Eric Landowski

Presencias del otro


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las religiones o de las costumbres —de las culturas—, no produce necesariamente sentido, ni menos el mismo sentido, para todos. ¿Cómo vivir entonces la presencia de esa extrañeza que se alza ante nosotros, al lado de nosotros, o tal vez en nosotros mismos? (Capítulo I). Y en contraparte, ¿a qué tipos de prácticas identitarias puede recurrir el otro —aquel que el grupo de referencia define como tal— para dar sentido a su propia “alteridad” y, a partir de ahí, organizar su presencia “entre nosotros”? (Capítulo II). A menos que, una vez más, todas esas relaciones se inviertan, como sucede cuando, con motivo de un viaje, la experiencia de la relación con el Otro adopta la forma del encuentro repentino con lo lejano y lo diverso: ¿cómo, entonces, estar allí, y cómo seguir siendo allí “sí-mismo”, aunque solo sea de paso? (Capítulo III).

      Pero el Otro no es solamente el desemejante —el extraño, el marginal, el excluido— cuya presencia (¿por definición?) se considera más o menos fastidiosa. Es también el término faltante. El complementario indispensable e inaccesible, aquel, imaginario o real, cuya evocación crea en nosotros el sentimiento de algo inacabado o el impulso de un deseo, porque su no-presencia actual nos mantiene en suspenso y como incompletos, en espera de nosotros-mismos. ¿Cómo, en ese caso, hacérsele presente? ¿Cómo sustituir, uniéndose al otro, el vacío abierto con su ausencia por la plenitud de una inmediata y total presencia a sí?

      A las estrategias identitarias de orden social consideradas anteriormente se superpone ahora una nueva dimensión de la búsqueda de sí, que toca más de cerca la intimidad del sujeto. Esta vez, en lugar de mirar al otro desde fuera, colocándose ante él en una relación de frente a frente —identidad contra identidad—, el sujeto se descubre al contrario a sí mismo, a condición de hacerse interiormente presente al otro, o al menos, de esforzarse en hacerlo. Un devenir, un querer ser —ser conforme con el otro— sustituye a la certeza adquirida, estática y solipsista de ser sí-mismo.

      Tres tipos de prácticas nos servirán aquí de ejemplos. Las prácticas de la moda, en primer lugar, donde vemos al sujeto hacerse presente a sí-mismo por su adhesión a un “tempo” exterior, que él hace suyo (Capítulo IV); luego, ciertas prácticas de lectura de la imagen (publicitaria en este caso), donde la relación con el Otro adopta la forma de la relación imaginaria a un puro simulacro, y donde el horizonte de la presencia se confunde con el de una satisfacción constantemente acariciada pero jamás alcanzada (Capítulo V); finalmente, una cierta práctica de la escritura, que confina con lo poético y que apunta, por el acto mismo de creación de formas significantes, a eso que podríamos llamar la presentificación en estado puro (Capítulo VI). Presencia del otro y presencia ante sí-mismo se confunden entonces con el advenimiento del sentido, jamás adquirido de antemano.

      Existe, sin embargo, otro modo de presencia ante nosotros mismos por intermedio de la relación con el Otro, que tratamos de circunscribir en la última parte, centrada en el juego de la representación política. El sujeto de referencia es ahora el Nosotros, actualizado en el cuerpo social en cuanto tal, frente al cual la figura del Otro se encarna típicamente en la forma del pronombre Él, en plural por lo general, que en el discurso de la cotidianidad designa comúnmente el lugar del poder: “Ellos han decidido que...”; “Ellos vuelven a...”; “Ellos nos toman por...”. ¿En qué medida la sociedad política se ha reconocido verdaderamente alguna vez en esa tercera persona, figura del gran Otro que nos gobierna? Y hoy en día, ¿qué tipo de arreglo, capaz de conciliar distancia y adhesión, sería susceptible de dar sentido al espectáculo que nos ofrecen esos que pretenden “representarnos”?

      A pesar del escepticismo de rigor ante tales preguntas, el juego político —como la vida pública en su conjunto— no deja de inducir determinados efectos de presencia que dependen de las modalidades de su puesta en escena. Lo que está en juego en ese plano es eso que podríamos llamar la modalidad teatral de la presencia. Entre lo impersonal del estereotipo y la personalización mediática de algunas figuras conocidas (¿y amadas?) de la mayor parte de la gente, ¿cuál es el lugar y cuál el estatuto —el régimen de presencia— de los políticos y de la política en nuestro imaginario? En esa óptica, comparamos entre sí algunos dispositivos escenográficos, encargados si no de conducirnos a reconocernos en lo que se representa ante nosotros en la escena del poder, de garantizar por lo menos un mínimo de presencia de nuestra parte frente a ese espectáculo (Capítulo VII).

      ¿Y la semiótica a todo esto? Siempre la misma, dirán aquellos que no quieren ver detrás de esa etiqueta más que una figura entre otras (más invasoras sin duda) del Otro. Pues es propio del Otro no cambiar jamás (eso forma parte de su estatuto mismo en el discurso ordinario del “yo”). Pero ¿para los otros, los simpatizantes y los íntimos? Bien pudiera suceder que, a la inversa, los más ortodoxos apenas puedan encontrar en este libro su disciplina: “no muy presente”, dirán algunos, o tal vez, “ya no es en absoluto la misma”.

      De hecho, la semiótica no es para nosotros una doctrina sino una práctica, y aquí tratamos de practicarla: de hablarla (el aprendizaje de segundas lenguas está en boga) más que de hablar de ella. Y como todos los demás lenguajes, no solamente está por naturaleza en permanente devenir, sino que, sobre todo, debe permitir hablar de cosas distintas de ella misma: de los textos-objeto por supuesto, y de su contexto evidentemente, pero también de las prácticas reales en las que nos hallamos diariamente comprometidos. Por ejemplo, de esa práctica semiótica en situación que consiste precisamente en la producción de la presencia del Otro, en cuanto que hace sentido.

      De nuevo el señor Jourdain: ¡Hay que hacer tal vez (un poco) de semiótica para vivir, pero, en todo caso, no vivir para hacer semiótica! O si se prefiere —otra autoridad en la materia— Roland Barthes, quien a la “lingüística tradicional” oponía una filología activa.2 Como puede adivinarse, nos gustaría que “nuestra” semiótica se enrumbara en esa dirección. En todo caso, más que pretender decir el sentido (tarea imposible), trataremos aquí de rastrear las condiciones de su presencia en una serie de contextos intersubjetivos, por tanto interactivos, precisos. Como en cualquier otra parte, el sentido no está dado ahí. Ya se sabe que siempre tiene que ser construido. Mejor dicho, conquistado: ¿a qué figuras, a qué dispositivos, a qué lenguajes tenemos que recurrir para que, por la mediación del Otro, un poco de sentido, de cuando en cuando, nos haga instantáneamente presentes a nosotros-mismos?

      PRIMERA PARTE

      IDENTIFICACIONES

      Capítulo I

      Búsqueda de identidad, crisis de alteridad

      

      1. SENTIDO Y DIFERENCIA

      En la lengua, lo sabemos a partir de Saussure, solo se pueden identificar unidades, en el plano fonológico o semántico, a través de las diferencias que las interdefinen: fonemas y semas son únicamente los resultados de relaciones subyacentes que forman sistema, y no los términos primeros, definibles en sí mismos, sustancialmente. Del mismo modo, el principio de la primacía epistemológica de la relación sobre los términos está en la base de la problemática semiótica, tanto en cuanto proyecto de construcción de una teoría general de la significación como en cuanto método de análisis de los discursos y de las prácticas significantes. Pues para que el mundo produzca sentido y sea analizable en cuanto tal, es preciso que se nos muestre como un universo articulado, como un sistema de relaciones, en el que, por ejemplo, el “día” es distinto de la “noche”, la “vida” se opone a la “muerte”, la “cultura” se desmarca de la “naturaleza”, “aquí” contrasta con “en otra parte”, etcétera. Aunque la manera en que esos elementos difieren entre sí varía de un caso a otro, es siempre el reconocimiento de una diferencia, de cualquier orden que sea, lo que se impone en primer lugar en todos los casos. Únicamente ella permite constituir, en unidades discretas y significantes,