máquina mundial del poder, absolutamente homogénea respecto de la máquina mundial de producción, produce un interior donde se despliegan los Estados europeos, su constitución, su derecho, su división de poderes, y un exterior mucho más vasto llamado Nuevo Mundo, donde reina la anomia, la indistinción del derecho y no derecho, la violencia, la arbitrariedad, el racismo, el sexismo, el exterminio genocida.
Un exterior que no tiene nada de “natural”, porque es la creación de “soberanos y pueblos cristianos” que “habían acordado considerar como inexistente, para determinados espacios, la diferencia entre justicia e injusticia”.
Las fronteras juegan también un papel fundamental en el reparto del poder, la ley y la guerra. Delimitan un espacio reglado, así como “un espacio de acción liberado de obstáculos legales, de una esfera de uso de la fuerza que quedaba excluida del Derecho”. La “línea” que indicaba dónde terminaba Europa y dónde comenzaba el Nuevo Mundo señalaba también “la acotación de la guerra conseguida por el derecho de gentes europeo” y el comienzo de “la lucha desenfrenada en torno a la toma de la tierra”, continúa Schmitt. La frontera servía también “para la acotación de la guerra europea, y este es su sentido y su justificación para el derecho de gentes”: una guerra regulada por la ley entre Estados europeos y una guerra sin límites “más allá de la línea”.
Carl Schmitt, como buen conservador europeo para quien la división entre lo interno y lo externo remite a la oposición entre naturaleza y cultura, tiene una concepción que se corresponde perfectamente con la de los “conquistadores”, en definitiva, una “concepción civilizadora del mundo en la que Europa aún representaba el centro sagrado de la Tierra”.
La competencia entre Estados europeos, que siempre corría el riesgo de degenerar en lo ilimitado de la guerra, se estabilizó cuando esta división entre estado de excepción y ley, guerra sin límite y guerra acotada, se superpuso a la división geográfica entre colonia y metrópoli.
Dualidad reproducida durante siglos y que Fanon traduce por la pareja “violencia colonial”/“violencia pacífica” –el oxímoron es solo aparente–, cuyos términos mantienen “una especie de correspondencia cómplice, una homogeneidad”.
2.1. La máquina de dos cabezas
El capitalismo es una máquina con dos cabezas, capital y Estado, economía y política, producción y guerra, que, desde la formación del mercado mundial, actúan de forma concertada.
A partir de la Primera Guerra Mundial, de manera acelerada, la alianza capital/Estado se irá integrando progresivamente para producir una burocracia administrativa, militar y política que no se diferencia en nada de la capitalista. Burócratas y capitalistas, al ocupar distintas funciones dentro de una misma máquina político-económica, constituyen la subjetivación que instaura y regula la relación entre guerra de conquista y producción, colonización y orden jurídico, organización científica del trabajo (abstracto) y saqueo de naturalezas humanas y no humanas.
El capitalismo siempre ha sido político, pero por razones diferentes a las esgrimidas por Max Weber, quien apuntaba al entrelazamiento de estructuras burocráticas y capitalistas. El capitalismo siempre ha sido político ya que, para entender su constitución, no debemos partir de la producción económica sino de la distribución violenta del poder que decide quién manda y quién obedece. La apropiación violenta de los cuerpos de los trabajadores, las mujeres, los esclavos y los pueblos colonizados va acompañada de una sociedad normativa donde el Estado administrativo y el Estado soberano se integran a la acción del capital. La política, el Estado, el ejército y las burocracias administrativas siempre han sido una parte constitutiva del capitalismo.
Desde el punto de vista de este “capitalismo político”, el pensamiento de Moore y el de Schmitt tienen límites especulares. El primero está encerrado en la teoría del valor y la acumulación de capital; el segundo ve solo la soberanía y trazará una historia de la política centrada exclusivamente en el Estado, mientras que la renovación de la soberanía y la formación del Estado moderno están estrictamente vinculadas al ascenso global del capitalismo. Los historiadores, más cómodos en el análisis de la relación capital/Estado, nos dicen que es ilusorio e imposible separarlos.
Si le creemos a Braudel, a propósito del capital, “el Estado moderno, tan pronto lo favorece como lo desfavorece; a veces lo deja expandirse y otras le corta sus competencias […] así el Estado se muestra favorable u hostil al mundo del dinero según lo imponga su propio equilibrio y su propia capacidad de resistencia”. Pero “el capitalismo triunfa solo cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado”, solo cuando capital y Estado constituyen una sola máquina de guerra.18
Otto Hintze describirá la relación capital/Estado, ya esbozada por Braudel, como una integración progresiva.19 La hegemonía de uno sobre el otro evoluciona según la coyuntura, pero de tal manera que es imposible concebirlos como dos poderes autónomos.
El Estado no creó el capitalismo, pero organizó y estructuró el mercado nacional y, a partir de 1492, el mercado mundial, gracias a una dinámica de cooperación y antagonismo entre los Estados europeos. Los Estados, con su deuda pública y sus ejércitos, son constitutivos de la máquina mundial de acumulación y su doble reterritorialización del trabajo y el poder.
En una primera fase, el desarrollo del capitalismo fue favorecido por el Estado, que vio en él una herramienta fundamental para su política de poder. En un segundo período, la relación se invirtió. El capitalismo fortalecido, con un mercado nacional a su disposición, derribó los obstáculos que le opuso el Estado.
Las guerras totales de la primera mitad del siglo XX, con la apropiación de la economía por parte de la guerra, la enorme destrucción causada por las guerras y la crisis de 1929, el desarrollo de políticas sociales tras los conflictos mundiales y la revolución soviética “han limitado considerablemente la actividad y la autonomía previa del capitalismo”. La Guerra Fría no aportó “ninguna prueba de una evolución autónoma del capitalismo”, ya que se desarrolló bajo el control y las condiciones impuestas por Estados Unidos y la URSS.
Esta afirmación de Hintze es válida incluso hoy. A partir de los años 80, el capital parece volverse autosuficiente y haber conquistado finalmente la “libertad” que parecía haber perdido durante las guerras totales y la Guerra Fría. Pero el que liberó los flujos financieros, activó políticas fiscales que ya no tenían nada de la progresividad de la época anterior e introdujo la gestión de la industria privada en la organización de los servicios públicos (New Public Management) fue el Estado.
Cuando el colapso “sistémico” se vio venir, como ocurrió en 2008, el capital necesitó absolutamente del Estado como prestamista en última instancia y como soberano con la capacidad de imponer políticas de austeridad, si es necesario, por la fuerza: “La política y la economía están indisolublemente unidas y son solo dos aspectos, dos caras, de un mismo desarrollo histórico”.
La existencia de la máquina de dos cabezas, el poder político y el poder del capital gradualmente integrados, encuentra una confirmación incluso en períodos que generalmente se consideran dominados por el poder exclusivo de la soberanía.
El nazismo no solo introdujo y perpetuó el estado de excepción, como parecen creer Schmitt y Giorgio Agamben, quienes ignoraron por completo la fuerza y el papel que jugó el capitalismo en este período. Junto al estado de excepción, siguió funcionando lo que Ernst Fraenkel llamó “Estado normativo”, el estado legal.20
La acción del Estado normativo, a pesar del deseo nazi de privatizar sus funciones delegándolas en agencias no estatales (anticipando los proyectos neoliberales), está confinada en un espacio definido, aunque muy amplio. Esta acción administrativa es necesaria para el “sistema económico capitalista”, cuya prosperidad depende de un orden jurídico que garantice tanto la seguridad como la previsibilidad en el mediano y largo plazo. Solo un orden legal, un orden de normas jurídicas, puede proteger la acción capitalista de la intrusión impredecible del poder político