en otros son casi poemas. Ya después corto, reúno poemas, destruyo algunos. Corrijo bastante.
El amor rudimentario, por ejemplo (treinta y siete poemas), fue escrito en dos etapas. Unos en Lima, y el resto salió de un tirón en unos meses que estuve en España. Incluso varios de los poemas veladamente van corrigiendo las fechas, se presentan casi como un diario. Después trabajé y corregí los poemas y, bueno, ahí está el resultado. Pero no fue un libro que me propuse, sino que sencillamente apareció.
¿Qué sentido tiene para ti Lejos de todas partes, que es la reunión de tu poesía hasta la fecha?
Solo puedo decirte que llega un momento en que uno debe detenerse a recoger sus pasos. Lejos de todas partes es el fin de una etapa. No sé qué vendrá después… si insistiré en lo mismo, si cambiaré mucho o poco. Con los años (tengo 41) uno se vuelve cauto. Tengo guardados unos pocos borradores de textos en prosa… pero dejemos así las cosas. No hagamos vaticinios.
Ojos que miran las tinieblas *
Por Jorge Eslava
Pocas voces son tan reconocibles, originales y autorreferenciales como la que Carlos López Degregori ha ido urdiendo a lo largo de los años mediante un ejercicio poético consecuente y sostenido. Tras alcanzar su madurez en Cielo forzado (1998) y adquirir carta de residencia en nuestra tradición literaria con Lejos de todas partes (1994), el lenguaje personal de CLD se consolidó a través de Aquí descansa nadie (1998) y el reciente Retratos de un caído resplandor (2002). A propósito de la aparición de este nuevo poemario, Jorge Eslava, editor, escritor y amigo personal de CLD, aceptó jugar el rol de interlocutor inquisitivo del poeta. En estas páginas, el resultado de la aguda conversa.
Empecemos con ese incidente muy ingrato que sufriste hace dos o tres años. La mujer que trabajaba en tu casa echó al tacho una representativa colección de fotos que habías acopiado durante años y que formaban parte del proyecto que dio lugar a este último libro.
Ocurrió a finales de 1998 y, ciertamente, perdí más o menos unas veinte fotos. Sin embargo, en ese momento no tenía todavía claro el libro Retratos de un caído resplandor. Simplemente guardaba fotos así como colecciono un montón de cosas. Tenía una especie de proyecto muy a largo plazo que comprometía el uso de fotos, sabía que quería hacer unas historias con ellas, inventarles vidas, crearles personajes…
La procedencia de estas fotos es muy variada. Incluso sé que has estado haciendo pesquisas por La Cachina y rebuscando álbumes muy viejos.
Así es, ahora tengo unas treinta o cuarenta fotos que podría utilizar para trabajos futuros. Pero, fíjate, no es que haya escrito poemas a partir de las fotos, sino que básicamente se ha dado un diálogo, una confluencia de dos ríos. Las palabras en un momento piden imágenes porque en los poemas, en los retratos que escribo, aparecen instantes que de repente necesitan un cuerpo, una identidad.
Esta confluencia de imágenes y lenguaje responde a un proyecto mayor que ya tiene muchos años en tu trayectoria poética y que en algún momento verbalizabas como la presencia de anillos concéntricos que van creciendo, revelándose, corrigiendo y ampliando tu visión.
Creo que desde Cielo forzado o tal vez un poco antes, cuando terminé Una casa en la sombra, me di cuenta de que los libros que tenía formaban una unidad, porque cada uno de ellos –sin proponérmelo en ese instante– había surgido a partir del precedente, de otras imágenes, de poemas anteriores. Cuando concluí Cielo forzado, tomé conciencia de que mis libros no son simplemente ciclos que se cierran después de la última página, sino que pertenecen a un proceso mayor. En ese momento todavía no tenía título para ese proyecto global, lo adquirí después, Lejos de todas partes, pero ya sentía que mi escritura tenía un destino.
Ahora bien, esa toma de conciencia de la que hablas coincide, además, con el nacimiento de algunas preocupaciones que tienen que ver, precisamente, con lo gráfico. Es justo en Cielo forzado donde aparecen las primeras viñetas que ilustran algunas portadillas.
Viñetas todas de la sección «Danzas de la muerte».
Así es, pero también hay algo que precede a las viñetas: se trata de una fotografía muy oscura en la que se vislumbra un túnel y una caligrafía (otra de tus aficiones es caligrafiar algunas imágenes e incluso otros elementos gráficos que tienen que ver con la tipografía, con los borrones y tachones). En esas primeras viñetas ensombrecidas, además, empieza a asomar esa luz lunar, extraña, que parece ser uno de los símbolos de tu poesía y que adquiere contornos y volúmenes hasta llegar a esos retratos de mujeres desnudas del último libro.
Esos tachones de los que hablas, y que aparecieron en el primer poema —llamado «Arte de la peste»—, tienen que ver con el punto en el cual la palabra ya no puede decir, se acerca a lo inefable. Ahora, cuando termino el proyecto de Lejos de todas partes, y enfrentando a uno de sus poemas finales —un texto en prosa hasta entonces inédito titulado «A quien debemos temer» y que narra la pérdida de una persona querida para el yo poético—, sentí la necesidad de la imagen. Quería una que mostrara ese rostro de la persona perdida, una cabeza que, de pronto, un buen día emerge del mar. Un día, ojeando una revista de fotografías, encontré una imagen casi fantasmal que era precisamente la que el texto reclamaba: una presencia que salía del agua. En ese momento sí pensé que en alguna etapa posterior iba a trabajar imágenes y palabras de manera conjunta al estilo de Retratos de un caído resplandor.
Hay, en tu obra, una vacilación interesante entre el ser y el estar. Y ello es sintomático, solo considerando los títulos de tus libros, en los que se halla un modo de articular la lectura. Se puede nombrar Una casa en la sombra, Cielo forzado, Aquí descansa nadie, Retratos de un caído resplandor... Todo suena a estaciones borrosas y fugaces, donde la permanencia no está garantizada.
Bueno, en realidad, siempre me ha costado mucho trabajo titular mis libros. Paradójicamente, en este último caso apareció antes de escribir el poema final. Por lo general, tengo que dar muchísimas vueltas, probar varios títulos tentativos, ver distintas posibilidades. Pero esta vez sentí que mi libro reclamaba una luz, un fulgor sobre ese ambiente nocturno del texto, y de pronto ahí apareció ese brillo, ese resplandor.
¿Tu obra podría considerarse como una especie de elegía a la soledad del yo poético? En toda tu escritura hay un afán por poblar esa soledad con una serie de aparecidos, de figurantes fantasmales.
Pero ser nadie en este caso significa también ser todas las personas.
Pero ¿es realmente ser todas las personas o es desear ser todas las personas?
Es desear.
Y esa profundísima soledad, que significa carencia, implica la búsqueda de otras personas y del propio yo poético. Para mí es emblemático que aparezca Carlos Alberto como una figura a veces articulante, o incluso como el destinatario de algunas dedicatorias de tus poemas, como si se tratara de un personaje más de la ficción. Me parece curioso –y acaso es una infidencia– que a veces Roxanna, tu esposa, te llame CLD. Has logrado instaurar en tu propio espacio real una especie de escisión entre Carlos López Degregori y CLD, un personaje de esta galería de presencias fantasmales que habita tu universo.
Mira, Jorge, yo creo que escribir poesía es un acto contra la soledad, contra ese vacío que, siento, es parte de mi esencia. Yo percibo que la poesía, la palabra, el discurso es ese instrumento que me devuelve a mí mismo y que también me devuelve a la realidad. Creo, y concuerdo contigo, que en mi corazón hay un gran vacío, un gran desamparo, pero también