cuadernos.
Levantó los ojos y me observó con desconcierto, como preguntándome «¿a mí te diriges?» o «¿qué otra cosa puedo hacer?». No me contestó, pero su mirada había sido tan sugestiva que me animé a soltar prenda.
—¿Qué género escribe? Porque a mí me gusta… mejor dicho, trato de escribir poesía.
—No escribo nada.
Esta vez no levantó la mirada. Su respuesta podía expresar un ejemplo de modestia o que dejara de importunarlo con mis preguntas o que, realmente, no escribía nada pero que era un apasionado lector. Dudé unos segundos antes de inclinarme sobre esta última opción: no cabe duda, es un gran lector. Lo que dice bellamente Privat: «El lector lee como el pescador pesca. Es solitario, inmóvil, silencioso, atento o meditativo, más o menos hábil o inspirado. Se considera como evidente que el lector lee cuando lee como el pescador pesca cuando pesca, ni más ni menos. Aprender a pescar, como aprender a leer, consiste entonces en dominar ciertas técnicas de base y probarlas progresivamente en corrientes de agua o en flotas de textos cada vez más abundantes». Animado por estas disquisiciones, decidí desafiarlo y aporreé nuestro trabajo rutinario, que robaba horas a la creación pero que felizmente estábamos obligados a leer un montón…
—¿Leer un montón? —repitió mi frase con una ligera inflexión de cansancio y creo que hasta de antipatía.
—Bueno, claro —balbuceé—… todo profesor de Literatura tiene que leer no solo obras clásicas sino lo que se publica actualmente.
—¿Para qué?
Mortificado, levantó la mirada y me clavó los ojos desafiantes.
—¡Tonterías! —exclamó—. ¡Los libros del curso me los sé de-memoria!
Se refería a los manuales de Literatura de tercero, cuarto y quinto de secundaria. Era suficiente para él, ahí estaba depositado todo su saber humanístico. Le sostuve la mirada unos segundos, después él prosiguió con su corrección de cuadernos: «biografía del autor», «corriente literaria», «títulos de sus obras»… lo noté tan seguro de su verdad, tan sólido y confiado en la inspiración de sus libros sagrados. Poco importaría esta anécdota, tampoco me produciría desazón ni molestia, incluso la hubiera olvidado, si no hubiera comprobado tantos casos semejantes a lo largo de estos años.
Me he dado una vuelta por las librerías. Es sorprendente el ágil reflejo del mercado: en cuestión de meses, estos locales han instalado secciones nutridas de literatura infantil y juvenil. En algunos casos, como en las librerías El Virrey o el Fondo de Cultura Económica, no son solo estanterías con libros para niños y jóvenes que se suman a las tradicionales estanterías de literatura hispanoamericana, novela extranjera o ensayos de lingüística, sino que han habilitado espacios apropiados —cojines multicolores en el suelo, mesas y sillas en miniatura— para que los chicos se acomoden a leer a sus anchas.
Sin proponérmelo, he recordado cuando mi padre me llevaba de niño a las librerías. En aquella época mi padre era un personaje en algunas librerías, porque además de buen conversador —qué charlas entusiastas con los libreros de antaño—, era un magnífico comprador. Tenía crédito en Castro Soto, La Familia y Studium, a cuyos establecimientos, repartidos en varios distritos de Lima, llegábamos a quedarnos un rato largo. No diré que eran las horas más felices de mi vida, pero no la pasaba nada mal: fisgoneaba títulos clásicos, acariciaba el repujado de algunas cubiertas, me extasiaba de volúmenes ilustrados y picoteaba la prosa elegante de los cuentos y las fábulas que me fascinaban. No había secciones destinadas a los pequeños lectores… la novela Corazón o los relatos de Andersen o una selección de Las mil y una noches formaban parte del maravilloso conglomerado de la gran literatura universal.
Tampoco recuerdo libros embolsados, carteles de promoción ni vendedores despistados. La librería era una especie de biblioteca animada, donde se hablaba con fervor de novedades y hallazgos librescos, entre sobrios anaqueles de madera. Ahí dormían un sueño sobresaltado las mejores creaciones de Pavese, Hemingway o Camus… víctimas de la irrupción de nuestra mano o de nuestros ojos. Los encargados de venta, muchas veces el mismo propietario, dispuestos siempre a brindarnos su orientadora y contagiante pasión por la lectura. Creo que antes la librería representaba un mundo menos ambiguo, ajeno al ambiente de supermercado… hoy se han ampliado e iluminado los espacios, multiplicado los rótulos de clasificación y el vendedor no deja de ofrecer alguna mercancía a cambio del libro que hemos solicitado. Vistas así las cosas, qué modesta aparece ahora la imagen que retengo de ayer: mi padre con un paquete de libros y un niño a su lado, yo regordete y con anteojos, llevando un libro en su mano, ansioso porque sabía que en casa se convertiría en un mundo por descubrir.
A la distancia, es para alegrarse: el número de libros infantiles ha crecido considerablemente y son objetos en empaques cada vez más lucidos. Las editoriales extranjeras apuestan por el mercado peruano y nuestras casas editoras han afrontado la competencia, descubren autores y empiezan a producir libros a granel. Leer en la escuela se ha convertido en un asunto de actualidad y todos parecen comprometidos. Pero la percepción de la realidad tiene otro margen espacial: de cerca los libros muestran un contenido bastante conservador, la lectura está más atenta al latido pedagógico de la escuela y los profesores flotan a la deriva, desconcertados para trazar las «líneas transversales», cumplir con las evaluaciones y proveer el deleite de la literatura.
Escucho por la radio declaraciones del director de la Biblioteca Nacional: «Es verdad, solo la mitad de las ciudades en el Perú tienen una biblioteca pública». «¿En qué condiciones?», pregunta el periodista. El director enmudece, el periodista no insiste y se deja llevar enseguida al tema de las salas para niños que han inaugurado en la sede de San Borja. Mentalmente, repregunto: «¿Esas escasas bibliotecas municipales tienen actualizados los catálogos? ¿Disponen del sistema de estantes abiertos, computadoras, fotocopiadoras?».
Como una ráfaga, recuerdo la biblioteca de La Punta; en su viejo local pasaba, cuando era adolescente, tardes enteras leyendo novelas clásicas. Un espacio sosegado y cómodo, donde unos pocos niños y jóvenes, casi siempre los mismos, nos saludábamos amablemente como miembros de una congregación de solitarios. Esta biblioteca se ha mudado a la Casa del Adulto Mayor y me pregunto qué implicancia puede tener ahora, para los chicos del distrito, el concepto del acto de leer.
Reviso la tesis que tengo refundida en mis estantes y encuentro algunas respuestas de alumnos universitarios —de las muchas encuestas que realicé—, que impiden la descomposición de mi trabajo. Temo que pronto sea un fósil. Son opiniones que conviene incluir en la especie de pizarrón en que ha ido convirtiéndose este cuaderno de apuntes. Creo que en la China antigua, el datzibao era una suerte de gran mural donde se escribían eslóganes y todo tipo de textos breves que reproducían el ánimo de una comunidad. Lo que quedó, por ejemplo, en las paredes de París cuando estalló Mayo del 68. Recuerdo haber leído en una revista cubana el trabajo de recopilación de grafitis y apostillas que hizo Julio Cortázar al recorrer aquellas calles adoquinadas. No eran pintas de carácter partidario, sino profundamente políticas y culturales, impregnadas de un ácido aliento subversivo.
Esta muestra de la tesis responde a una pregunta de la encuesta, referida a la imagen que conservan los alumnos de la biblioteca de su colegio: «Era decepcionante. Salvo dos o tres títulos, todo olía a guardado. Incluso la bibliotecaria» / «Lo que abundaba eran los ejemplares preuniversitarios y había, bien al fondo, un solitario estante de literatura. En medio de tantas hojas secas, parecía una aguja en un pajar» / «Mi colegio es religioso y la biblioteca es un templo de libros santurrones» / «Había ejemplares de temas delicados: abuso sexual, prostitución,