ajena a las restricciones impuestas por la finitud humana. En el formalismo ético kantiano el imperativo categórico se constituye en el paradigma eidético al que deben acoplarse las acciones. Pero el marxismo también es usufructuario de la Ilustración, y en su teoría política contempla la realidad social desde la idea (inmutable, eterna, a priori) de un “hombre nuevo” que, activa y revolucionariamente, ha de servir, a la vez, de causa teórica eficiente y de télos final para transformar el mundo. En Kant se sabe, independientemente de la experiencia, lo que “debe ser”; en el marxismo se sabe, también a priori, lo que “debe suceder”.
En la ética se produce una relación lógica entre sus tres componentes insustituibles: una naturaleza humana, que ha de definirse teniendo en cuenta lo que el hombre “es”; una deontología que, acorde con el sentido etimológico del término, señale lo que el hombre “debe ser”; y, finalmente, un tercer nivel en que se presente una etopeya de lo que el hombre “podría” ser si realizase, en complementación armónica, el télos propuesto en la unión de los dos primeros componentes. El proyecto ilustrado de la justificación de la moral, al que Alsdair MacIntyre (2007) califica de “tarea quijotesca”, no evadirá nunca esta tercera perspectiva.
En el formalismo kantiano se trata de una ética que, al esencializar el “ser” en el “deber ser”, no toma en cuenta la realidad total del hombre, sino que identifica uno de sus componentes (la razón) con la totalidad. El marxismo pretende construir su punto de partida ideológico desde una “base” real que debe, sin embargo, ser corregida mediante la lucha de clases. Puede afirmarse que la ética marxista contiene también un imperativo categórico extraído de la realidad y, por tanto, no a priori en su origen: cambiar el mundo mediante una revolución que acabe definitivamente con la explotación del hombre por el hombre y con unas relaciones económicas injustas. El propósito de la ideología marxista estribará, entonces, en convertir, a la fuerza, su imperativo en universal y necesario. Kant, empero, le negaría categoricidad porque consideraría que se trata, más bien, de un imperativo hipotético que ha de servir de medio o condición para alcanzar un fin propuesto desde fuera (esto es, condicionado por intereses ajenos a la razón práctica pura).
A la especificidad del ser humano –que nos diferencia de los que, en principio, somos iguales– atribuye Kant el “ser”. Sin el “ser” no existiría el “deber ser”, puesto que el “deber ser” es el que, identificado en una razón única y universal, ha de guiar al “ser” y someterlo a su sujeción incondicional. Parecería que la especificidad del “ser”, manifestada en un cúmulo de irisaciones contrarias al “deber ser”, exigiría una luz que no solo iluminase sus diversificados componentes, sino que también participase de su esencia, formara parte de ella. Pero la única luz capaz de “ilustrar” es, en la Aufklärung kantiana, la de la “razón pura” y, a fin de que brille en su cometido ético, Kant, que es un maestro en la lógica bipolar, la contrapondrá a las tinieblas en las que está envuelto el mundo de la subjetividad. De una binariedad diferente, pero también antitética, participa la ética senderista, solo que, en ella, son las impurezas que acompañan a la razón las que dictaminan, sin atenerse al imperativo categórico, quién es digno de vivir y quién es digno de morir. En la ética política marxista se dan, por consiguiente, especificidades no racionales que son positivas y que diferencian a unos seres humanos de otros. La razón las asume como necesarias para que se entable la lucha de contrarios, pudiéndose afirmar, incluso, que son ellas los faros que deben iluminar y guiar la conducta revolucionaria.
La tesis XI de Marx sobre Feuerbach, en la que se exige la transformación del mundo, es una exigencia del “deber ser”. Trasladada, sin embargo, al pretérito, no es tan adánica como lo exige su enunciado: no hace justicia, por ejemplo, ni a Platón ni a Aristóteles, ya que ambos quisieron también cambiar “su” mundo y, con ese fin, escribieron parte de sus obras. Pero tampoco es justa frente al pensamiento kantiano; su “reino de los fines” lo delata. Y MVLl, que bebió en las aguas del marxismo (uno y otro, influenciados por el largo brazo de la Ilustración) el ansia revolucionaria de subvertir un determinado statu quo, nunca ha desistido de cambiar el mundo. Este afán, que admite la introducción de variables propiciadas por los encontronazos que la realidad ejerce sobre la ideología, persiste hasta hoy. Toda su obra está, en consecuencia, reñida con el conservadurismo.
Ni en Kant ni en la ética marxista impera una lógica difusa en lo que concierne a los principios prácticos que deben guiar a ambas. No se puede ser ni kantiano ni marxista a medias en este ámbito. La delimitación dicotómica entre bien y mal se encuentra tan nítidamente delineada que es fácil advertir cualquier violación de la línea demarcatoria. Ahora bien, mientras en la ética kantiana es el ser racional el dador de la ley y el que, no obstante ello, no puede transponerla totalmente en una acción determinada, en el marxismo la ley tiene un origen heterónomo, pero son las acciones visibles las que confirman o niegan su cumplimiento. La ética marxista no es, por consiguiente, una ética de intenciones ni puramente formal. Universaliza, ciertamente, determinados principios y no admite en ellos contingencia alguna (unión del proletariado, lucha de clases, violencia como “partera de la historia”, determinismo histórico), pero mide su eficacia en la acción. O esta es revolucionaria, o su valor moral deja de existir.
SL, como casi todo lo humano, fue producto de una reacción instintiva ante determinados fenómenos sociales (de ahí su poder de convocatoria entre individuos que tenían experiencias similares). Pero –como han señalado Simon Strong, en The shining Path: World´s Deadliest Revolutinary Force (1992), y David Scott Palmer, en The Shining Path of Peru (1992)– fue también una “construcción teórica” que ha de fundamentarse en los datos empíricos proporcionados por la experiencia. Kant no los defendería como fundamentos del “deber ser”; el marxismo, sí. Puede afirmarse, por ello, que Abimael Guzmán coincide con el realismo gnoseológico en que la experiencia es el punto de partida de todo conocimiento. Lo que, basándose en ella, haga después el intellectus ipse, pertenece a un theorein que causaría la repulsa tanto del racionalismo kantiano como de MVLl.
Puede ser que la pobreza teórica que muestra el planteamiento filosófico de Abimael Guzmán se acomodase bien a una mentalidad como la de sus partidarios que, antes que elucubraciones abstractas, preferían el lenguaje eficaz de la acción revolucionaria. Sin embargo, la realidad humana (incluida, por supuesto, la del hombre peruano) es tan compleja que exige matizaciones teóricas para hacerse cargo de sus múltiples aristas y antítesis. Un dogmatismo teórico, por más que pretenda absorber en sus tesis, mediante la prédica revolucionaria, las contradicciones sociales, desembocará en una suerte de fanatismo maniqueo en el que un pedazo de la realidad se convertirá, gracias a una sinécdoque falaz, en toda la realidad. Esta fue la posición gnoseológico-política de SL.
Si a ella le es aplicada la ética kantiana, tendría que afirmarse que la teoría moral de SL contiene principios prácticos derivados de una subjetividad, hasta cierto punto, atípica: la de una realidad peruana en la que la pretendida pureza de la conciencia moral sucumbe totalmente ante “lo otro de la razón”. Por si ello fuera poco, las acciones sanguinarias perpetradas por SL testimoniarían, al igual que sucede con los principios de la razón práctica, la imposible tarea de reflejar exhaustivamente la radicalidad propugnada por el dogmatismo senderista. Pese a ello, puede verse aquí que la dación de sentido a las acciones humanas proviene, en un caso, de la fe metafísica en la existencia de una razón universal; y, en el otro, de una infraestructura injusta, esto es, de un mundo social que reclama su demolición mediante teorías que exigen ser transformadas en praxis revolucionaria.
Fijar la posición de MVLl en este ámbito de coordenadas teóricamente tan claras, pero de ardua aplicación en el comportamiento real del ser humano, no resulta fácil. Es innegable que su teoría del conocimiento no prescinde nunca del sello que imprime la experiencia (la vida, la historia, la praxis) en las ideas, pero lo es también que son estas las que deben orientar el quehacer humano, en desacuerdo, por ejemplo, con pautas que la experiencia histórica ha mostrado como erróneas o causantes de infelicidad. Podría afimarse que, en este aspecto, la posición vargasllosiana no está lejos del añadido que Leibniz incorporó, en sus Nouveaux essais sur l´entendement humain (II, 1, 2), al apotegma realista-empirista del