momento” (Caretas, 1984, núm. 826; Vargas Llosa, 2009a, pp. 142, 148-149).
Los problemas ideológicos serán objeto, en 1999, de una furibunda hermenéutica, vinculada ahora a un MVLl declaradamente libertario, que había experimentado ya el fracaso en la política real. Hablará –preanunciando la aristocracia ético-cultural de La civilización del espectáculo, en la cual, desde luego, él mismo se incluye– de una idiotez “sociológica”, “politológica”, “periodística”, “católica”, “protestante”, “de izquierda”, “de derecha”, “revolucionaria”, “conservadora” (“y –¡ay!– también la liberal”), que “corre como el azogue y echa raíces en cualquier parte”, adecuándose a “la beatería de la moda reinante”. Debe pararse mientes, sin embargo, en la raíz causal de un mundo superpoblado de “idiotas”, raíz que proviene, en última instancia, de la lacra mayor que la Ilustración pretendió erradicar: “Una abdicación de pensar por cuenta propia” (Vargas Llosa, 1999, pp. 12-13).
De esa misma causa surgió la opción por la alternativa marxista en América Latina, clave también fructífera para leer LA. En efecto, MVLl se referirá a la
actitud religiosa y beata con que la élite intelectual adoptó el marxismo –ni más ni menos que como había hecho suya doctrina católica–, ese catecismo del siglo XX, con respuestas prefabricadas para todos los problemas, que eximía de pensar, de cuestionar el entorno y cuestionarse a sí mismo, que disolvía la propia conciencia dentro de los ritornelos y cacofonías del dogma. (Vargas Llosa, 1999, pp. 15-16)
El adiós de MVLl al marxismo estuvo relacionado, en consecuencia, con un sí decidido a los ideales de la Ilustración.
4. La veta sartreana de MVLl
No parece posible interpretar ni el marxismo de MVLl ni su ulterior trayectoria ético-política, sin pasar a ambos por el tamiz de Jean-Paul Sartre. Es más: determinadas partes de la impronta sartreana, pese a los vaivenes y borrones experimentados, siguen vivos en su manera de interpretar la misión del ser humano en el mundo. La intención de transmitir un mensaje, en último término moral, está siempre presente en casi toda su obra. Nunca ha perdido, por más encubierta que aparezca en sus novelas, la voluntad de transformar la realidad social, e incluso podría leerse su condena de la cultura actual a la luz de la abdicación, por parte de otros, de este ideal de la Ilustración que, vía el marxismo sartreano de su juventud, se inoculó en su forma de entender la literatura. Cierto que en sus ficciones este mensaje moral –contribuir, como atributo irrenunciable de su creación literaria, a crear hombres y países mejores– aparece sin estridencias y casi siempre velado por una sordina inteligente. Mas la metodología expresiva de su prédica cambia de acento en sus artículos periodísticos y adquiere en ellos la rotundidad que solo puede dar, si no la posesión de la verdad, la convicción de que se está cerca de ella.
El ideal sartreano de una literatura con función social –en el que también coincidía Rimbaud: la poesía debía “cambiar la vida” y mejorar el mundo– (Vargas Llosa, 2012b) implica “abrazarse a su época”, de la que el escritor no tiene modo de evadirse, pero, al mismo tiempo, supone una interpretación del mundo mediante los medios suministrados por una “filosofía insuperable”: el marxismo (Sartre, 2003, pp. 9-10). En Qué es la literatura (1948), ciñéndose a una tradición que viene desde la ciudad ideal platónica, Sartre acomete la tarea, en un esfuerzo racional totalizador, de supeditar la literatura al compromiso político, es decir, de sometimiento del arte a un objetivo que él cree superior: la transformación revolucionaria de la sociedad y el advenimiento del comunismo. Como se sabe, esa fue, durante años, una meta que MVLl, apodado por Abelardo Oquendo el “sartrecillo valiente”, hizo suya.
También en 1948, aunque bajo una luz casi todopoderosamente sartreana que opacaba a cualquier publicación rival, Emmanuel Levinas daba a la imprenta La realidad y su sombra, donde planteaba que el arte constituye el testimonio más claro de que no existe una verdad única. El “compromiso” podía, pues, ser leído en diversos contextos y ajustarse a pautas heterogéneas. Veinte años más tarde, en agosto de 1968, Umberto Eco descubre la traducción francesa del manuscrito de Adson de Melk, hecha en 1842 por el abate Vallet. Ya el predominio de la literatura como obligación política estaba en decaída, de ahí que el semiólogo italiano escribiese a comienzos de 1980 en el texto preliminar al prólogo de El nombre de la rosa:
En los años en que descubrí el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que solo debía escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de distancia, el hombre de letras (restituido a su altísima dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el puro deleite de escribir3. (Eco, 1982, p. 8)
En El nombre de la rosa se trataba no de reflexionar directamente acerca de la realidad, sino sobre un determinado marco textual (“es historia de libros, no de miserias cotidianas”) (Eco, 1982, p. 8). No podrá saberse a ciencia cierta, desde la perspectiva de La civilización del espectáculo, si MVLl incluiría esta obra (altamente entretenida, sin duda, y con mínimas concesiones a la literatura light) en la opinión adversa que le producen los textos de Deleuze, Guattari, Baudrillard, Barthes y, en menor medida, de Foucault (Vargas Llosa, 2012a, p. 91; 2006, p. 95). En todos ellos, su desconexión con la realidad (la vida –será su tesis– solamente existe en los textos; “la realidad real no existe”) (Vargas Llosa, 2012a, p. 78) se identifica con el “saqueo” y la “abolición” de la misma, esto es, con una posición distinta a la que él, desde siempre, ha preconizado (véase, por ejemplo, su ensayo de 1975: La orgía perpetua (Flaubert y “Madame Bovary”), y que se encuentra, de hecho, en las antípodas de lo que entiende por “entretenimiento”. Este no consistirá en el “puro deleite de escribir”, y tampoco en una mera pirotecnia verbal, o –como declaraba en el 2007 a J. Gamboa y A. Rabí do Carmo–, en el oscurantismo de una “retórica tramposa” convertida en “vehículo para la vanidad”. La “altísima dignidad” del escritor estribará, más bien, para él, en una conjunción, nunca abandonada, entre la literatura como “bello oficio” y como medio de mejoramiento de la sociedad.
En “Sartre y sus ex amigos”4, artículo publicado en El País el 30 de diciembre del 2006, MVLl retorna, de la mano del cuarto volumen de Situations (1964), a quien, con sus libros e ideas, marcó su adolescencia y sus años universitarios. Su relectura, sin embargo, reafirma con más vigor el desencanto que se produjo casi ya en la mitad de su vida:
Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron.
Esta declaración de intereses la obtiene, ante todo, examinando críticamente los ensayos que Sartre, “sofista de alto vuelo”, dedicó a Albert Camus (1952), Paul Nizan (1960) y Maurice Merleau Ponty (1961), tres de una serie de “ex amigos” en la que también MVLl se incluye a sí mismo. Más allá de su retórica “astuta” y “persuasiva” y de un estilo polémico difícilmente superable en su trabazón lógica, MVLl considera al Sartre de estos escritos cortos, como “un debelador implacable del sectarismo dogmático” y, por tanto, como antítesis personificada del racionalismo crítico, no obstante poseer un “intelecto desmesurado” y una “razón razonante” que lo convertían, tal como lo había calificado Simone de Beauvoir, en una “máquina de pensar”. Su cerrada defensa del comunismo implicaba la calumnia y la descalificación moral de sus oponentes, posición no acorde con la de Camus, el cual, en tesis que MVLl comparte, sostenía que toda ideología política desprovista de sentido moral habría de desembocar en la barbarie. En su ensayo sobre Merleau Ponty aparece, como síntesis fanática del sectarismo sartreano, la sentencia de que “todo anticomunista es un perro”, rabioso apotegma que conduciría a Raymond Aron a preguntar a Sartre si,