Fermín Cebrecos

Lituma en los Andes y la ética kantiana


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entre otras cosas, le permite manifestar su pesimismo frente a, por ejemplo, la banalización actual de la cultura. Que el pensar no haya desembocado en un realismo épico capaz de cambiar el mundo, no impedirá que MVLl, fiel al contenido de los ideales ilustrados que sintetiza la XI tesis de Marx sobre Feuerbach, persista en que la cultura light de nuestro tiempo ha de ser interpretada como una pérdida de la fe en la repercusión moral de la palabra y que esta, irracionalmente expresada, conducirá a un final deplorable.

      Es el poder crítico de un posilustrado el que le hace tomar conciencia de que la Ilustración no ha cumplido su propósito y ha devenido, más bien, en una cultura “frívola” que tiene su origen en una “tabla de valores invertida o desequilibrada”. En La civilización del espectáculo se lee:

      Nunca hemos vivido, como ahora, en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos, ni mejor equipada para derrotar a la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados y extraviados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos aquí en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué es exactamente lo que hay en ellas y qué no. La razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas. Hoy está exonerada de semejante responsabilidad, ya que hemos ido haciendo de ella algo mucho más superficial y voluble: una forma de diversión para el gran público o un juego retórico, esotérico y oscurantista para grupúsculos vanidosos de académicos e intelectuales de espaldas al conjunto de la sociedad. (Vargas Llosa, 2012a, pp. 200-201)

      MVLl está convencido de que, merced al imperio de la civilización del espectáculo, se ha perdido distinción axiológica, en sentido ético y estético, de lo que separaba lo bueno de lo malo y lo bello de lo feo. En el pasado la cultura era, según él, sinónimo de “una conciencia que impedía a las personas cultas dar la espalda a la realidad cruda y ruda de su tiempo”. Hoy, sin embargo, su convicción es que la cultura predominante nos sumerge momentáneamente en un “paraíso artificial”, ya que equivale a “poco menos que el sucedáneo de una calada de marihuana o un jalón de coca”, o, en expresión más englobante, a “una pequeña vacación de irrealidad” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 201-202).

      Al ser la cultura actual un campo de “fronteras volátiles”, faltan en ella “denominadores comunes”, patrones éticos, estéticos y epistemológicos que ayuden en la tarea de diferenciar lo bueno de lo malo, lo sublime de lo trivial, lo auténtico de lo postizo, lo verdadero de lo falso. Si desaparecen las categorías que establecen la jerarquía axiológica, se caerá, según MVLl, en el reino del embuste y del “todo vale”; de ahí que, en una cultura como la actual, donde impera la frivolidad, “hablar de la moda” sea, por ejemplo, “más importante que hablar de filosofía” (Vargas Llosa, 2012a, p. 203). Cuando se subraya el rol que les cabe a las humanidades, y en ellas especialmente a la filosofía, como garantes no solo del pensamiento crítico, sino de la ciudadanía democrática, lo que se hace es prolongar los ideales de la Ilustración, los cuales, aunque tendientes a universalizar los logros racionales, deben admitir el liderazgo de las élites. Estas, entendidas en su dimensión cultural, no pueden desentenderse de la relación ineluctable entre cultura y poder, relación en la que, dado el pragmatismo exacerbado de la época actual, descreen las élites políticas. Lo “culto”, leído como no vinculante a los dividendos de la economía y de la técnica, no es necesario para triunfar en la vida.

      ¿Qué hacer ante este desplome de valores éticos y estéticos, ante la oleada de irracionalidad que invade la cultura? Un heredero de la Ilustración como MVLl no se erige tan solo en un testigo de la decadencia; ha de ser, ante todo, un opositor a que se mantenga y perdure. No hay que acentuar, en esta coyuntura, su pesimismo, sino, antes bien, su fe en que el dúo voluntad humana-razón reemplazará en el futuro, de acuerdo con las expectativas de la Ilustración, las sombras por la luz:

      Lo peor es que probablemente este fenómeno no tenga arreglo, porque forma ya parte de una manera de ser, de vivir, de fantasear y de creer de nuestra época, y lo que yo añoro sea polvo y ceniza sin reconstitución posible. Pero podría ser, también, ya que nada se está quieto en el mundo en que vivimos, que ese fenómeno, la civilización del espectáculo, perezca sin pena ni gloria, por obra de su propia nadería, y que otro lo reemplace, acaso mejor, acaso peor, en la sociedad del porvenir. (Vargas Llosa, 2012a, p. 203)

      La historia –señala MVLl, recuperando aquí al Sartre de El existencialismo es un humanismo (1946)– no es algo fatídico, sino una página en blanco que ha de escribirse con “nuestras decisiones y omisiones”; y “eso es bueno pues significa que siempre estamos a tiempo de rectificar” (Vargas Llosa, 2012a, p. 204). Por paradójico que pueda parecer, La civilización del espectáculo –una obra que, dicho sea de paso, reclama más organicidad y menos repeticiones– ha sido escrita con el fin de que “la civilización del espectáculo perezca sin pena ni gloria”, y que la cultura vuelva por los fueros que pretendió otorgarle la racionalidad ilustrada. Esta es, sin duda, una exigencia de la razón ética de MVLl, cambiante, durante su vida, en algunas de sus modalidades de adopción, pero que constituye un eje transversal de toda su obra.

      A pesar de dichas metamorfosis, no está desencaminado el escritor mexicano Jorge Volpi cuando, en su artículo “El último de los mohicanos” (2012), afirma que MVLl sigue teniendo “arrinconado en su interior”, en fidelidad no confesa, al marxista de sus inicios. Su fe en el poder de la palabra, atemperada por su reconocimiento de que, en una sociedad abierta, la cultura es una realidad autónoma que “interactúa con el resto de la vida social”, le lleva a sostener que las “artes” son “fuentes de fenómenos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos” (Vargas Llosa, 2012a, p. 25). La tesis marxista de la relación entre base-superestructura queda, en consecuencia, abolida, pero no debe tomarse al pie de la letra que la “diversión” y el “entretenimiento” constituyan el objetivo final de la literatura en una sociedad democrática. Por más que MVLl certifique la desaparición, en nuestro tiempo, del “escritor mandarín”, “pontífice” y “narciso”, y asevere que el hecho de estar “dotado para la creación literaria” no implica poseer una “clarividencia generalizada” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 76-77), no podrá renunciar a lo que fue “la cultura en las circunstancias y sociedades más ilustradas”:

      Una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano, pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie. (Vargas Llosa, 2012a, pp. 72-73)

      Eso es lo que fue la cultura, “y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra propia desintegración”. Por lo tanto, cuando MVLl se refiere a la literatura light, al cine light y al arte light como parte de la cultura mainstream (“cultura del gran público”) y deja escapar una suerte de resignación aséptica (“no digo que esté mal que sea así. Digo, simplemente, que es así”) ante la banalización y masificación por ella acarreadas, no está confesando su entera verdad (Vargas Llosa, 2012a, pp. 30-31, 37-38).

      El “núcleo de la filosofía ilustrada” radica en una hegemonía de la razón vinculada a un humanismo irrestricto, en el que “nadie desee ni se considere con derecho a oprimir a otro por sus ideas” (Bermudo, 1983, p. 123). Mas este humanismo implicó en Kant una suerte de tránsito entre dos dogmatismos, esto es, el paso de la seguridad del “yo sé” a la del “yo debo”. En la idea del deber no se renuncia al saber, sino que se le presupone como motor y motivo de la acción. También en MVLl habitan, a la manera de Kant, una suerte de razón universal y un ecumenismo moral que deberían guiar, en interrelación armónica, “el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual” (1994), especialmente en un país como el Perú, anclado, en no pocos aspectos, en un “pasado atávico” que reclama ser liberado de la irracionalidad mediante el saber. No otro fue el ideal de la Ilustración, y en él, en su aplicación a una patria donde, mayoritariamente, los pasos del mensaje