y aquella verde una angélica. Muchas de estas plantas raras aparecen en el «Lisao» y en el Wen Xuan [9] . Son plantas con nombres como Huona Jiangqian, Lunzu Zijiang, Shifan, Shuisong y Fuliu, Lüyi, Danjiao, Miwu, Fenglian… Pero después de tantos siglos los estudiosos no pueden identificarlas, ya que tienen otros nombres…

      —¿Quién ha pedido tu opinión? —atajó su padre.

      Baoyu retrocedió nervioso y no dijo una palabra más.

      A ambos lados del patio había senderos techados a través de uno de los cuales condujo Jia Zheng al grupo hasta una fresca galería dividida en cinco secciones, con terrazas igualmente techadas en los cuatro costados, ventanas pintadas de verde y paredes decoradas con mayor elegancia que todo lo que habían visto hasta ese momento.

      —Aquí se podría beber té y tocar la cítara sin necesidad de quemar inciensos exóticos —dijo Jia Zheng con un suspiro—. Éste es un lugar inesperado. Necesitaremos una inscripción que le haga justicia, caballeros.

      —¿Viento en las Orquídeas y Rocío sobre las Angélicas? —se aventuró uno.

      —Supongo que no tenemos otra alternativa. ¿Y el pareado?

      —Tengo uno —intervino otro—. Pero los demás deben corregirlo.

      Y recitó:

      Al atardecer, la fragancia de las orquídeas envuelve el patio.

      A la luz de la luna, el aroma de los lirios flota sobre la isla.

      —Muy bien —opinaron los demás—. Lo único que parece inapropiado es el atardecer.

      El autor, en defensa de su atardecer, citó un antiguo poema que contenía el verso «Lloran en el crepúsculo los lirios del patio».

      —Demasiado triste, demasiado triste.

      Otro intervino:

      —Señores, someto este otro pareado a su consideración.

      Y recitó:

      La brisa lleva por los tres senderos [10] la fragancia de las angélicas.

      La luna ilumina en todo el patio el dorado de las orquídeas.

      Dándose tironcitos de la barba, meditabundo, Jia Zheng parecía estar a punto de proponer él mismo un pareado cuando, al levantar la vista, vio a Baoyu, que ya no se atrevía a decir una palabra.

      —¿Y? —le dijo con dureza—. Cuando te toca hablar, permaneces callado. ¿Acaso esperas que imploremos tus enseñanzas?

      —Aquí no hay orquídeas ni luna, ni tampoco islas —contestó Baoyu—. Si lo que buscamos son pareados de ese tipo podríamos componer más de doscientos sin problema.

      —¿Y quién te obliga a utilizar esas palabras?

      —Pues entonces sugiero Puro Aroma de las Alpinias. Y el pareado:

      La musa sigue siendo poderosa después de haber escrito bellos versos.

      Perfumados serán los sueños si se duermen profundamente bajo los emparrados.

      Jia Zheng se echó a reír.

      —Eso lo has copiado del verso «Las letras siguen siendo verdes después de haber descrito las hojas del plátano». Es un plagio.

      —Plagiar no es malo, siempre que se haga bien —replicaron los demás—. Hasta Li Bai plagió «El pabellón de la Grulla Amarilla» [11] para componer su «Torre del Fénix». Considerando cuidadosamente el pareado propuesto por su hijo, señor, descubrirá en él más vivacidad y poesía que en el original. Incluso parece que el otro pareado fuera un plagio del compuesto por el joven señor.

      —¡Pamplinas! —dijo Jia Zheng sin poder evitar una sonrisa.

      Dicho lo cual continuaron el paseo hasta llegar a unos altos pabellones rodeados por magníficos edificios conectados entre sí por serpenteantes pasajes. Verdes pinos rozaban los aleros, balaustradas blancas flanqueaban las escalinatas, las figuras de animales relumbraban como el oro y las cabezas de dragones fulguraban con mil colores.

      —Éste debe ser el enclave principal —comentó Jia Zheng—. Su único defecto es el exceso de lujo.

      —Eso es inevitable —razonó la compañía—. Aunque a Su Alteza le complace la frugalidad, este esplendor es el que corresponde a su elevado rango actual.

      Ya estaban bajo un arco de mármol finamente tallado con dragones rampantes y serpientes enroscadas.

      —¿Qué inscribiremos aquí? —preguntó Jia Zheng.

      —¿Paraíso de Penglai [12] ?

      Jia Zheng sacudió la cabeza sin contestar.

      Baoyu, por su parte, se sentía extrañamente conmovido ante la visión de aquel paraje, como si ya lo hubiera visto antes. Cuando le fue reclamada una inscripción para el lugar, la desazón le impidió abandonar sus pensamientos. Ignorantes del estado de ánimo del muchacho, los demás supusieron que su ingenio se agotaba y que se encontraba fatigado por el largo paseo, y temerosos de que una excesiva presión tuviera consecuencias desastrosas pidieron a su padre que le concediera un día de plazo.

      Jia Zheng, consciente de que la tardanza del muchacho podía tener preocupada a su abuela, le dijo con una sonrisa irónica:

      —¡Así que también a ti te faltan a veces las palabras, bribón! Pues bien, te concedo hasta mañana. Pero cuídate como no hayas encontrado para entonces una inscripción. Éste es el lugar más importante del jardín, de modo que esmérate.

      Continuaron con la ronda de inspección, y un poco más allá apareció un sirviente anunciando la llegada de un recado de Yucun.

      —No tenemos tiempo