acomodará los escalofríos donde menos duelan y sentirá el regocijo en las andanzas de los dos personajes: juntos se bañan en el estanque, suben a un árbol, se asisten con ternura y contemplan una vida que se extingue. Son los últimos días del simpático animal sobre la tierra, mientras, sin aspavientos, hace preguntas que la muerte tampoco podrá contestar. Como yo o quizás como cualquiera. Porque para ese instante final no hay respuesta convincente, solo un gran río de color misterioso:
Hasta que un día, una ráfaga de aire fresco despeinó las plumas del pato y este sintió frío por primera vez.
—Tengo frío —dijo una noche—. ¿Te importaría calentarme un poco?
La nieve caía. Los copos eran tan finos que se quedaban suspendidos en el aire. Algo había ocurrido. La muerte miró al pato. Había dejado de respirar. Se había quedado muy quieto. Le acarició para colocar un par de plumas ligeramente alborotadas, lo cogió en brazos y se lo llevó al gran río. Allí lo acostó con mucho cuidado sobre el agua y le dio un suave empujoncito. Se quedó mucho tiempo mirando cómo se alejaba. Cuando lo perdió de vista, la muerte se sintió incluso un poco triste. Pero así era la vida.
No soy ninguna autoridad en el tema de la muerte. Es más, aún me turba demasiado. Tengo un gran temor, no a la muerte personal (aunque no sabremos nunca cómo la enfrentaremos), sino a la de mis seres queridos. Mis padres están vivos y desde niño me angustiaba, sobre todo cuando discutían, que uno de los dos dejara de respirar. Me aterraba la imagen que veía de ellos, enardecidos y fuera de sí, diciéndose cosas terribles. Corría a encerrarme a mi cuarto para rogar a dios que ninguno de los dos muriera y sollozando, como lloran los niños cuando están solos, deseaba morirme pronto.
He despedido a tíos mayores y dolientes, cuyas muertes eran previsibles. Nadie muy cercano. No conozco, por lo tanto, el torrente de sufrimiento que arrastra la enfermedad de un pariente en casa, el desconsuelo de un velorio, el duelo incomprensible. Esas carencias han dramatizado mi relación con la muerte y no quisiera esa condición para mi hija. Los cuentos primitivos, que eran ritos de formación, hablan a menudo de la muerte como una presencia doméstica permanente. Las familias vivían hacinadas en sus viviendas; los niños veían morir a sus animales y plantas, a sus abuelos y padres. Los enterraban, celebraban misas y los guardaban un tiempo en la memoria. Después todo era olvido.
No obstante, el arte ofrecía paliativos como la religión: atenuaba el dolor y prolongaba la vida terrenal en una dimensión casi sagrada. Aún hoy la literatura nos enseña a hacer frente al acabamiento biológico y curar sus heridas emocionales. No quiero recordar las grandes obras universales, sino algunos libros álbum que he leído últimamente: Ramona la mona, de Aitana Carrasco; Regaliz, de Sylvia van Ommen; ¿Cómo es posible?, de Peter Schössow; y una historia de un abuelo, cuyo título…5 El primero presenta un niño de casi seis años, quien vive en casa con su familia y una pequeña fauna. De a pocos, a algunos les «llegará su hora»: al abuelo, a los pececitos. Pero también nacen otros seres como su hermanita, a quien llama «Ramona la mona». En Regaliz, un gato y un conejo conversan si cuando suban al cielo disfrutarán de todo lo que tienen ahora. Y la pequeña protagonista, en ¿Cómo es posible?, carga un gran bolso, con ciego pesar y reprendiendo a medio mundo… es que ha muerto Elvis, su canario, a quien lleva a enterrar.
Preciosos libros, en armonía de texto e imagen, que me traen inevitablemente la poesía de Luis Valle Goicochea,6 tal vez nuestro mejor poeta de literatura infantil. Sus primeras ofrendas Canciones de Rinono y Papagil (1932) y El sábado y la casa (1934) están atravesados por la muerte —el tío viejo, la nodriza, el compañero de escuela, la hermanita—, pero ninguna escena me parece más conmovedora y representativa que la que dedica a su humilde mascota, que «no tenía lindos colores: era oscuro pero bueno». Ha desaparecido, voló más allá de los eucaliptos y acaso ha muerto. «¡Dios no lo quiera!», exclama el poeta, para terminar con estos versos: «¿Qué será del pajarito lindo? / Papá me dice a mí, el mayor de los hermanos, / que ese no saber dónde está / se llama incertidumbre».
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.