económicas. Sea lo que fuere, justificar así la aparición de diferencias “objetivas”, de orden biológico, económico o cultural, no es suficiente: es preciso además que las diferencias “constatadas” se hagan, de una manera u otra, significantes. Eso es lo que hace necesario el paso a un segundo plano, propiamente semiótico, donde, como acabamos de indicar, algunas de las diferencias planteadas en el plano precedente (aunque no todas) son finalmente abordadas como si se tratase de los rasgos distintivos del plano de la expresión de una lengua, es decir, son asumidas como el equivalente de otras tantas oposiciones “fonológicamente” pertinentes para la construcción de un universo de sentido y de valores.6
3.2 “Bricolaje” y terminología
Una de las características comunes a las dos nuevas configuraciones que vamos a abordar ahora reside justamente en el hecho de que, a diferencia de las precedentes, problematizan explícitamente, una y otra, esa dimensión semiótica de la producción de la alteridad: si bien es cierto que el mundo que nos rodea se nos presenta espontáneamente como un universo articulado y diferenciado, no existen, sin embargo, entre “Nosotros” y los “Otros” fronteras naturales, solo existen las demarcaciones que nosotros construimos a partir de las articulaciones perceptibles del mundo natural.7
Ahora bien, comenzar a admitir que si el Otro es “diferente” no lo es necesariamente en absoluto, y que, de hecho, su diferencia está en función del punto de vista que se adopte, es ya abrir la posibilidad de otros modos de relación con las figuras singulares que la encarnan. En esa perspectiva, el Otro no puede ser pensado como el simple representante de un exterior radicalmente extranjero del que debería desligarse por completo (primera condición de su asimilación) si no quiere ser rechazado lo más pronto posible (exclusión); por el contrario, se va a convertir, en cierta medida, en parte integrante, en elemento constitutivo del “Nosotros”, sin tener que perder no obstante su propia identidad.
Denominaremos, respectivamente, segregación y admisión las fórmulas correspondientes, sin desconocer, una vez más, lo arbitra rias y discutibles que pueden ser tales etiquetas. Nuestro objetivo, en efecto, no consiste en describir o en justificar un léxico, sino en construir una gramática, un modelo teórico capaz, en lo posible, de recubrir la diversidad de los modos de relación concebibles entre un grupo cualquiera y lo que ese grupo se propone a sí mismo como su Otro. En esa óptica, lo que importa evidentemente son las descripciones estructurales que se pueden hacer de cada una de las configuraciones que se vayan presentando, y de la manera en que se articulan o se oponen unas a otras para formar una red de diferencias inteligibles, y no las denominaciones lexicales que les asignamos con la única finalidad de hablar de ellas más cómodamente.
Claro está, ninguno de los términos utilizados —segregación, asimilación, exclusión, y hasta admisión— es inocente. Cada uno tiene su historia, cada uno está marcado por los empleos que de ellos se ha hecho en los discursos sociales, políticos, filosóficos u otros, que han fijado su valor, y no podemos pretender hacer totalmente abstracción de las cargas semánticas que arrastran.8 Pero nuestro objetivo no consistirá en desentrañar, en una perspectiva de análisis lexical, el detalle de los efectos de sentido de los que son actualmente portadores esos diferentes vocablos, ni menos aún en establecer el estatuto de su “verdadero” sentido, adoptando una postura normativa. Simplemente, los tomamos a falta de otros mejores para que sirvan de metatérminos que nos permitan designar objetos teóricos construidos, es decir, realidades que, por definición, no coinciden necesariamente con lo que esos mismos términos designan en cuanto lexemas de la lengua natural.
4. SEGREGACIÓN VERSUS ADMISIÓN
Así planteadas las cosas, ¿qué contenidos colocamos en cada uno de esos metatérminos y, para comenzar, en el de segregación? Reconocer al Otro, a pesar de su diferencia y de su aparente extrañeza, como parte integrante de uno-mismo y, por esa misma razón, aceptarlo al lado de uno: así podría enunciarse paradójicamente, y tal vez, a primera vista, escandalosamente, la fórmula de base, común al conjunto de los discursos y de las prácticas que hemos convenido en agrupar bajo ese rubro.
4.1 Haber estado juntos, y separarse
Desde este ángulo, merecería ser analizada una gran cantidad de casos concretos, desde las prácticas sociales de marginalización de carácter “suave” hasta las opciones más extremas —como las del apartheid—, pasando por todas las formas históricas del ghetto. Sin negar que se trata de realidades muy diferentes y que, sobre todo en el plano ético, cada una de ellas plantea problemas específicos, podemos, sin embargo, sostener que, en un nivel muy elemental, lo que las separa se debe menos a una diferencia de naturaleza que a una cuestión de grados.
A diferencia, en efecto, de las políticas de asimilación y de exclusión, que, por construcción, tienen por fin último operar ya sea una perfecta conjunción de las identidades en el caso de la primera, ya sea su completa disjunción en el caso de la segunda, los dispositivos segregativos jamás persiguen objetivos tan unívocos y, después de todo, tan simples, al menos en su principio. Participan más bien de una lógica mucho más inestable: la de la no-conjunción. Esa posición se puede definir como situándose a medio camino entre las fórmulas del tipo conjunción-asimilación, consideradas en este caso como inaplicables o inapropiadas (porque el Otro es considerado ahora como decididamente demasiado diferente para que su integración propiamente dicha al grupo sea siquiera imaginable) y las del tipo disjunción-exclusión, vistas igualmente, aunque por otras razones, como inaceptables (por tentadoras que pudieran parecer en algunos aspectos). De ahí el estado de tensión, las ambivalencias y, en último término, los desgarramientos característicos de esa configuración en equilibrio precario entre dos polos contrarios; algo así como lo que sucede en el caso de esos arreglos matrimoniales llamados “separación de cuerpos”, donde la interrupción de la mayor parte de las relaciones maritales entre los esposos no conduce sin embargo a la suspensión total de los lazos conjuntivos del matrimonio, mientras que el procedimiento disjuntivo del divorcio ofrece legalmente esa posibilidad.
Basándose en el horror a las mezclas entre unidades planteadas como distintas, las actitudes segregativas tienen por principio permanecer, si se puede decir así, menos disjuntivas de lo que sería posible en teoría, y también en la práctica. Aquí no se plantea la “solución final”, nada de exclusión absoluta, a no ser, tal vez, como horizonte lejano, como virtualidad rechazada (¿o como deseo reprimido?), cuya aplicación ni siquiera se considera seriamente. Así como antaño cada ciudad tenía su “idiota”, las familias tienen hoy sus “viejos”, y la sociedad sus grandes enfermos: claro que se les tiene un poco aparte; pero de ahí a relegar a unos al asilo, a otros al hospicio o a un sidatorium hay un gran trecho que salvar y que es impensable para muchos. Aunque hay seguramente maneras y maneras de separar y de segregar, y aunque unas puedan parecernos más inofensivas y otras francamente bárbaras (pues todos los grados son posibles entre, por ejemplo, el hecho “anodino” de mirar por encima del hombro al vecino haciéndole sentir que no podría formar parte del círculo de sus íntimos, y el hecho, considerado “inhumano”, de delimitar por ley o por costumbre zonas geográficas, profesionales u otras, reservadas a tal o cual clase de parias), todas ellas ponen de manifiesto, en profundidad, esa misma ambivalencia que intentamos circunscribir entre imposibilidad de asimilar —y por tanto, de tratar verdaderamente al Otro “como a todo el mundo”— e incapacidad de excluir (en sentido estricto).
Pero entonces, ¿cómo dar cuenta de esa moderación que hace que el grupo dominante, en lugar de actuar cínicamente eliminando, como podría hacerlo, a ese Otro que le “fastidia”, le reserve a pesar de todo, en su tierra, un lugar, por inviable que sea? Creemos que se debe, tal como lo sugiere la comparación con el caso de la “pareja separada”, a que la problemática de las relaciones entre el Sí-mismo y el Otro se nutre esencialmente, en la presente configuración, de la referencia a lo que ha sido antes: hubo un tiempo (histórico o mítico, poco importa) en el que los dos elementos de la relación se