Maurizio Lazzarato

¿Te acuerdas de la revolución?


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pretendidamente pacífico del capital y el Estado. Fraenkel nos recuerda que el nazismo es el “resultado de los desarrollos más recientes del capitalismo”.

      La supervivencia del “capitalismo alemán necesita de un doble Estado, arbitrario en lo que concierne a su dimensión política y racional en lo que concierne a su dimensión económica”. El Estado normativo garantiza la continuación de las ganancias, mientras que la clase trabajadora está “sujeta a la injerencia ilimitada del Estado policial”.

      La autonomización del estado de excepción nazi del Estado normativo, que se irá afianzando progresivamente, es el resultado del riesgo que asumieron los capitalistas al apoyar explícitamente el acceso de los nazis al poder. Con la Segunda Guerra Mundial, el estado de excepción se convertirá en Alemania en un Estado suicida, provocando con su caída la marginación del Estado administrativo.

      2.2. El ordoliberalismo y el estado de emergencia

      Durante el transcurso de la Guerra Fría, continuará la integración del funcionamiento del Estado administrativo y del estado de excepción a la lógica de la acumulación. Esta imbricación creciente entre capital y Estado, teorizada por el ordoliberalismo, culminará en el neoliberalismo. Si el Estado administrativo se convirtió en un apéndice de la economía neoliberal, el estado de excepción acompañó continuamente el desarrollo de la máquina del capital, transformándose en la “norma” y constitucionalizándose en el estado de urgencia (o de emergencia). Esta relación entre capital y Estado, entre soberanía y producción, puede invertirse, en el sentido de que puede parecer que la soberanía controla la producción, como en China. Pero incluso en este caso, se trata de una integración dentro de un todo orgánico, porque el poder del Estado no es nada sin la producción.

      A partir de la crisis de 2008, ha habido mucha discusión sobre el giro autoritario del Estado (y del neoliberalismo). Pero esto no es ninguna novedad, ya que constituye una alternativa que ya estaba presente en los Treinta Años Gloriosos en Alemania, precisamente bajo la dirección de los ordoliberales. Se diría que Foucault no se dio cuenta de que la “economía social de mercado” necesita de un “Estado social autoritario” para poder funcionar. Desde siempre, el “mercado” necesita del poder soberano y su violencia arbitraria para poder existir.

      Después de la Segunda Guerra Mundial, en el Norte, tras el nazismo, el fascismo, las guerras civiles europeas y dos conflictos mundiales, la máquina del capital adoptó la forma de la racionalidad económica, la producción, el sistema político democrático, el bienestar. Sin embargo, la violencia (directa) no desapareció, siempre estuvo ahí, debajo de la capa muy delgada de la sociedad de “bienestar”, y bastaba cualquier crisis para desgarrarla.

      El ordoliberalismo construyó y requirió la función del Estado soberano bajo nuevas formas que en la década de 1960, Hans-Jürgen Krahl denominó “Estado social autoritario”.21

      La ideología de los Treinta Años Gloriosos describió este período como un “largo río tranquilo”, pero tan pronto como las luchas obreras y las “crecientes expectativas de las poblaciones” en el Norte, así como las revoluciones antiimperialistas en el Sur, hicieron caer las tasas de rentabilidad de las inversiones, el estado de emergencia y, en determinadas situaciones, el estado de excepción fueron invocados de inmediato. Hacia fines de los años 60, cuando la ruptura subjetiva de los oprimidos se vislumbraba en el horizonte, la “situación de emergencia” tanto como la evolución hacia nuevas formas de fascismo ya podían distinguirse claramente.

      La acción del fascismo no es coyuntural y excepcional, sino que forma parte de las opciones estructurales a disposición de la máquina de dos cabezas capital/Estado, especialmente en Alemania, donde borró la historia y la memoria de la organización obrera más importante de Occidente (“el fascismo desorganizó a la clase obrera, reduciéndola a una clase en sí”).

      Krahl señala que lo que él llama el “Estado social autoritario” se convirtió en el tema de la reforma social para “evitar que las masas asalariadas se organizaran y se asociaran”.

      El Estado “debe intervenir constantemente en el proceso económico”, convirtiéndose así en el “capitalista colectivo ideal”. Esta intervención sistemática fue descrita y organizada por los ordoliberales y analizada por Foucault, pero Krahl captó algo que tanto a Agamben como al filósofo francés parece que se les escapa, a saber, la “normalización” del estado de excepción. A diferencia del viejo Estado liberal, el Estado social autoritario, “para instaurar el fascismo […] ya no necesita pasar por grandes catástrofes naturales en la economía, sino que puede convertirse en un Führer tecnológico y fascista sin tener que recurrir a un Führer personal”.

      Para establecerse, el estado de excepción ya no recurre a rupturas radicales, sino a simples decretos, leyes o actos administrativos. Lo que despliega, fortalece, expande son los poderes de la policía y del Ejecutivo. El Estado social autoritario, a diferencia de lo ocurrido en la primera mitad del siglo XX, es capaz de hacer pasar a la sociedad “a la situación de emergencia definida por Carl Schmitt” sin ninguna “ruptura de legitimidad jurídica y política y sin tener que recurrir a un golpe de Estado”.

      Si es necesario, el Estado puede “destruir las instituciones democráticas […] a través de los instrumentos del Ejecutivo autoritario”, lo que el neoliberalismo hace a la perfección. Esta tendencia a la primacía del Ejecutivo, inaugurada durante la Primera Guerra Mundial, sufrió una aceleración y una estabilización paulatina durante el período de posguerra, y con el neoliberalismo, se radicalizó. De esta manera, otro umbral de integración de la máquina de doble cabeza fue traspasado.

      El estado de emergencia, las nuevas políticas autoritarias, incluso las formas de un nuevo fascismo, racismo y sexismo coexisten con la “sociedad del capital”, porque esta última es incapaz de reproducirse a partir únicamente de su poder de producción y de consumo y de su “poder semiótico e icónico”.

      La declaración del estado de emergencia en Francia durante los ataques terroristas de 2015 (nunca revocada e incluso inscripta en la Constitución) y la declaración del estado de emergencia sanitaria en 2020 –las leyes liberticidas que el presidente francés Emmanuel Macron no ha dejado de promover– fueron votadas por el Parlamento tal como lo describió Krahl: sin trabas, sin tirar un solo tiro, sin crisis política importante.

      El estado de excepción perdió el carácter excepcional, el oscuro y trágico poder de intervención y decisión que le atribuía Schmitt. De puntual y temporal, pasa a ser continuo y permanente, y adquiere la dimensión más banal de la norma y la policía.

      El hecho de que el estado de excepción se convirtiera en la norma significa literalmente que se normalizó. Formalmente, se parece mucho más al poder arbitrario, continuo y permanente ejercido en las colonias por los Estados europeos que al poder excepcional de la “teología política” schmittiana. La colonización interna desarrolló a la vez el trabajo gratuito, precario, no remunerado y, necesariamente, una legislación de emergencia, porque esta creciente cantidad de trabajo no está disciplinada e integrada a los sindicatos.

      De la misma manera, la crisis económica se normalizó, y perdió así su carácter de ruptura periódica y relativamente imprevisible, lo cual la vuelve igualmente continua y permanente. Lo que no significa estabilización, sino una inestabilidad más profunda y radical. La crisis ya no es el momento de resolución en el que una fase de acumulación termina para que otra pueda comenzar, sino una técnica de gobierno cotidiano que exige constantemente la urgencia. Ya no determina una ruptura que marca un antes o un después, como la crisis de 1929, sino que produce los grises procedimientos de la política monetaria, al apoyar, a distancia, un crecimiento que no quiere crecer y la triste gobernanza de un escenario hundido en el estancamiento. El regocijo que procura un crecimiento del 0,5% y el miedo provocado por un desempleo de -0,5% son los extraños pasatiempos que animan a nuestras élites.

      La eliminación del enemigo político histórico, la clase obrera, dejó al capital en una posición de fuerza. Pero la eliminación del conflicto controlado por los sindicatos y los partidos del movimiento obrero