Fermín Cebrecos

Lituma en los Andes y la ética kantiana


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MVLl acierta a ver en los debates sartreanos con sus “ex amigos” –no sin un cierto aire de melancólica añoranza– un horizonte menos resignado que el que ofrece la cultura actual y también, probablemente, más humanizado. No es fácil para él olvidar sus primeros amores, a pesar de que el realismo político adoptado posteriormente pretenda ocultarlos. La participación –tal como señalaba en Literatura y política, (2001b)– “en esa empresa maravillosa y exaltante de resolver los problemas, de mejorar el mundo”, constituye una línea de conducta programática que, pese a sus aminoradas “maravilla” y “exaltación”, resulta claramente visible. La Ilustración, con sus desengaños a cuestas, sigue imponiéndose en él a una posmodernidad enemiga de las utopías y entregada a la “frivolidad” en unos y al “oscurantismo académico” en otros. El “ver y vivir” cómo la cultura ha sido reemplazada por el entretenimiento ha de ser interpretado como un desencanto, que no una renunciación, ante las expectativas que, sea en su época marxista o en su etapa liberal, le creó su teoría del conocimiento. En total concordancia con su ensayo La civilización del espectáculo, declaró en Cartagena de Indias (El País, 26 de enero del 2013) que “una sociedad no puede ser democrática si el ciudadano no tiene imaginación para transformar el mundo” y “enmendar lo equivocado”.

      Al reconocer que Sartre lo salvó del “sectarismo” y que, en contacto con sus escritos, aprendió que “a través de la literatura se podía combatir por la libertad” (Müller, 2013), no parece olvidar la herencia sartreana de identificar la “palabra” con el “acto”. Pero dicha herencia poseía una veta dogmática en la utopía de “transformar el mundo”, veta que se irá diluyendo en MVLl desde dos causas complementarias: el abandono del marxismo, merced a las exigencias de una razón que le iba descubriendo grietas tanto en su estructura teórica como en su praxis histórica; y una nueva idea de la libertad, impulsada, desde luego, por imperativos racionales en los que nunca está ausente el de tratar a los demás como fines en sí mismos y no como medios para conseguir el propósito que les asigne la ideología partidaria.

      Mas la idea de la libertad tiene en MVLl un adeudamiento sartreano inabdicable: el antideterminismo histórico. La historia –tema, sin duda, de principal importancia en la Ilustración– no era para Kant un “fenómeno” sujeto a las leyes de la naturaleza física. Constituía, más bien, un “noúmeno” humano y, como tal, se erigía en escenario donde la razón había de enfrentarse a las pasiones para, en último término, liberarse de la servidumbre de la superstición y la ignorancia. El objetivo de “sustraer la acción humana al esclavizante esquema teleológico” propuesto por la naturaleza fenoménica, tal como puede verse en Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784) (Bermudo, 1983, p. 217), implicaba descubrir las leyes de la historia, tarea que el marxismo creyó haber solventado exitosamente retomando un camino antikantiano: interpretar la historia en términos de naturaleza física. La oposición sartreana a este determinismo nomológico, discordante con el marxismo oficial, hubo de significar para MVLl la aproximación a otras maneras de leer la historia.

      Sartre atribuía a la literatura un compromiso revolucionario. Convencido de que el escritor puede escribir de un modo más bonito o didáctico, añadiendo o no deleite a la instrucción, no debe perder de vista que cada palabra suya compromete a todo el universo en un ámbito público. Aunque reconocía, asimismo, que “el deber del literato no solo es escribir, sino callarse cuando es necesario”, testimonió siempre, sin tapujos, un sí público y publicitario a toda revolución que, viniese de donde viniese, estuviera inspirada en el materialismo social de Marx. Al igual que los ilustrados, pensaba que la razón debía ser el motor de los cambios históricos, y admitía también, como Kant, que faltaba aún un largo trecho para establecer su predominio.

      Pero Sartre, al negar la existencia de la naturaleza humana, no podía asentir a la universalidad kantiana de la razón; se lo impedía su identificación de la esencia con una existencia revelada exclusivamente en la acción. Ahora bien, si el hombre es lo que él hace de sí mismo (Sartre, 1999, p. 31) y no hay un Dios que le muestre (u obligue) a seguir un determinado itinerario ético, el futuro queda abierto a lo impredecible. Contra lo que pueda creerse, Sartre no cae en la orfandad de un indeterminismo histórico. Por el contrario, sin arriar nunca la esperanza en el cumplimiento del comunismo, subrayará la necesidad de un compromiso responsable con dicha meta y abogará, consiguientemente, por una revolución que la haga posible. El escritor no puede sucumbir a la “tentación de la irresponsabilidad”, la cual, según él, es común en los escritores de origen burgués, resignados a convertirse únicamente en “ruiseñores” (Sartre, 2003, pp. 2-3).

      En testimonio que Sartre no compartiría, sostenía Ernst Jünger que el autor no está comprometido, pero sí lo está su escritura. La veta sartreana de MVLl –el compromiso del lenguaje como arma de defensa o de ataque ideológicos– se ha mantenido incólume a través de casi toda su creación literaria. Admitiendo, eso sí, notorios cambios de timón en su metodología, tampoco ha renunciado a la transformación del mundo, especialmente del mundo peruano, que ha constituido siempre su primera pasión. No puede, sin embargo, afirmarse que este anhelo de transformación se iniciase en MVLl en sus primeros contactos con el marxismo. Tanto este como la doctrina social de la Iglesia (MVLl perteneció al partido de la Democracia Cristiana) (Vargas Llosa, 2010, pp. 332-333) y la gran mayoría de ideologías políticas, tienen como bandera cambiar el mundo, aun cuando Marx, en su IX tesis sobre Feuerbach, reclamase en exclusiva, con complejo adánico, este privilegio para su propia filosofía revolucionaria.

      5. La subversión del statu quo en MVLl y en SL

      El deseo de mejorar el mundo ha marcado indeleblemente la vida intelectual y política de MVLl, si bien la metodología que deba emplearse para lograrlo ha pasado de la creencia en que la sociedad no ha de reformarse desde dentro, sino que solo puede ser desmantelada por medios violentos (Kristal, 2004, p. 341), a una posición en la que la “cultura de la libertad” no puede cimentarse sobre bases gnoseológicas de esa índole. América Latina ha producido, desde una fe favorable a la violencia libertadora, ficciones y artistas eximios, pero también “ideólogos en entredicho perpetuo con la objetividad histórica y el pragmatismo”. ¿Resultado?: que “modernidad, empleo, imperio de la ley, mejores niveles de vida, derechos humanos, libertad” (Vargas Llosa, 1999, p. 7) se ubiquen también en el marco de realidades ficcionales. Abolir lo real, recrearlo con la fantasía (Vargas Llosa, 2009a, p. 263) y dispararse imaginativamente hacia un realismo mágico constituyen mentiras que, desde luego, pueden contener verdades. Sin embargo, las ficciones de la teoría y praxis políticas quedarán siempre en lo que realmente son: mentiras. Pero tanto en el caso de “la verdad de las mentiras” literarias, como en el de la tragedia gnoseológica producida por creer que las mentiras son verdades, será la razón humana, convertida en tribunal supremo de apelación la que así lo dictamine5. Kant, la Ilustración y MVLl vuelven, por consiguiente, a estar de nuevo entrelazados.

      No puede soslayarse el hecho de que la teoría realista del conocimiento, que MVLl encontró en el marxismo, es también su propia teoría; y que el racionalismo kantiano, heredero aquí del empirismo de David Hume, parte de la experiencia para advenir al conocimiento. Se trata de una gnoseología “fotográfica” de la realidad en la que, en principio, los tres coinciden. Pero lo que sucede después en el revelado, esto es, en la “cámara oscura” de un yo pensante que organiza los datos empíricos, será determinado, en sus diferencias, por este último. Toda ciencia tiende hacia la universalización y, en el cumplimiento de dicha exigencia, introduce en la observación elementos a priori y desrealiza la realidad para explicarla mejor. Con similar finalidad, aunque ahora en el ámbito de la praxis, hará lo propio la ética, pero fundamentándose en principios que no son proposiciones sino imperativos. Y como tales principios prácticos están enderezados a normar las acciones humanas, debería tenderse a que la desrealización fuese menor. Ello dependerá, sin embargo, de lo que la razón pura (aquí identificada con las actividades del intellectus ipse leibniziano) lleve a cabo en la “cámara oculta”.

      El papel atribuido al “intelecto mismo” es, sin duda, el que demarca las diferencias entre el realismo aristotélico