Elías Nandino

Elías Nandino. Prosa rescatada


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o al delirio angelical de un Rilke.

      Yo traté a Jorge Cuesta desde el año de veintisiete o veintiocho. Lo atendí médicamente muchas veces. Supe por él mismo los secretos estudios que hacía sobre la ergotina, la que, ametrallada por diferentes cuerpos enemigos, transformaría en la «panacea» para la mayor parte de padecimientos. Me comunicó muchas veces sus repetidos insomnios y me dejó ver su demonio oculto y también su ángel rilkeano. Cuando hablábamos de su descubrimiento científico, iba eslabonando pensamientos diferentes pero con la dirección única de convencerme, de anonadarme, de hacerme su cómplice en la desequilibrada hilera de carbonos con que se presentaba a la ergotina remozada, plena de actividad y de milagro. Hablando era imperativo y no conversaba, sino que combatía.

      Una serie de tragedias minoraron su vida. Vivió quizás cautivo de varios traumas de infancia y, tal vez su demonio guardián, dilató con desenfreno el peso de su cráneo, que resultaba demasiado pesado para su cuerpo. No fue un degenerado superior, ni un santo malo, ni un vidente o profeta, no; fue un hombre singular, íntegro en su desequilibrada sensatez, puro en su crítica cruel, obediente a su estigmático averno y, hombre al fin, mortal para consumar su inmortalidad. Un día murió, no recuerdo la fecha. Se habló poco de su muerte. Ahora está casi a las puertas del olvido porque su obra anda por diferentes manos y parte de su prosa y su obra política, se consideran perdidas. Fue un gran pensador, un hombre que usó el traje de demonio para morir con desnudez de ángel. Su historia íntima será cruel, rara, sin fortuna, pero los que lo conocimos quedamos convencidos de que dilapidó la riqueza de su inteligencia, aquí y allá, por todas partes; pero en un siglo donde lo material brilla más que lo espiritual, y que lo ha condenado a la cicuta de la incomprensión y el desconocimiento.

      «México en la Cultura», suplemento cultural de Novedades, núm., 701, México, DF, 19 de agosto, 1962, p. 3. Este texto aparece con el epígrafe que aquí se rescata en Nivel, México, DF, 31 de junio, 1972, pp. 1, 2, 3 y 9. Sin epígrafe se publicó en Estaciones, nueva época, año I, núm., 1, México, DF, primavera, 1988, pp. 22-24.

       José Gorostiza

      Con el nacimiento del gran poema Muerte sin fin de José Gorostiza, la poesía mexicana adquirió su mayor dimensión de profundidad hacia la sangre y hacia el Universo. Este poema, equilibrio de sensibilidad, inteligencia y desnudez, pone y expone el conflicto entre el cuerpo y el espíritu. Vaso y contenido dialogan con la misma palabra que pronuncian o que callan, y se apoyan en la duda y dudan de su apoyo, para dejar fluir la angustiosa percepción de su mutua e inevitable destrucción. El espíritu es del cuerpo y el cuerpo es del espíritu, pero con esta posesión fabrican su propia muerte con la que devolverán los elementos que les daba unidad. El agua, la tierra, el fuego y el aire, serán la sepultura de nuestra ausencia.

      Poema trágico, único, de autodisección, de dolorosa penetración interna, de desintegración espacial, que toca su carne viva y descubre su muerte eterna. Difícilmente se podrá encontrar otro poema de tan perfecta estructura, de tan esférica hondura y de tan religiosa y desesperada sumisión a la muerte.

      «Magazine Dominical» de Ovaciones, año XVII, núm. 137, México, DF, 9 de agosto, 1964, p. 3.

       Retrato [Xavier Villaurrutia]

      Xavier Villaurrutia no tuvo edad. Desde el año de 1924 en que lo conocí hasta el de 1950 en que fue su muerte, jamás descubrí cambio corporal que lo alterara. Fue siempre un niño en plena madurez. Era de baja estatura, pero su inteligencia lo hacía crecer como la luz a la llama. Su tamaño interior le trascendía el cuerpo porque no cabía en él. Caminaba como queriendo alcanzar lo que de él mismo se evadía. Su voz, grave, dominante, aumentaba su presencia como el sonido a la campana.

      Su muerte, más que muerte fue una fuga. Nada ni nadie la sospechó. Un veinticinco de diciembre, en unos cuantos instantes, improvisó su viaje y se hizo invisible en lo visible…

      Al tratar de sacarlo a flote del removido espejo de mis recuerdos, me lo represento como una sola y enorme mirada, porque Xavier era todo ojos. Igual que las figuras pintadas por el Greco, miraba con el cuerpo entero. Su rostro no era sino el pretexto para sostener dos inmensas pupilas que se salían de sí mismas para vestirlo. Con ellas hablaba, reía, preguntaba o negaba; con ellas desnudaba su estado de ánimo y, únicamente su ceja derecha, negra, indómita, era el timón con que acentuaba sus expresiones. Su ceja izquierda se conformaba con serlo, pero, la derecha, no. Esta tenía voz y voto y el temperamento del poeta y siempre se movía acorde con su pensamiento y denunciando sus climas escondidos. Era como la espada de Damocles, como el arco iris calmando la tormenta, o como un venado malicioso adivinando la proximidad del enemigo.

      Una mirada intensa, inapagable, desbordada, y una ceja derecha audaz, nerviosa, formaban en su cara la vanguardia del personalísimo fluido con que el poeta encontraba y envolvía. Conversar con él era escuchar sus ojos y adivinar las señas de su ceja, porque ellos creaban y extendían ya el día o la noche, ya la tempestad o la paz, ya la espera o la desolación, todo lo que imperando desde su entraña les imponía.

      Pero esto no era todo. Como complemento de sus ojos y de su ceja derecha, también figuraban sus manos. Manos finas, ágiles, perfectas, casi marfil en demencia, que por instantes se desataban de los brazos para consumar a solas, en el aire, la acrobacia nívea de mímicas de cisne. Con ellas levantaba, dejaba caer, azotaba o llenaba de temperatura sus palabras. Eran como ramas estremecidas que disparaban pájaros, o como aves marinas que se despegaban del agua para caer de golpe. No se sabía si pronunciaba con los labios de los dedos o si con ellos terminaba el dibujo de sus frases. Eran como manos de prestidigitador que sabían desaparecer, y luego aparecer de nuevo, vestidas de palomas y entonando el silencio de un canto muy antiguo. Eran manos en verso y para el verso.

      Esto era en síntesis Xavier: unos ojos grandes que rebasaban su cuerpo, una ceja en actitud de bandera, unas manos inquietas como ardillas de nieve y un fondo de luminosa inteligencia que les servía de circulación y de sostén. Por esto, el retrato de este gran poeta, no puede ser estático sino dinámico. Con líneas es imposible trazarlo, pero sí con movimiento. Unir en plena acción la intensa claridad de una mirada, la audacia de una ceja y el vuelo infatigable de dos manos, sólo puede suceder si bajamos los párpados, y dejamos que la imaginación perciba las claras señas de las sombras. Es, con las pupilas a oscuras, como podremos ver, tocar y sentir todo lo inasible, hasta el ritmo giratorio de la tierra que, a pesar de vivirlo, lo ignoramos.

      Estos tres elementos eran los que, de una manera dominante, hacían la presencia de Xavier Villaurrutia. Lo demás era el cuerpo del hombre, pero sobre el hombre estaban ellos, como el relámpago que asoma antes del trueno.

      Como hombre, era sobrio, elegante, discreto, caballero, amable. Su cabello era negro, su frente amplia, su nariz picassiana, su boca grande, y casi siempre una sonrisa franca le partía la cara. Su piel era pálida, casi de vaso de vidrio verde satisfecho de agua. Era ingenioso y jugaba a las canicas con las palabras. Muchas veces, una de sus frases hería más que un cuchillo y, otras tantas, con sólo una sentencia hacía de la mentira una verdad o desnudaba a la verdad de la mentira. Cuando conversaba era sutil y, afirmación, negación o pregunta, siempre estaban respaldadas por la claridad y por la justeza de su palabra. Siempre daba su amabilidad y pocas veces su amistad. Era de carácter alegre, sabía gozar y transmitir su alegría.

      He aquí, en unas cuantas palabras agrupadas, el intento de forjar el retrato del gran poeta Xavier Villaurrutia que, en este mes de diciembre, cumple seis años de habernos dejado. De todas maneras, si estas líneas son ineficaces para representarlo, bastará que cada uno medite en su poesía que es el mejor retrato viviente que nos ha heredado.

      Estaciones. Revista Literaria de México, año I, núm. 4, México, DF, invierno, 1956, pp. 457-459.

       La poesía de Xavier Villaurrutia

      La mañana del veinticinco de diciembre de 1950, apenas cumplidos los cuarenta y siete años, murió repentinamente Xavier Villaurrutia. Su muerte conmovió hondamente a