mancharse con el barro de nuestra realidad. Un educador comprometido debe andar estos caminos, porque, como leí alguna vez de un pedagogo francés: «Las personas sin inquietudes no pueden comportarse como buenos educadores». Solo una preparación a conciencia podrá llevarnos a saber, al menos a intuir, cuándo estamos frente a un buen libro infantil o juvenil. No hay recetas, el filtro más confiable de evaluación será nuestro propio discernimiento. Habremos comprendido que leer es cultivar la inteligencia y la sensibilidad, aprender a comunicarnos y a querer más al prójimo. Difícil concebir una pedagogía de la lectura que no se inscriba con estos postulados.
Lección primera
SALGO ABATIDO DE LA REUNIÓN. Desmoralizado, como si hubiera perdido por goleada. Mejor: derrotado en el cuadrilátero por knockout. Desciendo las escaleras a tumbos y no miro a los costados, debo llevar mala cara; qué pocas ganas puedo tener de cruzar alguna palabra con ellos. Más bien pronuncio bajito: «Los profesores son los enemigos naturales de los alumnos». Una buena frase de Nietzsche que no me sorprende. Aunque es difícil aceptar que sean tan encarnizados. Parece que entraran al salón poco interesados en educar; dispuestos, más bien, a sorprender el menor error de conducta de los estudiantes para comérselos vivos. Y son de una exquisita sensibilidad para detectar la fisura de la ignorancia: una pregunta absurda la califican de ridícula, una respuesta equivocada significa una reverenda burrada.
—Me quedaré un rato en la cafetería —respondo a uno de los colegas que me dice para salir juntos.
Prefiero evitar el tropel de profesores. Ahora todos hablan, en especial aquellos que permanecieron mudos durante la reunión. Ninguno carece de anécdotas para celebrar las bestialidades de sus alumnos. Ante el pedestal del saber (si parecen dominarlo todo, haberlo leído todo), despliegan contra el alumno una sarta de cortesías que alude a las especies zoológicas y también a los primeros eslabones de la evolución humana. Cada reunión es una muestra temible de su instinto humanista, de su odium pedagogicus.3 Es como el pasatiempo preferido del gremio, que no consiente el desinterés de los alumnos hacia el aprendizaje y menos el desdén a la lectura.
Me gusta imaginar a mis colegas en sus clases. Al profesor de Literatura, por ejemplo, locuaz y pretensioso en la sala de profesores. Conmigo es, por el contrario, bastante receloso. Una vez intenté conversar con él sobre Travesuras de la niña mala (2006), la última novela de Vargas Llosa. No sé si dije algo inapropiado, pero encontró un pretexto para interrumpir el diálogo. Ipso facto, diría él. Siempre viste traje oscuro y corbata, lleva un maletín James Bond y lo escucho hablar de litigios entre partes, circunstancias atenuantes o resoluciones impugnadas —está por terminar Derecho en una universidad particular. De seguro comentará cualquier cuento de Valdelomar o Reynoso con ese lenguaje grandilocuente, tan lleno de gerundios y arcaísmos.
—¿Sufrirán los escritores en sus tumbas? —me digo casi sin darme cuenta.
—¿Perdón? —me pregunta la señora de la cafetería.
—Por favor, un café cortado y un paquete de galletas — contesto.
—¿Las de agua?
—Sí, gracias.
La estrella de esta tarde ha sido la lectura en el colegio. El director académico habló de la necesidad de evaluar cuánto leen nuestros estudiantes —hubo bromas y risitas entre los colegas— y de diseñar un programa de lecturas para todos los grados. Aquí se acabó el chiste en la reunión; al fin, me dije, un motivo para debatir sobre el sentido de la educación. Al menos en uno de sus aspectos, la lectura, si es que pertenecemos a una sociedad de la cultura escrita. Pero el director no mencionó si nosotros, los profesores, leemos lo suficiente como para convertirnos en autoridad y estar en condiciones de cumplir dichas tareas.
No sé si la pintarrajeada teacher de Inglés, el ceremonioso profesor de Religión o el cascarrabias sabelotodo de Matemáticas llevan un libro en su cartapacio. No importa si de autoayuda o si les espera en casa, antes de dormir, una novela romántica. Un verdadero misterio. Del que podría asegurar que no lee ni ha leído un libro en su vida es el gordo profesor de Educación Física, basta verlo engullir todo tipo de chatarra al borde de la cancha, mientras sus alumnos sudan el alma corriendo interminables vueltas.
—PORCIÓN: 8 UNIDADES (44 gramos) —me entretengo leyendo la información nutricional de la envoltura de galletas—.Valores por porción. Energía 161 / proteína 3 / grasa 2.3 / grasa saturada 1 / grasas monoinsaturadas 0.8 / grasas poliinsaturadas 0.4 / colesterol 0 / hidratos de carbono 32.
¡Cuántos libros se habrán escrito sobre nutrición! ¡Y cuántos sobre gimnasia y cultura deportiva! Una montaña de conocimientos que este profesor ha saltado con garrocha, porque siempre lo veo acribillar a sus alumnos con carreras, abdominales y lagartijas. Y después, para recuperar la perdida simpatía, los dejará jugando pelota o tirados en el pasto contemplando las nubes. ¿Sabrá que es indispensable alimentarse bien, que no estirar los músculos después del ejercicio puede causar lesiones? ¿Que la actividad física desarrolla el vigor y también la moral?
¿Tendrá conocimiento de que el flaco Menotti, cuando fue entrenador de la selección argentina, recomendaba a sus jugadores leer libros durante las concentraciones? ¿De que Jorge Valdano ha escrito tres o cuatro libros sobre fútbol y el escritor uruguayo Eduardo Galeano tiene uno que es el evangelio: El fútbol a sol y sombra (1995), un devocionario y una denuncia a uno de los deportes más lucrativos del mundo? Sabrá que Vargas Llosa cubrió el Mundial de España 82 como reportero del diario El País y dejó escrito: «Gracias al fútbol, la literatura de ficción contemporánea se ha enriquecido con un aporte tan simpático como inesperado: las secciones deportivas de la prensa»? Alguien debería advertirle que las palabras escritas están en todas partes a la espera de nuestros ojos, ávidos de conocer desde lo elemental hasta aquello que trasciende lo corporal y la emoción instantánea.
—¿Le traigo azúcar, profesor?
—No, gracias. Me estoy acostumbrando a tomarlo puro.
Ahora sí presiento que viviremos una fiebre en el colegio. El sermón del director iba en serio, ya distribuyó algunas tareas y ha repartido las recientes «Normas y orientaciones básicas para la implementación y ejecución del Plan Lector», publicadas por el Ministerio de Educación. Fue el único tema de esta tarde y la reunión, sin embargo, fue interminable. Lo que me ha quedado resonando en los oídos son las imprecaciones de todos contra la pantalla de luz —¡maldecidos mil veces la internet, la televisión y los videojuegos!— y el decreto del profesor de Literatura, muy a su estilo: «Pena capital contra los alumnos que no leen». Los profesores seremos los verdugos; yo no sé cómo haré para escabullirme de ese mal juego.
—¿Cuánto le debo, señora?
Soy profesor de quinto grado de primaria en todas las asignaturas y sigo con una mezcla de celos y fascinación la buena estrella del profesor de Literatura. Debo confesar que quisiera estar en su lugar y que a ratos alucino: invoco un virus que lo deje fuera de combate unos meses y pueda reemplazarlo en sus clases sobre el realismo urbano o la Generación del 27. Aunque hay días en que su presencia ensimismada y algo sombría me despierta una rara curiosidad. «Debe ser poeta… o al menos narrador», me digo bajo los efectos de un curioso fetichismo. La estructura del colegio impide compartir momentos con otros profesores, en especial con aquellos de distinto nivel, así que me complacía imaginándolo en su escritorio, desvelado y bajo la luz de una lámpara, escribiendo un libro secreto. O tumbado en la cama, con la ropa puesta, leyendo como un descosido.
Una mañana entré al teacher’s room y lo encontré doblado sobre una pila de cuadernos, corrigiendo con cara de pocos amigos. «Es mi oportunidad»,