y aunque MVLl no se haya pronunciado específicamente sobre el particular, ha de ser la razón la que, sobre la base de lo recogido en la experiencia, construya las normas morales. La metodología ensayo-error, aplicada en ética, no refleja visiblemente la impronta kantiana, pero es dable afirmar que en ella, por lo menos en lo referente a la razón teorética, sí está presente la herencia empirista, de la que Kant se muestra también deudor confeso.
6. La distribución del peso moral en Kant, SL y MVLl
Cabe preguntarse aquí: ¿es la lucha de clases, el enfrentamiento brutal entre personas a las que una determinada ideología les asigna una ubicación social, la única hipótesis válida para conducir a un final feliz? ¿Surge esta hipótesis única de una realidad que, más bien, está ya inclinada, por su fragmentación, a una diversidad teórica que le haga justicia? La teoría marxista del conocimiento, como heredera del realismo gnoseológico, parte de un concepto de verdad en el que tiene que haber adecuación de realidad y pensamiento, ser y superestructura. Ahora bien, no podrá darse “verdad” si es que la realidad que produce el pensar es engañosa y necesitada de catarsis; por lo tanto, solo transformando la injusticia de la “base” podrá obtenerse una ideología verdadera. El núcleo del problema radica, sin embargo, en que, para el marxismo, la realidad es transformable, mientras que la ideología verdadera (“científica”) fue creada a priori, esto es, sin tener en cuenta la complejidad de lo real, leída tan solo a la luz de factores económicos que, más que premisas, son el corolario de lo predicho en la teoría.
Kant busca un fundamento (Grund) para apoyar (legen) su ética, pero sabe de antemano, en su fe racionalista, qué es lo que va a encontrar: una idea del deber como condición de posibilidad para advenir a una “metafísica de las costumbres” que sea válida universalmente. Y el fundamento lo ubica en una razón pura que, a la manera de la roca evangélica, no se desmorona ante los embates de la subjetividad, como sí sucedería si levanta su filosofía moral sobre un cimiento de arenas movedizas (Mt 7: 24-27). MVLl, en la línea de Kant, aspira a que la conducta de los peruanos se adapte también a moldes de universal aceptación, especialmente si la historia ha corroborado que tales moldes acarrean más desarrollo y felicidad que los que se extraen de presupuestos menos objetivos (ideología marxista, socialismo, postulados nacionalistas).
Hay, sin embargo, fundamentos distintos a los que propone la teoría racionalista-cartesiana del conocimiento, en la que está inmersa, no obstante sus conexiones empiristas, la filosofía kantiana. El marxismo, por ejemplo, se halla vinculado a una gnoseología realista que le proporciona, en el ámbito práctico, una ética fundamentada en la experiencia: “Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad –se lee al inicio del Manifiesto del Partido Comunista (1848)–, es una historia de luchas de clases”. Las especificaciones de esta lucha –concepto abierto a un espectro muy amplio de acomodación histórica– van desde el principio práctico maoísta: El poder nace del fusil, hasta el primitivismo violentista en el que, acorde con una realidad determinada, se manchan de sangre las páginas de LA.
Aunque coincidente con Kant en la aplicación de una ética universal, no hay indicios en MVLl de la apelación a un método introspectivo que extraiga a priori los imperativos de conducta. Desde luego que no renuncia en su obra a reflexionar sobre la base en que deben apoyarse los juicios morales, pero sabe, por su formación popperiana, que estos no son proposiciones y que, por lo tanto, no pueden ser adjetivados de verdaderos ni de falsos, lo cual no implica que hayan de someterse a la experiencia histórica como posibilidad de validación o rechazo. Ahora bien, si por “verdadero” se entiende aquí, a la manera de Pierre Blackburn (2005), lo “racionalmente justificado” (p. 29), aparece claro que la ética vargasllosiana, tal como rezuma todo el contenido de LA, ha de recusar la violencia senderista por una razón que sintetiza en sí misma todas las demás: no puede justificarse racionalmente lo que la historia ha mostrado ya como éticamente desencaminado. En la ética política peruana tienen que buscarse, por consiguiente, fundamentos distintos a los que dirigieron el ethos de SL.
Tesis central de MVLl es la advertencia de que la violencia terrorista no redime al ser humano de ninguna opresión: ni embozada en el redentorismo guerrillero que queda descrito en Historia de Mayta, ni, mucho menos, abierta en canal y brutalmente ostensible, como es el caso de LA. Esta convicción, nacida al amparo de su concepción de la libertad como eje indispensable de la política y convivencia humanas, es la que comanda gran parte de su obra. Puede afirmarse, entonces, que no le guía principalmente un interés histórico (de ahí, por ejemplo, que su apelación a la antropofagia haya de tomarse, en LA, más como un exceso retórico que como argumento racional para explicar la base última de la violencia senderista), sino una preocupación moral para denunciar, sirviéndose de la hipérbole del canibalismo, que SL, o entidades políticas semejantes, no deben dirigir el futuro del Perú.
Tanto en el formalismo kantiano como en la ética marxista, de la que SL es un epígono confeso, se da una idealización: la de la razón misma y la de la lucha armada para, respectivamente, alcanzar el “reino de los fines” o la “sociedad comunista”. Pero entre ambas idealizaciones, si bien confluyentes en su meta final, ha de entablarse una dialéctica irremediable, ya que la razón kantiana encontrará en la lucha armada no solo un imperativo hipotético que usará al hombre como “medio para”, sino una violación flagrante de cualquiera de los tres enunciados en que se formula el imperativo categórico. Huelga decir, puestas ambas éticas en los platillos de una razón que no es ni “pura” ni senderista, hacia dónde ha de inclinarse el mayor peso moral en la balanza de MVLl.
Su confianza inconmovible en los grandes relatos está vinculada a un holismo más racional que literario; es la razón la que le insufla una fe inapelable en los valores del espíritu, especialmente en el valor de la libertad. El trasvase de lo racional hacia la literatura no es una característica de la posmodernidad; ha de interpretarse, más bien, como una exigencia de la racionalidad ilustrada para, incluso dentro de la “sedición” que implica la libertad literaria, sujetarse a un irrenunciable canon ético prescrito y condicionado por la razón misma. MVLl es un predicador convencido de la verdad de lo que predica y, aunque no trata al lector como si este fuera un prosélito, busca, en fidelidad al programa ilustrado, aumentar el radio de sus adherentes.
Sus alegatos teóricos en contra del marxismo, del nacionalismo y de toda ideología política que, en su opinión, estrangule la libertad, complementados con sus intervenciones en la política “menuda” (ser garante en el proceso electoral, condena incondicional del fujimorismo, pronunciamientos en pro o en contra de acciones políticas puntuales), no constituyen sino distintas caras de una misma moneda: la de su confianza en el peso moral de la razón. Habita en él, a la manera de Kant, una suerte de razón pura que, cual norte por seguir, debería guiar los destinos del Perú. Y no solamente del Perú: la universalización de ciertos principios racionales surgidos de un poder racional que desemboca en un ecumenismo ético le permiten, sin duda, como fruto de convicción tan totalizadora, emitir también juicios morales sobre lo que sucede en el mundo.
7. Hacia la búsqueda de un punto medio en ética política
En su producción novelística, MVLl reparte entre sus personajes la labor que, en otros escritos, se impone a sí mismo. No se renuncia en sus relatos de ficción, aunque esté camuflada entre líneas, a cierta convicción omnisciente, en el sentido de que en casi todos ellos se defiende, movida por resortes éticos, una tesis principista: el combate de todo tipo de dictadura y, como sucede en LA, la declaración de guerra a una irracionalidad que destruye y asesina en nombre de una ideología. No es que plantee abiertamente en dichos relatos –tal como es el caso, por ejemplo, de En octubre no hay milagros (1966), de Oswaldo Reynoso; en la declaración de principios, con el título de “Palabras urgentes”, de los poetas de Hora Zero (1970); o La joven que subió al cielo (1988), de Luis Nieto Degregori–, tesis en forma de proclamas ideológicas. Pero si se le lee, devolviéndole la sinceridad que él expone en sus artículos periodísticos y en sus obras no ficcionales, con la lealtad que el lector,