Fermín Cebrecos

Lituma en los Andes y la ética kantiana


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deón. Así mirada, se trataría de una ética deontológica, la cual, sin embargo, no admite el mismo origen en ambos autores. En efecto, mientras que la ética kantiana, prescindiendo totalmente de las circunstancias empíricas, encuentra la idea del deber dentro de la razón pura práctica (o conciencia moral) mediante el método introspectivo, en MVLl el “deber ser” ha de tomar en cuenta el “ser” de la realidad humana con su acopio prácticamente infinito de subjetividades, pero no para aceptarlo pasivamente, sino para mejorarlo. Creer, por convicción ética, que puede influir, merced a su obra literaria, en potenciar la dimensión crítica frente a la cultura y en conseguir mejorar un mundo (especialmente el del Perú) que no le gusta, es una fe inseparable de su misma esencia de hombre y escritor.

      Ahora bien, ser heredero consciente de la Ilustración ha de implicar la convicción de que la racionalidad crítica no es patrimonio exclusivo de una porción privilegiada de seres humanos a quienes les asiste, por derechos autorreservados, el poder y el deber de “ilustrar”. Esta concepción aristocrática de la heterogénea posesión de la razón se constituye en instancia educativa, esto es, en un e-ducere que se impone como misión “conducir” desde las sombras hacia la luz al declarado ilustradamente como “no ilustrado”. Y la luz, en cuanto metáfora totalizadora, ha de invadir no solo los ámbitos del saber, sino también los del hacer. Desde esta perspectiva, la filiación ilustrada de MVLl y SL, heredero de un marxismo que, en su génesis, no puede contraponerse a la Ilustración, mantiene el mismo nexo matricial.

      La Ilustración pretendió universalizar la ética y, en este sentido, coincidió con el objetivo que Adela Cortina (1986) le ha asignado a la filosofía contemporánea: “La tarea más urgente, encomendada actualmente al pensamiento humano y que debe ser emprendida con ‘pasión y estudio’ –se lee en Ética mínima–, es la de fundamentar racionalmente la moralidad, estableciendo la base de una moral universal” (pp. 74-75). Esta fue también la aspiración radical de Kant en su ética, pero la exigencia de concretizarla en la actualidad habla del fracaso parcial del proyecto kantiano y, ante él, tiene que extraerse, como lección a interpretarse sine ira et studio, que la ética no puede fundamentarse de una vez para siempre, ya que el sueño de un fundamento único se rompe en añicos ante el dinamismo cambiante de las circunstancias que configuran el mundo humano de la vida.

      2. La vigencia, pese a todo, de los ideales ilustrados

      Kant parte del supuesto de que, en lo que respecta a la ética, todos los seres humanos poseen una idéntica razón práctica, es decir, una misma conciencia moral como único y unificador signo de identidad. Las leyes contenidas en dicha razón serán objetivas (universales), mientras que, por el contrario, las que provengan de todo aquello que no se identifica con ella pertenecerán al mundo de la subjetividad. Esta lleva dentro de sí lo que hace que un ser humano sea diferente a otro, es decir, la inmensa gama de peculiaridades (circunstancias histórico-sociales, ideologías políticas y religiosas, “sentimientos, impulsos, inclinaciones”) (FMC, p. 124; Ak IV, núm. 434), sobre los que se asienta una legislación que atenta contra una voluntad libre. Así, pues, el sometimiento a las imposiciones de la subjetividad implicará una esclavitud vinculada principalmente a las emociones e impulsos que surgen del componente animal del ser humano, pero también a “las circunstancias del universo en las que el hombre está puesto” (FMC, p. 64; Ak IV, núm. 389). En consecuencia, la ley moral habita “en mí”, forma parte de mi mundo inteligible, mientras que la procedencia de la subjetividad se ubica en el “mundo natural”, determinándose así una doble y antagónica concepción de la naturaleza.

      La aspiración kantiana estriba en fundamentar la ética sobre cimientos puramente racionales. En concordancia con Jean-Jacques Rousseau (Libro I de El contrato social), el cual sostenía que “la obediencia a la ley que uno mismo se ha impuesto es libertad” y que guiarse por “el impulso de los apetitos” redunda, más bien, en “esclavitud”, se hará referencia, en la conclusión a la Crítica de la razón práctica, a una “ley moral” que “nos descubre una vida independiente de la animalidad e independiente incluso de todo el mundo sensible”. Se trata, en rigor, de un doble descubrimiento llevado a cabo por una razón que, en nombre de sí misma, determina qué es lo racional y qué es lo irracional. Ahora bien, si se discrepa en esta diferenciación, Kant tiene a la mano una respuesta taxativa: no ha sido la razón la causante del dictamen, sino una subjetividad que, en oposición a la res extensa cartesiana, sí posee la facultad de influir sobre la “cosa pensante”.

      Pero la razón ilustrada parte de un concepto de razón que entrará pronto en crisis. A pesar de que –como ha señalado Rüdiger Safranski–, el ambiente de la época era poco propicio para la comprensión de su filosofía (1994, pp. 360-361), Arthur Schopenhauer (1788-1860) mantendrá una posición contraria al poder absolutizante de la razón e, imbuido por el romanticismo, pondrá de relieve la supremacía del querer y el predominio de los “apetitos” en el comportamiento humano. Considerado en la actualidad como el mediador más importante entre Kant y Nietzsche, su contribución a la crisis del concepto moderno de razón lo convierte en un pensador imprescindible para entender la filosofía contemporánea. Algo similar puede afirmarse, también, de Ludwig Feuerbach. Nacido en el mismo año de la muerte de Kant (1804), quiso colocar como título aglutinante de toda su filosofía el de “Crítica de la razón impura” para enfatizar, entre otras cosas, la relevancia que le debería caber a “lo otro de la razón” (das andere der Vernunft, tal como se titula la obra que, en 1983, publicaron H. Böhme y G. Böhme) en la antropología y ética filosóficas. No ha de olvidarse tampoco que, años antes, G. W. H. Hegel, en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), había afirmado que la filosofía racionalista, al descomponer analíticamente los objetos, no los dejaba inalterados, sino que los convertía en abstracciones. De la misma convicción participaron Hölderlin y Schelling. Las operaciones diferenciadoras de la razón ilustrada tenían como objeto, en su opinión, un trazado de límites que propendían a excluir “lo otro de sí”. En consecuencia, la razón kantiana era monológica y estaba destinada solo a convertirse en dialogante partiendo del principio metafísico de que podía existir, en los otros, una razón ontológica y gnoseológicamente igual a la suya.

      La relación bipolar entre “deber ser” y “ser” quedó cercenada en una de sus polaridades, quedándose, en la ética kantiana, tan solo con una “razón práctica pura” que redujo a la nada lo que el ser humano “es” y unificó su esencia en lo que “debería ser”. Esta antropología reduccionista traía consigo un concepto de “libertad” que, arraigado en el dualismo cartesiano, se excedía en extraer una consecuencia de difícil admisión para la gnoseología empirista de la modernidad: que se es libre si y solo si se actúa independientemente de “lo otro de la razón” (llámese a esto último res extensa, corporeidad, materia o subjetividad). La razón kantiana albergaba en su interior leyes que no tenían nada que ver con la legislación necesaria de la naturaleza física, de ahí que pudiera hablarse de dos reinos ontológicamente distintos: el de la libertad y el de la necesidad, derivándose de ello la conclusión de que la esencia del ser humano radicaba en su “deber ser”, esto es, en una racionalidad libre de las contingencias de lo “natural”.

      Hoy, a más de dos siglos de la aparición del movimiento ilustrado, su ideal se ha revelado como un objetivo inalcanzable. Ya Kant mismo, refiriéndose a su tiempo, había afirmado, en Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, que se vivía en él no una “época ilustrada”, sino una “época de ilustración”, aunque hablaba también de “obstáculos cada vez menores” para salir de “una culpable minoría de edad”. La realidad, sin embargo, ha sido rebelde frente a horizonte tan optimista. La Ilustración –tal como reconoce Carlos Granés en su estudio introductorio a Sables y utopías– partió de una premisa errónea: que las sociedades seguirían “la ruta ascendente del progreso guiadas por la ciencia y la razón”. Ni una ni otra, empero, han sido capaces de dar respuestas únicas y definitivas a las preguntas más importantes del ser humano: cómo vivir, cómo valorar, qué desear. Una filosofía arraigada en la fenomenología vital y no en la “tiranía de la razón” constatará, como primera verdad, que