Eric Landowski

Presencias del otro


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esa no es evidentemente la única manera posible de articular entre sí las categorías de la identidad y de la diferencia, de una parte, y de otra, las de “adentro” y “afuera”. Cualquiera que sea el tipo de unidad a la que se aplique, la noción de identidad no se superpone necesariamente a una concepción simple y unívoca de la interioridad de la unidad considerada. Y recíprocamente, para la misma unidad, el espacio de su alteridad no comienza forzosamente al otro lado de la frontera que viene a delimitarla. En efecto, ¿en nombre de qué se excluiría a priori la posibilidad de hallar al exterior del Sí-mismo (o del Nosotros), es decir, junto al Otro, una parte de sí-mismo, una réplica, o tal vez otro rostro, insospechado, de su propia identidad? ¿Y sobre qué base descartar de entrada la posibilidad, inversa y complementaria, de discernir algún rasgo de la figura misma del Otro dentro del Sí-mismo? Por supuesto, ni una ni otra de tales eventualidades —reconocerse en el Otro o descubrirse a sí mismo como Otro— entraba en las perspectivas descritas anteriormente. Era eso lo que determinaba la estrechez y la rigidez de sus límites, por oposición a las problemáticas más ricas y más complejas que vamos a examinar más adelante. Pero antes haremos un rodeo en un plano más teórico.

      3.1 La producción de la diferencia

      Existe, en efecto, en la base del conjunto de los comportamientos examinados hasta el momento, una contradicción, al menos aparente. El problema es esquemáticamente el siguiente: en el marco de las dos configuraciones ya analizadas, y cualquiera que sea la estrategia adoptada —asimilación, exclusión, o dosificación de las dos juntas— lo que el grupo dominante se proponía como objetivo era siempre, como lo hemos subrayado, mantener cierto equilibrio interno, preservar intacta la homogeneidad, real o supuesta, de su “sustancia”, ya sea que se la tome por el lado socioeconómico, en términos de niveles y de modos de vida, o desde el punto de vista de los “hábitos”, principalmente lingüísticos, religiosos, jurídicos y políticos, o incluso, más crudamente, en términos de “pureza” étnica. A ojos del grupo asimilador, como del que practica la exclusión, se trata ni más ni menos de su propia identidad: de tolerar demasiada heterogeneidad en su seno, en cualquiera de esos planos, terminaría muy pronto, según ellos, por no reconocerse a sí mismo. Ahora bien —y es ahí donde surge la paradoja—, dicha heterogeneidad actual o potencial, a la que el grupo se opone con todas sus fuerzas, es creada al mismo tiempo, en diversos aspectos, por el grupo mismo; y eso en dos niveles y de dos maneras diferentes, que acumulan sus efectos: primero en la superficie, produciendo socialmente disparidades de todo tipo, y en un nivel más profundo, construyendo sin cesar, semióticamente, la diferencia.

      Ante todo, el grupo de referencia parece que no se da cuenta —o más exactamente, tal vez no quiere ver (a pesar de las advertencias de los sociólogos)— que es él mismo el que, a cada instante, por su propio modo de funcionamiento social y económico, político, jurídico, educativo o “cultural”, produce las distancias y las desigualdades entre grupos sociales, sociales y no simplemente “étnicos” (lo que, por lo demás, no desvirtuaría totalmente la paradoja).5 De hecho, si existe heterogeneidad no es solo el resultado de lo que viene de “fuera” sino también de lo que ocurre “dentro”. Por consiguiente, el cuerpo social debería buscar primero en su propio seno antes que entre los vecinos o en las comunidades que de ellos provienen, a qué se debe la multiplicación de esos casos “problemáticos” que le resultan tan difíciles de insertar en las pautas del sistema, y que le obligan a inventar permanentemente nuevos medios de prevención, de rectificación, de inserción, de integración y de asistencia —en una palabra, de asimilación—, por no poder (prácticamente y “humanamente”) aplicarles la política del rechazo —de exclusión— de la que algunos son partidarios. Pero aún hay más. Porque no bastaría con poner remedio a ese mal interno, casi mecánico, de producción de disparidades entre grupos para suprimir el problema mismo del “Otro”, que es el que pone en crisis socialmente, políticamente y moralmente la relación identidad/alteridad en cuanto tal. Hay que colocarse en un plano diferente para poder formularlo.

      Lo que separa al grupo de referencia de los grupos que define como extranjeros con relación a sí mismo, como “otros” o como desviantes, no es nunca, en efecto, “simplemente” ni una diferencia de sustancia producida por disfuncionamientos sociales, ni siquiera alguna heterogeneidad preestablecida en naturaleza, que, imponiéndose como datos de hecho, bastarían para demarcar las fronteras entre identidades distintas. En realidad, las diferencias pertinentes, aquellas en cuya base cristalizan los sentimientos identitarios, jamás están enteramente trazadas de antemano: ellas solo existen en la medida en que los sujetos las construyen y en la forma que ellos les dan. Antes de eso, entre las identidades en formación, solo existen puras diferencias posicionales, casi indeterminadas en cuanto a los contenidos de las unidades que oponen. Ciertamente, el estatuto de semejante vacío semántico es esencialmente de orden teórico. Postular su existencia nos permite sobre todo designar el lugar original, de carácter virtual, en el que se articula el principio mismo de toda diferencia particular, quedando entendido que la pura diferencia posicional, difícilmente manipulable en cuanto tal, tiende, para manifestarse, a convertirse, en el plano empírico —en los discursos y en las representaciones que los soportan—, en una serie de oposiciones sustanciales. Entonces vienen a investirse ahí contenidos específicos, dando progresivamente lugar, por selección y por combinación de rasgos figurativos particulares, a la aparición de formas con contornos cada vez más precisos: es decir, a toda una variedad de figuras del Otro, tan diversificadas y, por decirlo así, tan reales como en una galería de retratos o como en un fichero policial.

      Pero es necesario que, para eso, una instancia semiótica —un sujeto cualquiera, individual o colectivo— se encargue concretamente de efectuar las operaciones de selección y de investimiento semántico correspondientes. En la práctica, el sujeto colectivo que ocupa la posición del grupo de referencia —instancia semiótica evidentemente difusa y anónima—, fija el inventario de los rasgos diferenciales que, de preferencia a otros posibles, servirán para construir, diversificar y estabilizar el sistema de las “figuras del Otro”, el cual estará temporal o durablemente en vigencia en el espacio sociocultural considerado. Dicha operación la realiza a partir de una multitud de intercambios interindividuales, vividos unos día a día en lugares de encuentro concretos (la calle, el centro de trabajo, etcétera), otros relacionados más bien con la fabulación y el imaginario social (como los esquemas de interacción que propalan la mayor parte de los relatos de sucesos, materia de comidillas cotidianas entre los concurrentes a las tertulias de café). Para ese efecto, la simple “vida en común” de los grupos sociales, con las desigualdades, en primer lugar de orden económico, y las segregaciones de hecho (por ejemplo, en términos de empleo, de alojamiento, de escolaridad) que engendra, así como a través de otras desigualdades latentes que pone de manifiesto, proporciona una infinita variedad de rasgos diferenciales inmediatamente explotables para significar figurativamente la diferencia posicional que separa lógicamente a Uno de su Otro. La diversidad de combinaciones posibles entre esos rasgos permite multiplicar ad libitum, por asociación y por dosificación (es decir, a la manera del bricolaje), las figuras singulares del extraño y del inquietante: siluetas genéricas y un tanto difuminadas como las del “marginal” o las del “descarriado”, o composiciones resultantes de arreglos más sutiles para designar y clasificar especies más precisas, desde la del “trabajador-portugués” (en vías de integración) hasta la del “delincuente-negro” (al borde de la exclusión), pasando por la del “desempleado-norteafricano”, y así por el estilo: tal cantidad de estereotipos que, una vez construidos, lo único que harán será reforzarse unos a otros con el uso reiterado que de ellos se haga. El discurso de los “medios” juega evidentemente un rol determinante en ese proceso.

      La producción de la diferencia, como se observa, no puede ser concebida más que como un proceso relativamente complejo, que pone en movimiento dos planos por lo menos. El primero es de orden referencial; es descrito generalmente (en función de una distinción de orden filosófico, aparentemente a toda prueba) ya en términos biológicos, ya en términos sociológicos. De ese modo, aún hoy, para unos, lo que hace que el Otro sea “otro” tiene que ver simplemente con las leyes de la genética: la diferencia es un hecho de naturaleza; para