la Literatura. Se ha subvalorado la literatura infantil, cuando se trata de la etapa en que más debemos fomentar la lectura para asegurar su gusto y consumo literario posterior.
CAMILA HA ESTADO MUY NERVIOSA HOY. Desde que llegué a casa noté su intranquilidad; se prendió de mi cuello y me abrazó fuerte como si hubiera dejado de visitarla unos días o como si me estuviera despidiendo. Ni uno ni otro, ayer estuve con ella y mañana también vendré a verla; aunque, ahora que lo pienso, el fin de semana no la veré pues su madre tiene planeado salir de viaje con ella. No sé si también con él (nada me ha dicho, pero lo sospecho). Yo llegué a la hora de costumbre y Camila veía televisión; corrió a saludarme sin decir una palabra. Caminé con ella colgada del pescuezo hasta la sala, haciéndome el abrumado y bromeando con lo de siempre: «¡Caperucita, mi amor, estás tan grandota que pareces el lobo!».
Otras veces era Blancanieves o Alicia después de haber comido el pastel. Siempre me pareció pavorosa la escena en la que Alicia crece tanto que toca el techo con la cabeza y se ve obligada a sentarse de costado en el suelo de la casa y mirar el jardín con un solo ojo por la ventana. Después suelta a llorar; son litros de lágrimas hasta que forma un gran charco a su alrededor. Si me parece aterrador, ¿por qué se lo he contado con lujo de detalles? Tal vez para que vaya aprendiendo lo que es el miedo y adquiera cierta seguridad; creo que después del amor, vencer la inseguridad de nuestros hijos es lo más importante que podemos brindarles. El psicoanalista Bruno Bettelheim escribió un libro titulado Con el amor no basta (1983) en el que muestra la necesidad de forjar el carácter del niño con límites y pautas de conducta. Esa actitud del adulto, sostiene Bettelheim, ayuda a desarrollar capacidades y emociones infantiles para hacer frente al entorno social.
Lo cierto es que esa tarde para saludarla utilicé el personaje de la Caperucita Roja —¿o fue la Sirenita?—, pero ella no abrió la boca. Tampoco quiso soltarse de mi cuello. Lo habitual era empezar un diálogo más o menos ingenioso. Me senté con ella en el sofá, apagué la tele e intenté sonsacarle unas palabras. Permaneció muda y aferrada a mí durante largos minutos; luego sentí que gemía, que humedecía mi camisa y moqueaba el lóbulo de mi oreja. «Llora, mi hijita», se me ocurrió decirle. Consideré que lo necesitaba y que pronto me confesaría algo importante.
—Papi, ha muerto el abuelito de E.
—¿Emi? ¿Tu amiga del colegio?
—Sí, su abuelito.
Eso era. Ni más ni menos que la muerte. La miré a los ojos, los tenía enrojecidos y llenos de lágrimas. «Ha estado llorando desde antes que llegara», pensé. «Y ahora qué pasará en su cabecita: la muerte, con su túnica negra, rondará en busca de su abuela o su madre. O quizás ahora la muerte sea menos formal y más competitiva: presionará un botón y en el acto desatará una catástrofe familiar. Se llevará de un santiamén a los abuelos y al padre por andar contando tantas historias sangrientas, con dedos pinchados por agujas y ojos arrancados por cuervos justicieros».
—Los abuelitos son personas mayores y casi siempre son los primeros en dejarnos.
—Pero ella quería mucho a su abuelito.
—Todos queremos a nuestros abuelitos.
—Pero ella lo quería más que a su abuelita. Me lo ha dicho.
—Es muy triste, pero a veces las personas que más queremos son las que primero se van. No podemos evitarlo.
—Aunque los amemos con todo nuestro corazón.
— Aunque los amemos con todo nuestro corazón.
—¿Y quién elige quién se muere antes?
—Mmm…
—¿Y los que mueren se mueren para siempre?
—Mmm…
Hace exactamente quinientos cuarenta y seis días que vivo separado de mi mujer. Desde que mi hija Camila cumplió cuatro años; esa misma noche, después de que ella se durmiera, yo abandoné la casa. He acordado con mi exmujer las visitas: de lunes a viernes, todos los días, después de mis clases; y los domingos todo el día, salvo que ella decida salir el fin de semana. Como tiene una casa familiar en el campo, las salidas son bastante frecuentes. En buena cuenta, debo conformarme con las quince horas semanales que veo a Camila y que son tan fugaces.
Este tiempo ha acentuado mis hábitos solitarios. Los serenos paseos por el malecón —mi exmujer vive en un edificio de los acantilados de Barranco— y por otro lado la concurrencia un poco a ciegas al cine, cuando, camino a casa, me quedo en el Cinematógrafo o en alguna de las salas de Larcomar. Las caminatas son una bendición: me oxigenan, divago a mis anchas y suelo fumar menos que cuando estoy en casa. Además llego exhausto, inundado de brisa marina, con el cuerpo dispuesto a hundirse en la cama y soñar.
Pero esta última noche volvía muy triste. Es verdad que había conseguido distraer a Camila; después de un momento en el sofá, terminamos bromeando, la acompañé a comer, jugamos a la memoria y veíamos uno de sus programas en televisión, cuando sonó la llave en la cerradura. Era la señal. Desde el acuerdo que tomamos con su madre, nunca la había omitido ni postergado: abracé muy fuerte a Camila y le deseé un lindo fin de semana. Cumplí con el ritual de siempre: le robé una uva, la lancé al aire y la encajé en mi boca. Saludé a su madre, recogí mis cosas y partí. Partí sin haber podido contestar algunas de las preguntas que Camila me hizo.
El sábado estuve dedicado a quehaceres domésticos. El departamento donde vivo es un lugar pequeño y húmedo, en el segundo piso del Leuro, acaso el edificio más antiguo de Miraflores. Hacia las cinco de la tarde salí a almorzar en un restaurante vegetariano que queda a un par de cuadras, de regreso pasé intencionalmente por la librería de la avenida Larco. Sabía que no disponía de mucho tiempo, pues debía corregir una pila de exámenes y no dejar nada para el domingo —había quedado con mis padres en ir a su casa, hasta La Punta, a pasar el día—, pero siempre surge una corazonada y decidí cruzar el umbral.
Pocas sensaciones más felices que hallar un libro impensado. Podemos entrar a una librería con un título memorizado o incluso con una lista de libros en la mano y ciertamente nos producirá un gran placer hallar el libro o los libros que durante un tiempo nos parecían imposibles. Pero no dejará de ser una repetición, un gusto advertido; habremos recibido la recomendación de un amigo, averiguado algo del libro o picoteado porque lo tuvimos prestado y lo quisimos propio. Pero cuando de pronto un libro desciende del cielo, nadie nos anunció nada de él, por lo tanto ese libro no existía, hasta que viene al mundo para despertar ante nuestros ojos.
Eso me ocurrió con El pato y la muerte, del artista alemán Wolf Erlbruch.4 Uno de los trabajos más delicados que he visto en mi vida, por la fineza estética del texto y de las ilustraciones, y además por el modo tan cuidadoso que aborda el tema de la muerte. Era el libro que necesitaba para leer con Camila; estaba todo contenido en esa historia de encuentro entre un pato silvestre y una criatura descarnada, de cuencas vacías y boca inmóvil como una cicatriz. El atuendo que lleva parece la bata insignificante de un jubilado antes que el capote oscuro que esconde una guadaña. La conversación que sostienen ambos es de gran inteligencia, con levísimos toques de humor:
—¿Quién eres? ¿Por qué me sigues tan de cerca y sin hacer ruido?
La muerte le contestó:
—Me alegro de que por fin me hayas visto. Soy la muerte.
El pato se asustó. Quién no lo habría hecho.
—¿Ya vienes a buscarme?
—He estado cerca de ti desde el día en que naciste… por si acaso…
—¿Por si acaso?— preguntó el pato.
—Sí, por si te pasaba algo. Un resfriado serio, un accidente… ¡nunca se sabe!
—¿Ahora te encargas de eso?
—De