/ «Cuando en historia estudiábamos la Santa Inquisición y el profesor explicaba las cámaras de tormento, todos gritaron: ¡La biblioteca! ¡La biblioteca!» / «Nuestra biblioteca era más anticuada que Una noche en el museo (la película)» / «Si iba a la biblioteca provocaba entre mis amigos una larga lista de preguntas: ¿Por qué lo haces? + ¿Acaso hay tarea? + ¿Te han castigado? + ¿Qué trabajo de investigación han dejado?» / «Siempre tuve buenas notas en el Plan Lector, pero nunca necesité de la biblioteca; bastaba con las separatas y el rincón del vago» / «Solo entraba a la biblioteca para dejar el material de los profesores. Yo era el encargado» / «La biblioteca era un lugar cómodo y tranquilo… para dormir» / «Una vez leía Crepúsculo en la biblioteca y la bibliotecaria me quitó el libro. Después la Fraterna me dijo: “Los vampiros tienen un significado erótico, esotérico y maligno”. Y se quedaron con mi libro». En medio de esta andanada, una voz redentora: «Yo leía mucho después de clases, mientras esperaba la movilidad. La biblioteca era ideal porque podía estar en silencio y escoger el libro que quisiera».
Tal vez la lectura sea uno de los actos más dignos y libertarios de la experiencia humana. La única posibilidad en la que el ser humano, apenas paseando sus ojos por unas líneas, adquiere la magnífica facultad de volar de una región a otra, de entrar a una botella como el genio libanés o de hablar con el burro bíblico de Balaam. La lectura nos revela las dimensiones fantásticas de la realidad, pero también nos permite explorar las complejidades del saber: La vida de las hormigas (1930) de Maeterlinck o nuestro pasado histórico en la pluma de Garcilaso de la Vega o el mundo futuro en la ciencia ficción de Isaac Asimov.
Porque la lectura debiera ser un camino al conocimiento, el discernimiento y la imaginación. En la escuela se dice y repite que leamos por nuestro bien; que el contacto de nuestros ojos con los trazos misteriosos de la página nos provee de información, amplía nuestro vocabulario y nos dota de una cultura necesaria para el medio social. Estas consejas, sin duda, son bienhechoras y serían cabalmente acertadas si nuestros profesores agregaran a sus exhortaciones: la lectura ofrece, además, una forma intensa de disfrute.
El viejo maestro Borges recomendaba que «la lectura debe ser considerada no como una carga, sino como una fuente de felicidad». Sabiduría que no debería olvidarse en las escuelas. No bastan las admoniciones, sobre todo si se cree que la lectura solo enseña conocimientos y valores. Parece importar poco si el profesor conoce el texto o no, si el estudiante ha sido suficientemente motivado o no. Como existirá siempre el instrumento pedagógico del castigo, la práctica mecánica de la lectura puede estar garantizada, pero su enorme provecho intelectual será desperdiciado.
En un cuento titulado «Cómo y por qué odié los libros para niños», del libro Magdalena peruana y otros cuentos (1986), Alfredo Bryce explica divertidamente lo aburrido que eran la mayoría de libros infantiles (y juveniles) y que la exigencia de consumir aquellas obras terminaba por lograr el efecto contrario: aborrecer la lectura. En una nota periodística poco conocida, García Márquez refiere algunas situaciones de «cómo los profesores de literatura pervierten a sus alumnos». Cuenta cómo a su hijo Gonzalo lo martirizaban sometiéndolo a arbitrarios cuestionarios de lectura sobre una novela que, para colmo, era El coronel no tiene quien le escriba (1971). García Márquez reseña los contrasentidos en los que han caído las evaluaciones de lectura en la escuela, formulando preguntas memorísticas o de un simbolismo antojadizo. Y sugiere que un curso de literatura debiera limitarse a ofrecer una buena guía de lectura. Me pregunto quién más puede garantizar un conveniente listado, si no es un profesor bien entrenado.
Dedicar a la lectura en la escuela un tiempo diario, como una gimnasia que modela nuestros músculos, es indispensable en la formación de futuros ciudadanos para un país mejor. Durante ese tiempo —treinta minutos puede ser el periodo sugerido—, los estudiantes tendrán la oportunidad de sumergirse en mundos posibles elegidos voluntariamente, como también de indagar en la realidad para conocer mejor el medio y a sí mismo. Elegir el libro es ya el comienzo de una postura crítica que el buen lector, en el curso de su aventura, no abandonará jamás.
El escritor pedagogo Daniel Pennac nos ilumina y alienta en su libro Como una novela (1992) —nunca sabremos, por su heterodoxia, a qué género literario pertenece—, al presentarnos un escenario escolar poblado de una galería de estudiantes radicalmente enemigos de toda forma de civilización. Estamos en una especie de barbarie juvenil de los países altamente industrializados. En este ambiente, el lector, guiado por una prosa poligonal —voz múltiple, referentes actuales, variadas técnicas— es testigo línea a línea de cómo la sana erosión va ganando en la dura coraza de sus alumnos. Terca gota que horada la piedra y que lleva al narrador a decretar al final: «Es una tristeza inmensa, una soledad en la soledad, estar excluido de los libros».
Un amigo de la maestría me ha pasado la voz para colaborar en una revista virtual de educación… le he ofrecido entrevistar a algunas personalidades. Lo va a proponer al comité editorial y me ha pedido una lista de posibles nombres. «Me interesaría conversar sobre educación y lectura —le escribí por correo— con Luis Jaime Cisneros, Patricia Salas, Constantino Carvallo, Luis Guerrero Ortiz, Patricia Fernández…». Agregué como posdata: «Ojalá con algún funcionario del Estado». Me ha contestado con otro pedido: una reseña personal de cada uno. No pensé que fuera necesario. «De tripas, corazón», me he dicho, así que me dispongo a prepararlas. Siempre, antes de escribir, por elemental que sea el texto, necesito buscar el impulso de otra voz. Ubico Diario educar (2005), el libro de Carvallo y empiezo a leerlo de manera azarosa. Doy con estas líneas:
¿Leer a los clásicos? Acabo de enterarme de que según el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha terminado una época y ya no es posible la ilusión humanista de la educación mediante la lectura. Ha finalizado, con la nueva era informática y visual, el sueño de la salvación del alma mediante «una bibliofilia radicalizada, una ilusa exaltación melancólico-esperanzada del poder civilizador e incluso humanizador de la lectura de los clásicos». Ya no es posible la formación humana mediante la lectura que «educa al hombre en la paciencia, la contención del juicio y la actitud de oídos abiertos». Yo sigo, sin enterarme, en una época pasada.
También yo. Sé lo anacrónico que resulta tener una biblioteca en casa, con espacios cada vez más reducidos, pero todavía me alborozo —y por momentos desespero— de verla prosperar robusta, sin desperdicio. Ya no guardo todo como antes, conservo los libros que considero valiosos para el futuro y procuro, además, una recatada belleza en las ediciones que compro. Cuando adquiero ejemplares de segunda, los restauro con paciencia y cariño. Recuerdo a mi padre haciendo lo mismo y también una foto de Manuel González Prada, tomada por su hijo Alfredo, donde aparece con una copa de pegamento y reparando con amorosa dedicación.
Formamos parte de una especie en extinción, criaturas marchitas de la «modernidad líquida», categoría que refiere el sociólogo vasco Zygmunt Bauman. Propuesta que define la precariedad de las relaciones humanas en una sociedad individualista y privatizada, impalpable y reducida al vínculo sin rostro que ofrece la Web. Más bien del filósofo que menciona Carvallo no he leído nada, como tampoco de la gran parte de intelectuales que cita en su Diario educar. Vaya uno a imaginar su biblioteca como El paraíso perdido de John Milton: «El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo / puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. / ¿Qué importa el lugar donde yo resida, / si soy el mismo que era, / si lo soy todo, aunque inferior a aquel / a quien el trueno ha hecho más poderoso? / Aquí, al menos, seremos libres…».
Entrevista a Patricia Fernández
La lectura como discernimiento
Es sorprendente su juventud