en Europa, tanto en lo que respecta a la organización del trabajo como al “gobierno de las poblaciones”. Partir del mercado mundial, y no de Europa, cambia profundamente la concepción que tenemos del capitalismo, el Estado y el poder.
En un importante artículo, “La americanidad como concepto, o América en el moderno sistema mundial”, escrito por Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein, los autores especifican la función de la colonialidad en la constitución del Estado europeo, confirmando las intuiciones de Schmitt. La historia del Estado-nación está orgánicamente ligada a la colonialidad, la cual ha jugado un papel esencial en la integración del sistema interestatal al crear no solo un orden jerárquico entre los Estados centrales y los periféricos, sino también al establecer reglas para la interacción de los Estados, como hemos visto con Schmitt.
¿La colonialidad del poder y su dispositivo más importante nos autoriza a pensar en la relación entre blancos y no blancos como una relación entre clases con características específicas y singulares? La historia nos ha demostrado que la relación de poder colonial ha dado lugar no solo a una enorme captura de mano de obra gratuita o barata, sino también a revueltas, revoluciones y niveles de organización autónomos e independientes al igual que la relación capital-trabajo: desde los “negros jacobinos” en Haití al movimiento de los Panteras Negras, pasando por las revoluciones antiimperialistas.
Los nuevos racismos, la pretensión de los habitantes del Norte de querer decidir con quién vivir, el rechazo de los migrantes, la certeza de considerarse propietarios del territorio donde habitan, la identificación con él, etc., todos estos fenómenos son manifestaciones del funcionamiento de la colonialidad en el interior de las luchas de clases contemporáneas en el Norte del planeta.
La “colonización del centro”, la implantación del (los) Sur(es) en (los) Norte(s) y viceversa, solo puede lograrse integrando la colonialidad del poder en los Estados “democráticos”. De hecho, no sorprende que la colonización interna sea una parte integrante de la constitución material de, en palabras de Hannah Arendt, la democracia más política de todo Occidente: Estados Unidos.
4. LA REPÚBLICA CON ESCLAVOS
El racismo en Estados Unidos es como polvo en el aire: parece invisible, aunque esté por asfixiarte, hasta el momento en que dejás entrar al sol. Entonces te das cuenta de que te rodea por todas partes.
KAREEM ABDUL-JABBAR
Tenemos que hacerles entender a los jóvenes negros moderados que si sucumben a las enseñanzas revolucionarias, serán revolucionarios muertos.
EDGAR HOOVER, JEFE DEL FBI
El mundo colonial del que hablaba Fanon tenía un parecido sorprendente con el mundo vivido por los negros estadounidenses.
KATHLEEN CLEAVER
Estados Unidos es, quizás, la democracia en la que las relaciones entre blancos y no blancos (históricamente los negros, pero hoy también los hispanos) asumen marcadamente el carácter de una lucha de clases.
Si, actualmente, la colonialidad también atraviesa y califica las instituciones y políticas de las democracias del Norte del mundo, no es solo porque las políticas neoliberales emprendieron una colonización del centro, sino también porque es constitutiva de las democracias occidentales, como Estados Unidos nos deja fácilmente constatar. La involución actual de la democracia, su degeneración fascista y racista, no debería sorprendernos si tomamos en consideración la formación del Estado y de las instituciones occidentales en el interior de la economía-mundo y, claramente, si se tiene en cuenta la democracia estadounidense.
Ni la república con esclavos ni el régimen colonial e imperial eran cuerpos ajenos a la democracia.25
Lo que los medios de comunicación llaman los “demonios raciales” de Estados Unidos cada vez que hay una víctima afroamericana del racismo supremacista blanco es en realidad un componente estructural de las instituciones democráticas estadounidenses. En Europa, el Estado y sus instituciones, por un lado, y el colonialismo y el imperialismo, por otro, se desarrollaron en dos territorios separados por mares y océanos, mientras que en Estados Unidos, colonos y colonizados, invasores e invadidos, comparten un mismo territorio, de modo que la colonialidad del poder muestra con claridad desconcertante su genealogía democrática.
Si los medios, los académicos, las instituciones democráticas de todo el mundo no quieren ver la colonialidad que constituye a Estados Unidos, es porque sigue repitiendo el mismo estribillo: “de te fabula narratur”, la historia habla de ti. Por estas razones, la interpretación de las nuevas formas de racismo, sobre las que Trump se ha montado para acceder al poder, no debe dar paso ni a la fenomenología de la “relación con el otro”, ni siquiera a la teoría de la inmunidad social de Roberto Esposito. El racismo (y el sexismo) son relaciones de clase que fundaron y estructuraron nuestras sociedades.
La filosofía política se formó concibiendo las instituciones a partir exclusivamente de Europa (de determinadas poblaciones y conflictos). De Hobbes, Spinoza, etc., teorizamos el poder, la democracia, las instituciones, como si detrás de cada una de estas filosofías no existiera un imperio colonial y como si esto no afectara a este mismo poder, a esta misma democracia, a estas instituciones.
Incluso cuando en Estados Unidos la esclavitud y la democracia, el imperialismo conquistador, la colonización genocida y el capitalismo van de la mano, es decir, son indisociables, el ojo del filósofo y del politólogo no ve en ello nada problemático, ya que simplemente ignora su relación o la considera irrelevante para emitir un juicio sobre las instituciones. El caso de Hannah Arendt es sintomático, trágico y cómico a la vez.
Arendt analiza la revolución estadounidense y los fundamentos de sus instituciones, sin admitir jamás el hecho ineludible de que se trata de una democracia con esclavos construida sobre el genocidio de los “indios” que, tras la abolición de la esclavitud, mantuvo la segregación racial hasta los años 60 del siglo XX, seguida del encarcelamiento masivo de negros e hispanos, para reproducir hoy un racismo cuya virulencia contagia todas las relaciones sociales y permite acceder a la presidencia de la república a un supremacista blanco.
En su ensayo sobre la revolución, se plantea, muy sorprendida, una pregunta sobre la tradición revolucionaria que revela su cinismo o su ingenuidad: ¿por qué ningún revolucionario ha asumido la revolución estadounidense como modelo?
“El pensamiento político revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una revolución en el Nuevo Mundo”. Peor aún, “las revoluciones que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana”.26
El hecho de no haber sabido incorporar las conquistas políticas de la Revolución americana, continúa la filósofa, fue un error que condujo al fracaso de la revolución porque se centró en la dimensión “social” de la Revolución francesa a expensas de la “fundación de la libertad” propia de Estados Unidos.
En el siglo XX, la revolución se convirtió en uno de los acontecimientos más comunes de la vida política, pero no en “todos los países y continentes”, como sugiere Arendt, sino sobre todo y casi exclusivamente en los países del Sur profundamente marcados por la esclavitud, la colonización, el imperialismo y el genocidio de los nativos. Los pueblos colonizados tenían todas las razones del mundo para no referirse a la “Revolución americana”, ni a su desarrollo, por su carácter profundamente esclavista, racista, imperialista y genocida. No podían aprender nada de ella, porque era todo lo que odiaban y querían destruir. Los pueblos colonizados estaban más bien de acuerdo con Samir Amin, quien, mirándola desde el Sur del mundo, la definía como una “falsa revolución”.
La libertad estadounidense está fundada sobre la mayor concentración de esclavos (4 millones) que ha conocido la historia, cinco veces más que la concentración de esclavos en las islas esclavistas del Caribe francés y británico.
Los