no puede separarse del flagelo y del artificio.
La falta en la que la epistemología deja a la ciencia respecto de lo que liga esencialmente a su saber más allá de sus conceptos, es el asomo fugaz de la verdad del inconsciente. La inquietud de la ciencia tiene que ver con que se ha fundado sobre un piso que nunca aparecerá como tal, con que reposa sobre un suelo inabarcable para ella misma y por sí misma en tanto que ciencia. Lo que veíamos en la primera parte, sobre el lenguaje ordinario o popular y su falta de palabra para nombrar directamente la “necesidad” de lo sexual, describe esta misma situación. Demuestra que el saber agujereado –y no sólo calificado de insuficiente– cumple una función de borde. La ciencia da lo que no tiene, se desprende de un término, para con su gesto abrirse a todo lo que le falta. Momento de división que se recubre, al proponerse como un lenguaje distinto y separado de las equivocaciones entre sonido y sentido provocadas por la existencia de lo sexual. A la ciencia no se le pide otra cosa que lo que ella misma prometió allí, es decir, el ser, pero ¿cómo lo dará si a ella misma le falta? Por lo que parece tener más a la mano: la producción técnica.
El mundo está poblado de chatarra, de repuestos y de partes sin todo, con las cuales no se tiene ninguna relación de conocimiento, pero que, sin embargo, son el testimonio de lo que cae de la relación del sujeto al ser (Lacan, 2006, p. 54). El mundo no es un cosmos –y eso bien lo sabe la ciencia. El mundo no es otra cosa que restos acumulados de interpretaciones de ese ser que no deja de aparecer para el conocimiento sino por su falta. A esto se debe que aquel suelo latente e inconmensurable, el psicoanálisis lo aborde mediante lo simbólico para recuperarlo de su puesta a parte científica, moral y religiosa, pero haciéndolo bajo el signo de lo imposible. Lo simbólico lo incorpora convirtiéndolo en su exterioridad más íntima. De esto se trata la modificación del espacio exterior que requiere la pulsión para satisfacer una meta que se encuentra en el interior del cuerpo. La “modificación del mundo exterior” de la que nos habla Freud es su restructuración simbólica, la alteración de todo lo que este mundo exterior podría tener de natural, para hacer de la naturalidad perdida un elemento más de lo simbólico. Es el elemento de satisfacción en más el que desnaturaliza el mundo exterior, pero además, al incorporarlo, también lo simbólico pierde cualquier tipo de naturalidad, transformándose en un artefacto más en el que el hombre, para cuidar de sí, debe dejarse capturar en su ser.
Para Freud, entonces, la satisfacción pulsional no podría ser simplemente alcanzar la meta. Porque la meta se alcanza de todos modos aun cuando no se alcance como tal, cuestión demostrada suficientemente por la sublimación. Si la meta se alcanza sin alcanzarla plenamente, cabe la pregunta sobre el acomodo esencial entre la acción hacia la meta y el hecho de alcanzarla. Es evidente –dice Lacan– que nuestros pacientes no están satisfechos con lo que son, que no se contentan con su estado, pero aun así, “en ese estado tan poco contento, se contentan de todas formas”. Todas las formas de acomodo entre lo que anda bien y lo que anda mal constituyen una serie continua, que Freud llamó “principio del placer”. Lo único que justifica la intervención del analista en este sistema, es que se produce un “penar de más”, un mal de sobra, un inservible que no tiene lugar, cuyo índice es ese “se” satisface (Lacan, 1997, p. 173). Esto es lo que se busca rectificar: saber qué es ese “se” que allí se contenta. Pero sin extender la serie del bien y del mal con el anhelo de acomodar finalmente aquello inservible a la realidad, sino que mediante un elemento que se desprende del campo del principio del placer y lo obstaculiza en su consecución, que es lo real-imposible de la satisfacción. Este es el principio del deseo. Pero este imposible no es simple. No es la negación de lo posible, porque respecto de esta paradójica satisfacción, “el camino del sujeto debe pasar entre dos murallas de imposible” (p. 174).
Por un lado, hay un elemento imposible de encontrar en la realidad desde que la representación enmarca un campo que se constituye con anterioridad a él, que es donde el yo irá a jugar su suerte. Si el objeto está situado en el exterior, pero la satisfacción sólo se alcanza en el interior, cancelando la fuente interna, es porque la necesidad es distinta de la exigencia pulsional. Ningún objeto de la necesidad podrá satisfacer a la pulsión. La boca que se abre entonces en el registro de la pulsión, no se satisface nunca con comida, sino que, como lo muestra la experiencia analítica, con el orden del menú, con el puro placer de la boca. Si la pulsión, tal como dirá Lacan, es lo que entrega el verdadero peso clínico a nuestros casos, es porque este imposible se duplica. Lo que desaparece en la realidad, como alejándose infinitamente de la percepción, debe incorporase en lo simbólico, para consumar su pérdida por segunda vez.
Es una incorporación simbólica en la realidad lo que hace que el objeto inhallable que la enmarca se transforme en uno profundamente perdido. Esta incorporación es lo que permite ubicar adecuadamente el “punto de fuga” en torno al cual se constituye el marco de la realidad. Lo que se espera en la realidad es un reencuentro, por lo que el sujeto no sólo tiene frente a él aquel “punto de fuga”, sino que este también se encuentra tras él. La persecución del objeto se transforma en un fin en sí mismo, porque en ella jamás se reencuentra un objeto, sino que la deriva de las significaciones que hacen al destino del sujeto por su dependencia significante, que es el que introduce la distinción entre lo Äußere, externo o exterior, y lo Innere, o interior (Lacan, 2006, p. 115). Se borra el objeto que se persigue y es la persecución misma la que lo hace aparecer ahora como cosa borrada. Con esto un campo se cierra y delimita en torno a huellas que no son engramas de objetos, sino que las marcas de la sobredeterminación significante. Siguiendo el destino de la marca, surge el deseo al que se dirige la interpretación, de tal manera que llegan a hacerse equivalentes uno y otra.
Siguiendo con la pulsión oral, no se trata en ella de ningún tipo de presencia alimenticia: ni de un alimento primitivo ni del recuerdo de un alimento original, sino que se trata del pecho. El pecho o la mama, como dice Lacan, debe ser considerado en toda su complejidad como un “órgano amboceptor” (p.181). El pecho le pertenece, al mismo tiempo, a la madre y al niño, al que succiona y al que es succionado, por lo que en torno a él la pulsión realizará su recorrido. Pero en lo que se da vuelta y pasa de un lado hacia otro, hay algo que no se somete a la inversión. Se produce un residuo que no es invertible ni tampoco significable de manera articulada: el que aparece bajo la forma de los objetos llamados parciales. Esto hace que el pecho, además de ser un órgano amboceptor, sea un objeto parcial y que además aparezca bajo una forma seccionada y separada del cuerpo, lo que nos obliga a concebirlo a partir de un carácter artificial. Cuestión que permite que pueda ser remplazado por no importa qué, porque todo los reemplazos funcionan de la misma manera para la economía de la pulsión oral. En ambos lados y en ninguno, el objeto “que tomaría por dos” surge en el entrelazo entre dos demandas, la del sujeto y la del Otro. Al contornear este objeto, se produce un corte que hace que el deseo del sujeto lleve inscrita la marca de un vacío –no hay alimento para la pulsión oral, por lo que el ser no aparece ni del lado del sujeto ni del lado del Otro– que podrá convertirse en un elemento positivo al evitar que el deseo se haga infinito, lo que le permite limitarse a sí mismo. La función de objeto del pecho –como objeto causa del deseo– permite situar el lugar de la satisfacción de la pulsión. Es por la caída del órgano, que se inaugura una serie siempre discontinua de reemplazos. La pulsión se satisface sólo por su recorrido, su tensión es un lazo y su meta el retorno en circuito, sin nunca alcanzar una totalización biológica.
La “sincronía histórica” (Foucault, 2007, p. 129) denunciada por Foucault entre la psiquiatría y el psicoanálisis, a partir del descubrimiento y el tratamiento del instinto, tiene que pasar por alto esta serie de cuestiones clínicas y epistemológicas para poder hacer de esa sincronía una complementariedad. Mientras que para la psiquiatría no se trata nunca de otra cosa que del desvío de la norma y de la capacidad normativizante de la misma, para el psicoanálisis, en cambio, se trata de inventar un nuevo discurso, que permita describir el funcionamiento de la pulsión para exhibir con él los circuitos bizarros que caracterizan el despliegue de su fuerza, a la que ningún objeto logra satisfacer. No es que falte la satisfacción, sino que la satisfacción es falta. En tanto que produce un saber, en el psicoanálisis es la “anormalidad” –si se quiere, el síntoma– “lo que brinda la norma a la elaboración de la norma, la que por lo tanto “no es normativizante, sino que sigue siendo siempre normada” (Allouch, 2001,