una confianza en lo que vendrá después. Todos mis trabajos implicaron algo que se había perdido irremediablemente. Este poemario también habla de pérdidas, porque reconstruye una suerte de biografía afectiva de un personaje, Carlos Alberto, que va recuperando, a través de la memoria, ciertas mujeres, ciertas presencias que fueron importantes para él.
Y para ti también.
Se relacionan experiencias mías, ciertamente, pero están transformadas, manipuladas, ficcionalizadas de la misma manera que las fotografías que ahí aparecen. Pero si bien esas experiencias ya no existen, la sensación que queda al final, la comprobación a la que llega el yo poético, Carlos Alberto, es que esas presencias han valido la pena, han justificado su existencia, le han permitido ir desde la ceguera –porque el libro empieza con un niño ciego que tiene 8 años– hasta esos ojos abiertos de las páginas finales, que son la sabiduría y que están mirando hacia adelante, y también están mirando directamente al lector y al que escribe.
¿Y qué cosa es lo que te permite seguir escribiendo?
Probablemente, ese vacío que está enraizado en lo que soy y que exige que lo llene con palabras. En el fondo, creo, esa es la razón de toda escritura. Hay algo que realmente no puedes llenar, que no puedes explicar, que te impulsa, te impele, te lleva.
Para ti, además, escribir es angustiante…
Es una etapa sumamente obsesiva para mí. Generalmente escribo por ciclos que pueden durar uno, dos, tres meses, y en ese lapso borrajeo varios poemas simultáneamente: vienen uno detrás de otro. Es una etapa de ansiedad, desasosiego.
Ahora, ¿ qué ocurre con algunos textos que aparecen y no se mueven dentro de la atmósfera que tú buscas, que no pertenecen al ámbito semántico de tus vocablos? ¿Descartas esos poemas? ¿Los guardas?
Son poemas que mueren a medio camino.
Hay algo que me interesa respecto de ese singular universo —casi gótico, de extrañamiento, de ocultamiento— que has procreado. ¿No temes que aún tenga mucho de subterráneo, que ese misterio que lo impregna oculte algunos significados?
Ese es el riesgo de cualquier persona que escribe, cualquier persona que ha llegado al punto de encontrar una voz, un estilo o un universo, una manera de vivir y sentir el lenguaje.
Pero en tu caso se trata casi de un movimiento en espiral. Eres un poeta que se retroalimenta a sí mismo, se autofagocita. El riesgo es mayor que para el creador que picotea aquí y allá buscando temas, lenguajes diversos que lo conduzcan a formar universos varios.
Soy consciente de ello. Sin embargo, mis dos últimos libros, Aquí descansa nadie y Retratos de un caído resplandor, son proyectos que en sí mismos significan un matiz o un camino diferente. Hay un estilo, ciertamente, un lenguaje reconocible, pero creo que son muy diferentes de sus antecesores. Ahora bien, no se puede predecir qué va a ocurrir con la propia escritura. Siento que si encuentro alguna vez que mis palabras se repiten, dan vueltas en vano, consideraría razonable la posibilidad de abandonar la escritura por un tiempo.
Pero no eres un poeta que ha escrito con prisa. Hay una media de tres o cuatro años entre cada uno de tus libros. A mí me interesa una paradoja que tiene que ver con tu gusto por las situaciones límite y las enumeraciones de los objetos –que es una manera para envolver al lector–, y al mismo tiempo con la resistencia que ejerces para que tu obra no se entienda fácilmente. Tu poesía es por momentos arisca, hosca, agresiva. Podemos imaginarnos poemas llenos de púas, clavos y cicatrices. Hay que tocarlos con cierto recelo y cuidado. ¿Qué te interesa como creador? ¿Acaso obstaculizar la lectura del poema, porque este es en sí mismo difícil y revelador?
Mira, antes era más visible ese deseo de empañar el poema, de hacer difícil el camino de significación, de ocultar ciertas claves, pero creo también que en los últimos poemas de Lejos de todas partes y en mis dos últimos libros hay una apuesta por la búsqueda de un diálogo abierto.
También me interesa de qué modo toda esta aspereza o este mundo oscuro y a veces fetichista de tus poemas ha calado en tu propia vida diaria. Pienso en tus colecciones; en tu calavera Victoria, que preside tu biblioteca; en tus pomos llenos de uñas.
Bueno, ya no tengo uñas, las botamos; llegaron a empañarse, a malograrse y era el momento de desecharlas.
Eres, además, un coleccionista de huesos.
Sí, y quizá tenga que ver con ese gusto por la enumeración que tú señalaste. Se trata, al fin y al cabo, de reunir objetos de la misma especie, de las mismas características. Mira, yo casi siento que en mi poesía y en mi vida hay dos niveles, dos espacios que son diferentes. En mi caso, escribir es vivir otra vida: tengo una vida cotidiana, trivial, diurna, común y corriente, y otra vida poética.
¿Y cómo has logrado co nciliar esa esqu izofrenia?
Ella sola ha buscado su lugar, su equilibrio, y aparece intermitentemente. Por ejemplo, en las colecciones. A veces ese yo, oculto, ese otro Carlos Alberto, que está viviendo dentro del profesor que soy normalmente, es quien aparece a través de esos objetos, los trae. Yo he aprendido a convivir con esa persona.
¿Y esa persona es —y lo pregunto con atrevimiento— la que guarda esa postura confrontacional o reflexiva frente a las creencias cristianas que aparecen en tu obra?
Hay, sin duda, una búsqueda de algo trascendente en mi escritura. Yo casi me considero un poco agnóstico y, últimamente, pienso mucho en la figura de Orfeo. Él no es solo el que canta y hechiza a todos los elementos de la realidad, sino que también es él quien desciende al infierno para recuperar a Eurídice, para extraer la luz de las tinieblas. Entonces, yo sí creo que mi escritura es el descender a ese infierno que es uno mismo. Y tratar de salir de él limpio, renovado; acompañado, acaso, de los pocos lectores que hayan querido embarcarse en esta aventura.
Poesía imprescindible en tiempos agobiantes *
Por Denisse Vega Farfán
Autor de nueve poemarios, cada cual con giros y propuestas memorables, de marcado alejamiento de esquemas generacionales, desde Un buen día –que este mes cumple treinta años de su aparición en junio de 1978– hasta Flama y respiración (2005), Carlos López Degregori, como pocos poetas de su época poética inicial, aún mantiene un trabajo prolífico, espejeado, original y de lograda tensión, sin caer en la monotonía, en los dominios comerciales. Siempre honesto con su propia voz: sólidamente nos demuestra cómo la poesía –de alguna u otra forma– es imprescindible hasta en los tiempos agobiantes como el nuestro.
Gentil, con la exactitud que lo caracteriza, y siempre admirado de la magia con la que las palabras lo rodean, accedió a responder las siguientes preguntas y compartir el placer de un poema inédito con sus lectores.
¿Cree que en el mundo de hoy el poeta tiene una función más especial y urgente en comparación con otros tiempos?
A lo largo del tiempo, las sociedades y los sistemas culturales se han esforzado por asignarle un don y un lugar especial al poeta. Allí estuvo el demiurgo, por ejemplo, que enlazaba el mundo de los dioses y el de los hombres, o el juglar y el clérigo de la Edad Media, o el refinado humanista del siglo XVI, o el atormentado romántico, o el vidente, o el dinamitador de la vanguardia, o el ceñudo poeta comprometido. En todos estos casos, se plantea una equivalencia entre los textos y el ser que los produce,