escrito en Perú?
No lo sé. Y te lo digo porque ese libro parte fundamentalmente de ciertas lecturas ligadas a la poesía del siglo XIX, al simbolismo, a Rimbaud, a ciertas lecturas del surrealismo. Pienso que de alguna manera me he mantenido fiel a este impulso original.
Cuando regresas de Colombia, en el 77, te asocias a La Sagrada Familia, un grupo con actitudes iconoclastas e incluso beligerantes. ¿No había una contradicción entre lo que escribías y los postulados de este grupo?
Mi participación en La Sagrada Familia fue realmente una aventura de amistad. Desde antes de salir del Perú era amigo de Kike Sánchez (fue el primer lector de mis poemas). Cuando volví, conocí e hice amistad también con Edgar O’Hara y así entré a formar parte de La Sagrada Familia.
A pesar de tener una opción política clara, La Sagrada Familia suponía una diferencia con respecto a Hora Zero: mientras Hora Zero daba unas normas muy estrictas para escribir y postulaba una única opción poética, La Sagrada Familia era mucho más tolerante con respecto a las aventuras y a las propuestas individuales. Pero mi paso por La Sagrada Familia fue efímero. Estuve simplemente durante un número (el tres, si mal no recuerdo) y luego seguí viendo a los integrantes, pero ya no participaba del movimiento. Creo que realmente mi paso por allí contribuyó a reforzar lo que de alguna manera intuía y había tratado de hacer en Un buen día. Los poemas de mi segundo libro, Las conversiones, que aparece cinco años después —largo tiempo para escribir apenas quince poemas—, significan una profundización de lo que había descubierto en Un buen día.
Reconozco también que de La Sagrada Familia he recibido mucho. He aprendido, por ejemplo, a no ser absoluto en mis opiniones, a aceptar que existen distintas opciones o distintas posibilidades —todas válidas— en el momento de escribir. Considero que ha sido una experiencia importante en mi formación y que me ha ayudado a seguir por el camino que desde el comienzo había elegido.
Quiere decir que para ti La Sagrada Familia ha sido más bien una ayuda para tu formación individual, pero no ha tenido mayor repercusión en tu manera de escribir.
Exacto.
Hace un momento hablabas de tus lecturas, de las cosas que te habían ayudado a escribir Un buen día… Todos los textos que nombraste son parte de lo que concebimos como la tradición occidental de poesía contemporánea o moderna, como queramos llamarle; no son peruanos. ¿Te sientes de alguna manera ligado a la tradición poética peruana? ¿O eres de los que piensan que ella no existe?
Por supuesto que me siento ligado a la tradición poética peruana. Reconozco múltiples antecedentes en mi escritura: el primero lo podrías hallar en Eguren. La opción del trabajo con los símbolos, por ejemplo… También Martín Adán, especialmente el último, el de los diarios concebidos como una especie de autobiografía interior. Creo que algunos aspectos de ellos —si no formales, por lo menos como concepción de la poesía— aparecen en mi trabajo.
Lo mismo sucede con varios poetas de la llamada generación del 50 —como Eielson, Blanca Valera, Sologuren—, que de alguna manera comparten una actitud ante la poesía que yo también tengo. Tal vez sí exista una diferencia con respecto a la poesía más cercana. No me siento muy ligado a las opciones poéticas dominantes del sesenta o del setenta.
Me considero, pues, inmerso en una tradición, pero no solo peruana, sino también latinoamericana. Te nombré fundamentalmente poetas que pertenecen a la tradición europea; pero, por ejemplo, en Colombia leí con mucha atención —e incluso creo que aprendí bastante de él— a Octavio Paz. También allí descubrí a Álvaro Mutis y se convirtió en uno de mis autores de cabecera.
O’Hara sostiene que tu residencia temporal en Colombia favoreció también esta suerte de alejamiento muy contemporáneo de las escrituras. Para decirlo de otra forma: de los poetas del 60. ¿Es cierto eso?
Probablemente, porque cuando uno comienza a escribir, por lo general, lo hace identificándose con ciertas voces o con ciertos modelos que en ese momento son dominantes, principalmente porque uno no sabe cómo encauzar lo que tiene dentro. Creo que los primeros amigos o los primeros lectores son muy importantes; son el primer interlocutor que uno tiene. Si me hubiera quedado en el Perú —es simplemente un juego, una hipótesis—, quizá mi poesía habría sido diferente.
Pero quiero aclarar algo. Hace un momento decía que si hubiera vivido en Argentina o España, básicamente, mi opción habría sido la misma. Te lo dije por razones personales. Los primeros años que pasé en Colombia —que son los que recogen los poemas de Un buen día— fueron para mí muy solitarios, porque prácticamente no tenía contacto con otros lectores. Mis amigos no eran personas vinculadas a la literatura. Recién conseguí interlocutores literarios cuando mi libro ya estaba listo o por lo menos bastante encauzado. Yo enviaba y comentaba mis poemas con un peruano: Kike Sánchez, a quien había conocido en San Marcos antes de irme a Colombia.
Creo que esa soledad, ese frecuentar únicamente los libros, ha marcado con fuerza mi nacimiento poético.
Pasemos a cosas más textuales. Alguna vez has dicho que tu poesía es una indagación, un conocimiento del yo. ¿Hablamos de un conocimiento ontológico, existencial?
La poesía para mí es básicamente dos cosas: en primer lugar, una forma de conocimiento, una forma de acercarse a la realidad, de entender el mundo, y también de autoconocerse, de autoexplorarse. En segundo lugar, la poesía es un lugar de purificación que nos ayuda a extirpar ciertos temores, ciertos pánicos, y desde esa perspectiva nos ayuda a vivir mejor.
¿Exorcismos?
Exorcismos, si quieres llamarlos de esa manera. La poesía es como una llave que abre la caja de Pandora. De allí puede salir cualquier cosa. La poesía es también como un espejo. Y aquí quisiera tomar el título de un libro último de Carlos Fuentes que me parece fascinante: El espejo enterrado. Creo que la poesía —y esto funcionaría bastante bien con mi trabajo— es desenterrar un espejo donde podamos mirarnos nosotros y podamos mirar el mundo.
En Una casa en la sombra se encuentra el siguiente verso: «Pero el poeta no debe ser confesional». Sin embargo, no pocos textos tuyos tienen ese tono.
Cualquier persona que lea Lejos de todas partes —que incluye todos mis poemas escritos hasta la fecha— puede descubrir que mi poesía reúne en un solo cauce varias vertientes. Una primera que reconozco es la confesional. Mi poesía es una especie de autobiografía, si de alguna manera quieres llamarla. Pero una autobiografía que no se detiene en lo simplemente anecdótico, sino que apunta a las grandes conmociones interiores. Por ejemplo, el descubrimiento del amor, del placer, del dolor; el descubrimiento de ciertos miedos, la soledad, el temor a la destrucción, a la muerte. Sin embargo, sería limitante decir que mi poesía es solo eso, porque otra de las vertientes es también una exploración sobre la realidad, incluso sobre el entorno histórico y social. Tal vez no planteada de una forma directa, como lo hacen otros poetas peruanos recientes, pero si tú lees algunos de mis poemas de Cielo forzado o la sección «Sobre el brillor todavía de», encontrarás una reflexión sobre la historia y sobre el Perú actual.
Al mismo tiempo, y como una tercera vertiente que impregna las anteriores, hay una reflexión sobre el hecho mismo de escribir, sobre las posibilidades de la poesía y del lenguaje.
Tú hablas de autobiografía. Tus textos, sin embargo, son muy difíciles de acceder. Algunos, incluso, los han calificado de herméticos. Yo tengo una hipótesis. T ú dices en Una casa en la sombra que el poeta no debe ser confesional; Otro lado es un texto general construido autobiográficamente. Mi hipótesis es que para que estos dos términos no sean contradictorios recurres precisamente a lo elusivo. El dato autobiográfico está, pero no se puede precisar, está cifrado; si el lector no conoce la cifra, simple y llanamente no puede acceder a ese dato, lo que haría que la poesía no cumpla uno de sus fundamentos básicos: la comunicación. ¿Piensas que eso sería un