Rodrigo Cornejo

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médico solamente alcanzaba acontecimientos biográficos que no tenían la fuerza para producir, por sí mismo, los síntomas tan intensos de la histeria. De esta manera, cada vez que la etiología no alcanzaba a discernirse con claridad, surgía en su reemplazo la hipótesis de la degeneración de las capacidades psíquicas. La “predisposición neuropática” aparecía así en auxilio de la laguna que quedaba en el interrogatorio, habilitando una etiología unitaria para la proliferación sintomática. El único eje de la herencia se convertía en el causante de los síntomas neuróticos, haciendo que el tratamiento médico fuera imposible o inviable, como lo presenta Freud en La sexualidad en la etiología de las neurosis (Freud, 1991):

      La predisposición neuropática misma es concebida como signo de una degeneración general, y así este cómodo expediente verbal se usa en demasía contra los pobres enfermos a quienes los médicos son impotentes para socorrer. La predisposición neuropática existe, en efecto, pero yo dudo de que baste para producir la psiconeurosis. Y cuestiono, además, que la conjugación de una predisposición neuropática con unas causas ocasionadoras, sobrevenidas en el curso de la vida, pudiera constituir una etiología suficiente para las psiconeurosis. Se ha ido demasiado lejos en la reconducción de los destinos patológicos del individuo a las vivencias de sus antepasados, olvidando que entre la concepción y la madurez vital se extiende un largo y sustantivo trecho, la infancia, en que pueden adquirirse los gérmenes de una posterior afección. Es lo que de hecho sucede en el caso de las psiconeurosis (p. 272).

      Si la etiología de las neurosis no puede conocerse a cabalidad, aun cuando se rastreen con exactitud las vivencias de los antepasados del sujeto que han marcado su destino patológico, es porque la sexualidad infantil, verdadera causa de la neurosis, obviada por la hipótesis degenerativa, no produce sus efectos inmediatamente en el momento en que suceden. No hay nada como tal a lo que acceder en el pasado del sujeto, porque la etiología de su enfermedad no es una causalidad directa, sino que se constituye en el intervalo entre el vivenciar infantil y su reproducción. Si ese intervalo en dos tiempos es el que caracteriza a la sexualidad, no podría extrañarnos de que este se encuentre a la base de la inducción, tan poco obvia a nivel empírico, de que toda pulsión se encuentra originalmente separada de su objeto. Tampoco podría hacerlo el que de ello Freud pueda concluir la separación entre genitalidad y reproducción, y el que la diferencia de los sexos sea un efecto de la historia individual. Al echar por tierra el “expediente verbal” de la degeneración, la libido se desarrolla a lo largo de la historia de un sujeto a partir de una diferencia irreductible, de una relatividad que se tensa entre dos extremos, sin que ninguno de esos extremos pueda fijarse como tal. Polaridad irreductible, que muda varias veces constituyendo la historia de un sujeto. Esto es lo que Freud concluye al respecto en 1923, en La organización genital infantil (Freud, 1992c):

       Durante el desarrollo sexual infantil, la polaridad sexual a que la estamos habituados muda varias veces: la primera que se introduce con la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto. En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante. En el siguiente estadio de la organización genital infantil hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí genital masculino o castrado. Sólo con la culminación del desarrollo en la época de la pubertad, la polaridad sexual coincide con masculino y femenino (p. 149).

      La última versión de la polaridad masculino y femenino no le entrega un estatuto propio a cada una de las determinaciones sexuales anteriores, tan solo es la última estación del tren de las polaridades que proviene desde la diferencia entre activo y pasivo. Si la diferencia entre masculino y femenino demuestra algo, es que ninguna determinación puede apropiarse de sí misma, porque la diferencia a partir de la cual surgen es irreductible. Por esta razón, es que aun cuando la diferencia masculino y femenino puede descomponerse en tres direcciones –biológica, psicológica y sociológica– todas ellas se constituyen a partir de una diferencia que las condiciona. Son todas significaciones [Bedeutung] de la oposición polar macho/hembra, por lo que el par masculino/femenino permanece envuelto en un misterio particularmente denso en su constitución, al no presentar una solución de continuidad –salvo, por supuesto, la que trata de producir y sostener el síntoma. Ni aun en el emparejamiento ocasional de los sexos, en lo que este tiene de acercamiento y de rechazo, podrá levantar finalmente su velo. Con Freud, descubrimos que la laguna que persiste del interrogatorio médico, es en verdad el abismo constitutivo de su saber sobre lo sexual, sorteado bajo el expediente del instinto. Todo lo que no se somete a la continuidad del sentido, debe ser una tara del sujeto, porque su desvío y su aberración será lo que suplemente de un origen pleno a la razón.

      El instinto surgirá como un nuevo objeto para el discurso psiquiátrico y jurídico a partir de los llamados crímenes sin razón o crímenes inmotivados. Foucault esquematizó las coordenadas de este surgimiento en su curso Los anormales (Foucault, 2007), a partir de un diálogo ficticio entre la impotencia del poder penal y la codicia de la psiquiatría. El crimen inmotivado –nos dice Foucault– es la confusión absoluta del sistema penal en su poder de castigar, porque frente a él, este no puede ejercerlo con la libertad que quisiera. Sin razones que motiven el crimen no puede castigar, de la misma manera que no puede hacerlo cuando se comprueba de que el acto criminal fue un acto demente. Pero por el lado de la psiquiatría, el crimen inmotivado es el objeto de una tremenda codicia, ya que analizarlo e identificarlo, será la prueba de su saber y de su fuerza. Entonces –dice el poder penal a la psiquiatría– te lo ruego, encuentra razones para poder ejercer mi poder de castigar o declara a ese acto como loco y quítamelo de encima; por favor, dime con qué ejercer mi poder de castigar o con qué no ejercerlo. A lo que la psiquiatría responde, muéstrame todos los crímenes que te ocupan, y seré capaz de encontrar en más de alguno de ellos una ausencia de razón; en el fondo de cualquier locura existe la virtualidad de un crimen y la justificación de mi poder (Foucault, 2007: 119).

      Frente al acto sin razón, la psiquiatría será la encargada de producir un objeto que venga a llenar un vacío de saber, a esclarecer la confusión del sistema penal y sacarla de su impasse, otorgándole con qué sí y con qué no ejercer su poder de castigar. Se le presenta así a la psiquiatra la oportunidad de demostrar su realeza y su importancia ante el llamado impotente del poder jurídico, ya que el vacío de saber que produce este llamado, la necesidad que este expresa, le calza a la perfección. En su deseo, ella será capaz de encontrar una enfermedad y de identificar el peligro ahí donde aún no se muestra, ahí donde este permanece todavía en potencia. La psiquiatría tendrá la capacidad de reconocer lo todavía irreconocible, de husmear el peligro ahí donde ninguna razón ha podido todavía hacerlo manifiesto. Y como paradigma de este nuevo trato entre poder penal y psiquiatría, Foucault analiza en detalle el peritaje de Henriette Cornier (p.121), una criada de un hogar de Paris, quien en 1827 va junto a la vecina de sus señores a pedir con insistencia que le confíen por un rato a su hija. La vecina duda, pero finalmente consiente a la petición, a primera vista ingenua, de Henriette. Cuando la señora vuelve a buscar a la niña, se encuentra con que Henriette acaba de matarla y de cortarle la cabeza, arrojándola por la ventana.

      El asesinato perpetrado por Henriette no tuvo intención ni motivo. Esto es lo que la misma acusación concluye. Pero cuando uno examina en detalle su vida, mirándola a lo largo de todo su desarrollo ¿con qué se encuentra? Con el abandono de sus propios hijos, de la asistencia pública, el libertinaje sexual, etc. Su vida es una “analogía” de su acto, nos dice Foucault; una serie de preliminares que se actualizan en el momento en que asesina a la niña. El sujeto se parece a su acto y por eso el acto le pertenece, lo que otorga el derecho de imputarlo y de castigarlo. Perfectamente lúcida, sin signos de enfermedad mental, será su historia la marca de la premeditación del asesinato y lo que permite leer de una nueva manera todo lo que ella hizo antes, durante y después del crimen. Lo que en un momento no tenía explicación, aparece ahora fríamente calculado. En ausencia de una razón inteligible para explicar el crimen de Henriette surge la razón; la lucidez mental, la conciencia que tiene de su acto y sus consecuencias, implican la imputabilidad, y por lo tanto, la aplicación de la ley. Será la defensa la que reintroduzca la cuestión de la enfermedad y de la ausencia de razón, pero incluyéndola en lo que Foucault denomina como una “especie de sintomatología general” (p.122).