la defensa serán los signos de un cambio de humor, de una escisión ocurrida no sólo entre el sujeto y el crimen, sino que además de una ruptura en la propia vida de la mujer. Ruptura en su vida, inscripción de esta en la sintomatología de cualquier enfermedad. Pero lo fundamental, y lo que persiste en hacerla imputable de su crimen, es que Henriette tenía una conciencia moral lúcida, comprendía a cabalidad el acto que había cometido, ella misma le ha dicho a la policía: “esto que he hecho, merece la muerte”.
Pero aun sabiéndolo. Ahí está toda la cuestión. Eso es lo que vuelve paradigmático a este caso para la constitución de la normatividad del instinto. Porque este acto, aun cuando carece de razón, logró trastornar las barreras de la moral, como si comportara “una energía autónoma portadora de una dinámica independiente”. Los principios morales del sujeto no fueron suficientemente fuertes para funcionar como barreras frente a una dinámica que aparece como irresistible (p.125). En palabras de la misma Henriette, es la “energía de una pasión violenta” lo que la invadió aquel día. Es imposible que una psiquiatría ajustada sólo a la cuestión del error, de la ilusión y del delirio pudiese dar cuenta de este fenómeno. Todo el discurso psiquiátrico deberá recomponerse con el fin de reinscribir este acto en su interior. Del acto sin razón se pasa al acto instintivo. El instinto no se lo “descubre”, sino que se lo construye y se lo regula al interior de un discurso que le da su campo de aplicación. Con él, toda una serie de problemas nuevos aparecen para la psiquiatría, su inscripción en la biología y en la patología evolucionista, y con esto una nueva jurisdicción queda a su cargo, la de la conducta anormal y desviada (p.128). La psiquiatría se ha transformado en una tecnología de los instintos.
En su libro Hiatus sexuales, Guy Le Gaufey (2014) nos muestra a un Freud lector de uno de los libros más demostrativos de este nuevo interés de la psiquiatría. Se trata del libro de 1877, Las aberraciones del sentido genésico de Paul Moreau, cuyo sólo título ya nos permite seguir a Le Gaufey en su hipótesis de que Freud lo tuvo a la vista mientras redactaba sus Tres ensayos de teoría sexual. Según el psiquiatra francés, el instinto está en todas partes, ofrecido con la mayor de las evidencias a todo aquel que quiera reparar en él. La herencia de la naturaleza moral, dirá Moreau, es un hecho reconocido desde la Antigüedad por todas las instituciones religiosas, políticas y civiles de todos los pueblos. Sin embargo, a pesar de este amplio reconocimiento, uno se entera cotidianamente –sigue Moreau– de una cantidad enorme de “inmundas profanaciones” y “atentados al pudor”, por lo que cabe preguntar dónde se detendrá esta “terrible calamidad que no respeta sexo, edad ni estrato social” (Le Gaufey, 2014: 67). Para poner fin a este escándalo y encontrar efectivamente la causa primera de estos desórdenes y aberraciones, la discusión que propone el libro de Moreau no será filosófica. Será una discusión eminentemente médica, “porque los hechos hablarán por sí mismos” (Le Gaufey, 2014: 68). Es la evidencia de los hechos lo que “demuestra absolutamente” la existencia psíquica de un “sentido genital”. Sin embargo, lo único que resta todavía, pero que por lo demás no le quita nada a lo ya aceptado como demostrado, es aclarar su existencia histológica, es decir, su localización exacta. Está localizado, sin dudas, por eso que los fisiólogos y los histólogos trabajan permanentemente en su descubrimiento (Le Gaufey, 2014: 70).
Sin embargo, mientras estos trabajan para encontrar su localización en el cuerpo –o en hacer del tejido discursivo un tejido orgánico– Moreau apelará al descredito moral, reuniendo a todas las aberraciones en una única y misma reprobación. Puesto que todas las desviaciones sexuales –dice Le Gaufey– “niegan, escarnecen o, peor aún, ignoran ese instinto”, y con esto se comprueba que todo gira en torno a él y su perfección original (Le Gaufey, 2014: 70). El argumento de Moreau se convierte así en una especie de “prueba por los efectos, pero negativa” (Le Gaufey, 2014: 70): haciendo el inventario de todos los sitios en los cuales, al no ejercer su función, se producen tal cantidad de efecto y desvíos comunes, se constata, en negativo, su misma existencia. Se comprueba la existencia del sentido genital “ahí donde no actuó” (Le Gaufey, 2014: 70). Desde que la moral los reprueba en nombre del instinto que ha faltado a la cita, mientras más proliferantes sean los desvíos, más fortalecido saldrá de ahí el instinto. El horizonte médico y social es instaurado a partir de tesis que se quieren, a la vez, científicas y morales y cuyo peso político e ideológico es hasta hoy enorme. Por ejemplo, el “tratamiento moral” fue una mezcla de medicina y moral cristiana, esta última defendida como siempre por el poder burgués, ya que era el arte de producir en los enfermos “determinado sentimiento honorable para suprimir los malos” (Le Gaufey, 2014: 81). La moral es la que trae a la razón de vuelta ahí donde falta o no tiene donde sostenerse, a partir del credo científico de unas “leyes de la naturaleza” y de un “sentido” fijo y repetitivo, que sostiene y orienta todo el maniqueísmo moral de lo contra natura y lo fuera de la naturaleza.
II.
¿Es el psicoanálisis, tal como lo propone Foucault en su curso del 74’-75’, “la otra gran tecnología de corrección y normalización de los instintos” (Foucault, 2007: 129), que junto con la eugenesia, le otorgaría un asidero seguro a la psiquiatría en el mundo de los instintos? Destaco la palabra tecnología, usada por el mismo Foucault para, a partir de ella, desarrollar lo que sigue. Porque la respuesta a la pregunta de si el horizonte que acabamos de describir enmarca también al psicoanálisis, desde el momento en que este propone la necesidad de “rectificar la satisfacción al nivel de la pulsión”, se sostiene estratégicamente en ella. Teniendo en cuenta esta breve consideración —que retomaremos hacia el final— ingresemos ahora en la metapsicología freudiana.
Pulsiones y destinos de pulsión, por una parte, viene a confirmar lo propuesto por Freud en Tres ensayos de teoría sexual, retomando a partir del análisis metapsicológico del concepto de pulsión, la inexistencia de una naturaleza intrínseca a la que el hombre podría adecuarse y a partir de la cual orientarse en el mundo. El cuerpo del hombre no pertenece en seguida al medio en que se desenvuelve, ya que es ajeno a todas las necesidades que supuestamente impone vivir un cuerpo. Inmediatamente, pertenece al vacío y a la ausencia de todo límite; su originalidad es el desamparo. La distinción entre el estímulo fisiológico y el estímulo de la pulsión es la clave para comprender estas condiciones, ya que para Freud es el contraste entre ellos lo que establece una primera diferencia entre lo que viene del interior y lo que proviene del exterior. Es por tanto la experiencia de esta división, su acción sobre este cuerpo inerme y expuesto al abandono, lo que demuestra que el cuerpo del hombre originalmente está tan separado de sí como del medio ambiente que le sería propio. Su relación a sí y su relación al mundo tendrán que construirse entonces, pero sobre una base distinta del esquema del arco reflejo, con el fin de modificarlo y renunciar al ideal, y a los supuestos con que este funciona. El arco reflejo supone que un estímulo actúa desde afuera sobre la sustancia viva, el que inmediatamente es descargado, como respuesta, hacia fuera, con el fin de alejarlo del radio en el que se encuentra y opera la sustancia. El sistema que allí se coordina, la totalidad estímulo-respuesta, se constituye en una acción que, en palabras de Freud, se denomina “acorde a fines”. Esta totalidad puede responder adecuadamente a un estímulo, ya que el estímulo opera de un sólo golpe, al modo de una fuerza momentánea, que por su repetición cíclica, le permite a lo psíquico emparejar estímulos y respuestas. Uno luego de otro, cada momento permite sostener la suposición de una presencia anterior que ordena la dispersión inicial de las percepciones y los objetos.
En cambio, Freud define a la pulsión “como un estímulo para lo psíquico por su trabazón con lo corporal” (Freud, 1992b: 117). La pulsión es un estímulo para lo psíquico, porque al no responder a la estructura del arco reflejo, como todos los demás estímulos fisiológicos, no puede llamárselo, de buenas a primeras, psíquico. A diferencia de la fuerza de choque del estímulo fisiológico, el estímulo pulsional es “una fuerza constante”, que no ataca desde afuera al aparato psíquico, sino que proviene desde el interior del cuerpo y sus exigencias acéfalas. La pulsión actúa sin lo psíquico sobre lo psíquico, empujándolo a que trabaje, obligándolo a ligar la energía allí involucrada, pero sin que lo psíquico pueda hacerlo con ningún objeto correspondiente a una necesidad, porque nada hay dado de antemano para él con ese estatuto. Si la pulsión es una agencia representante [Repräsentanz]