a no poder definirse más que por diferencia, el sujeto necesita de un él —de los “otros”— para llegar a la existencia semiótica. En efecto, lo que da forma a mi propia identidad no es solamente la manera como, reflexivamente, yo me defino (o trato de definirme) en relación con la imagen que otro me envía de mí mismo, sino también el modo como, transitivamente, yo objetivo la alteridad del otro, asignando un contenido específico a la diferencia que me separa de él. Y así, ya se la considere en el plano de la vivecia individual o —como será aquí el caso— en el de la conciencia colectiva, la emergencia del sentimiento de “identidad” pasa necesariamente por el relevo de una “alteridad” que hay que construir.
Pero todo indica que ese Otro que presupone la autoidentificación de Sí-mismo está hoy en día, socialmente hablando, cambiando de estatuto. No hace mucho, al Otro lo sentíamos aún lejano; ahora campea entre nosotros. Ya no basta con comprender, o con mitificar la cultura —el exotismo— del Otro, figurado a distancia con los rasgos del “extranjero”; es preciso ahora vivir, en la inmediatez de lo cotidiano, la coexistencia de los modos de vida venidos de otras partes, y cada vez más heteróclitos. Los “salvajes” de antaño se han transformado en “inmigrantes”, McDonald’s ha venido a instalarse en la esquina de la calle, y Walt Disney remodela hasta en Europa el arte de vivir en el campo. En ese contexto, se desarrolla ahora, aquí y allá, un discurso social de la conquista o de la reconquista de una identidad “amenazada”, y resucitan prácticas de enfrentamiento sociocultural con carácter a veces dramático, como si se tratara de conducir una vez más lo desemejante, lo extranjero —lo “meteco”—, así como lo “marginal”, lo “excluido”, lo “desviante”, etcétera, a una posición de pura exterioridad. A una de las cuestiones más ambiciosas que nos ha planteado este fin de siglo en el plano político —el reconocimiento o la formación eventual de una “identidad europea común”— se superpone esta otra, menos cargada de ideal pero dictada por la urgencia: ¿qué lugar será capaz de otorgar, dentro de sí misma, cada una de las sociedades nacionales afectadas por ese vasto proyecto de unidad político-cultural, a lo que parece convertirse en su maldición: al Otro, cualquiera que sea el modo de encarnación crítica que adopte localmente?
Ante ese tipo de problemas, no tenemos la pretensión de emprender un análisis empírico detallado de toda la variedad de discursos y de prácticas identitarias que suscita por reacción esa crisis de alteridad, de la que somos testigos. Apoyándonos en la observación del caso francés, nuestro objetivo consistirá más bien en construir un modelo de carácter general que permita situar, unas con relación a otras, diferentes formas de articulación posibles de la relación entre el “Nosotros” y su “Otro”. La cuestión puede ser abordada desde dos perspectivas complementarias: ¿cuáles son, en primer lugar, los tipos de configuraciones intelectuales y afectivas que sustentan la diversidad de los modos de tratamiento de lo desemejante, sobre cuya base, dentro de un espacio social dado, un sujeto colectivo determinado puede organizar la construcción, la defensa o la renovación de su identidad en cuanto un “Nosotros” de referencia? ¿Cuáles son, luego, para el Otro, es decir, para aquellos a los que el grupo de referencia se empeña en aplicarles la etiqueta de “diferentes”, las opciones posibles en cuanto a los modos de gestión del Sí-mismo —a los “estilos de vida”— concebibles en vista de la asunción o de la transformación de su propia identidad cultural?
En el presente capítulo trataremos de explorar los caminos que utiliza el “Nosotros” para construir su mundo en torno a sí mismo. En el siguiente capítulo, al contrario, invertiremos la perspectiva, procurando adoptar el punto de vista del “Otro”.
2. ASIMILACIÓN VERSUS EXCLUSIÓN
2.1 “Como todo el mundo”
Cualquiera que haya residido en Francia y se haya sumergido en el ajetreo cotidiano local (sobre todo en París), conoce el sentido de esa conminación inevitable, aunque algo inesperada en un país que se distingue —según se dice— por la delicadeza de vivir: “¿… No podría usted hacer como todo el mundo?”. Formulada en toda suerte de circunstancias al ignorante o al aturdido que no llega a entender lo que exigen el lugar y el momento, esa injunción tiene el valor de una llamada de atención que revela los fundamentos “filosóficos” (en el sentido balzaciano del término) de la confianza propia de los autóctonos —cajeros de banco, empleadas de correos, revisores de trenes, agentes de policía, y muchos otros más— que, directamente colocados en contacto con el público, recurren a ella con predilección. Porque, para asumir la triunfante vulgaridad de semejante apóstrofe y para usarla con la autoridad requerida, hay que ser o, en todo caso, tomarse por “todo el mundo”: el empleo de la fórmula solo es posible a condición de asociar sin bromear —y, aparentemente, las vocaciones burocráticas predisponen a eso— un valor universal a los usos locales, a las maneras de vivir, de actuar y de reaccionar, de sentir y de pensar que son “las nuestras”.
Tenemos aquí, en su forma banalizada y hasta anodina, el principio de lo que se convierte en una política propiamente dicha —lo más cruelmente generosa que pueda ser—, cuando el Estado, a su turno, comienza a legislar sobre las mismas bases, proporcionando así su garantía y un apoyo institucional a los llamados proyectos de asimilación. Invitación y advertencia al mismo tiempo, el discurso que en tales casos las autoridades administrativas, por afán de claridad, deberían dirigir oficialmente a los candidatos para entrar e instalarse en el territorio nacional sería más o menos el siguiente: “Bienvenidos todos, de donde quiera que vengan, a condición de que todos, por lejano que sea su país de origen, hagan rápidamente el esfuerzo necesario para llegar a ser como nosotros”. Suponiendo que la ayuda material y moral aportada para ese fin por los servicios sociales a los inmigrantes no sea suficiente para permitirles llevar a buen término semejante metamorfosis desde la primera generación, es de esperar que al menos el sistema escolar logrará hacer de sus hijos “verdaderos niños franceses” en lo referente a la lengua, a las costumbres y a las creencias. De hecho, si los valores morales, sociales, estéticos y otros que la nación ha forjado luchando durante siglos por más humanismo, refinamiento y democracia tienen por definición (con ayuda del etnocentrismo) un alcance universal, ¿cómo concebir que aquellos que acogemos hoy de todos los confines del mundo puedan dudar en adoptarlos? ¿Cómo admitir que sigan apegados a particularismos tan raros como retrógrados, debido simplemente a sus orígenes? Es conocida la exhortación que el marqués de Sade dirigía a sus conciudadanos en vías de emancipación: “¡Franceses, un esfuerzo más si quieren ser republicanos!”. Hoy día, para extender a todos los beneficios del espíritu de las Luces, habría que decir más bien: “¡Ciudadanos del mundo entero, un esfuerzo más si quieren ser franceses!”.
No es necesario caricaturizar para poner de manifiesto la ambigüedad de las actitudes que, en el marco de ese tipo de discursos y de prácticas, determinan la suerte reservada al otro, al extraño, al diferente. El grupo dominante, como buen asimilador, no rechaza a nadie; se siente, por el contrario, generoso, acogedor, abierto al exterior. Pero al mismo tiempo, cualquier diferencia de comportamiento algo marcada, por la cual el extranjero traiciona su origen, constituye para él una extravagancia carente de sentido. En actitud opuesta a la del antropólogo, cuyo comportamiento parte del postulado de que las conductas de los grupos humanos, cualesquiera que sean —incluidos los más “salvajes”— tienen un sentido, es decir, que obedecen a una lógica propia que es posible descubrir y comprender, el señor “Todo-el-mundo”, por su parte, da por sentada la irracionalidad (si no la perversidad intrínseca) de aquellos que piensan y actúan en función de visiones del mundo diferentes a la suya. A lo sumo, atribuirá tal vez a ciertas extravagancias del extranjero un valor estético particular, ligado a los efectos de desorientación que ejercen en razón precisamente de su extrañeza: administrado en dosis moderadas, el exotismo puede efectivamente tener su encanto.1
Pero entre los elementos —las maneras de ser y los modos de hacer— que, considerados in situ, en el terreno mismo del extranjero, pueden agradar en la medida en que crean “color local”, raros son aquellos que toleran la exportación; una vez trasplantados fuera de su contexto, crean simplemente “desorden”,