partir de sus constantes modificaciones.
Claramente la pulsión no es sólo la exigencia, no es el Drang. Pero a partir de la consideración de la pulsión como fuerza constante, Freud puede pensar una primera demarcación, una primera forma de orientación de ese ser vivo inerme que él imagina al comienzo. Este ser vivo registra estímulos, se constituye en la diferencia entre los que puede sustraerse y de los que no puede hacerlo. De esta manera, se constituye el linde del afuera y del adentro, así como el de lo anímico y lo corporal. Por lo tanto, los estímulos internos no tienen que ver con la voluntad de alcanzar una percepción adecuada del objeto de la necesidad, sino que tienen que ver con una modificación del aparato en su dinámica y su tópica, a partir de la economía de la satisfacción. El esfuerzo de la pulsión debe considerarse entonces a partir de una fuente que es la que inscribe un borde. Pero lo que vuelve discontinua la relación natural entre el sujeto y el objeto, es también la ruptura de la continuidad entre fuente y esfuerzo. El borde es un corte, porque sirve para inscribir la diferencia interior–exterior. El estatuto del borde no es orgánico, sino que significante (Lacan, 1997). La fuente interior del estímulo deberá modificarse de acuerdo a la exigencia de satisfacción, tendrá que adaptarse a la meta que se busca –es decir, modificar el exterior para cancelar el estímulo interior– y no a un objeto de la necesidad. Se constituye una especie de movimiento en reversa o de reversión, que se pone en juego a partir del corte que se produce en la continuidad fuente-esfuerzo, lo que trae como consecuencia la mantención de la estimulación sobre el aparato. Esta es una modificación que va en contra de su funcionamiento normal, y que contradice el Ideal con el que se constituye, que es el de mantenerse exento de estímulos a partir de la ida y vuelta de la representación de sí y del mundo.
La única tarea que imponen los estímulos exteriores es la de huir, la de alejarse y alejar el estímulo adecuando la acción a un fin. Sólo pide reprimir para someterse ante el Ideal y transmitir hereditariamente el esquema aprendido (Freud, 1992b: 116). Pero si los estímulos pulsionales no pueden tramitarse de esta manera, no sólo entregan labores mucho más complejas al aparato psíquico, desde que este debe modificar el mundo exterior para alcanzar su interior, sino que además obligan al aparato a renunciar al propósito adecuado, a excederse, a trabajar mediante acciones que no son transmisibles hereditariamente, que no le ahorrarán nada a nadie, que no podrán circunscribirse, en definitiva, en ninguna eficacia o finalidad, debido a que son una fuente continua de estímulos. La pulsión modifica profundamente lo que entendemos por sustancia viva y las labores que a esta le depara. Para que la economía de la pulsión sea posible, esta debe volverse paradójica y destruir la posibilidad de una serie continua, donde el aparato pueda acomodarse (Lacan, 1997: 174).
Para comprender el inconsciente, afirmará Lacan siguiendo de cerca a Freud en esto, hay que “renunciar a todo dato primigenio, arcaico o primordial” (p.169). Ahora bien, para que esta renuncia se inscriba como pura pérdida y pueda ser usada por el deseo, para mostrar que esta separación de sí y del medio causada por la pulsión no es un accidente ni un tropiezo, al que el aparato psíquico tiene que acomodarse y reajustarse en su camino hacia la realidad. El trayecto del sujeto respecto de la satisfacción debe ser pensado a partir de la categoría de lo imposible (p.174). Al introducir esta categoría, el trabajo metapsicológico sobre la pulsión no sólo confirma lo ya dicho por Freud desde Tres ensayos de teoría sexual, como ya dijimos más arriba, sino que además, a partir de la lectura de Lacan, agrega algo fundamental. Toda la relevancia teórica y clínica de la metapsicología freudiana se encontraría en este agregado, ya que a través de ella, Freud puede introducir lo imposible en los fundamentos del psicoanálisis, para medir el “desarrollo” de su conocimiento y de las condiciones con que sostiene su clínica. Sólo al considerar al concepto de pulsión tomamos noticia de lo imposible –de lo real como lo llamará Lacan– de una satisfacción que no tiene medida, porque se desprende del principio del placer; una satisfacción que es inadmisible e inasimilable mediante la lógica de la representación. Para eso sirve el concepto de pulsión en el psicoanálisis. Se mantendrá si funciona, dirá Lacan, es decir, si puede trazar una vía en lo real-imposible que el psicoanálisis busca penetrar.
Bajo esta habría que leer la extensa reflexión hecha por Freud respecto del correcto desenvolvimiento de la actividad científica con la que abre Pulsiones y destinos de pulsión. El discurso de la ciencia es, sin duda, el último reservorio de nuestra naturalidad perdida, porque ella habla de la naturaleza humana como saber y se consagra a ella a partir de un ideal de unificación, de un todo-saber o de una lengua bien hecha. Por esta sola razón, le será inevitable responder mediante la moral al sufrimiento que causa esa satisfacción en demasía, ese sufrir demás que descubre el psicoanálisis y con el que se funda, si es que no se da el trabajo de hacerse de conceptos fundamentales; si no produce para sí conceptos que puedan orientar la experiencia psicoanalítica respecto de ese imposible que se da por tarea que penetrar.
El concepto de pulsión es un “concepto fundamental” del psicoanálisis (p.170). Primero que todo, porque está vacío, porque es un agujero –una “convención”, como la llama Freud– que hay que tratar de llenar de contenido desde diversos lados. La pulsión es nuestro horizonte antes que nuestro origen, por lo que impide que el saber pueda coincidir consigo mismo. Freud lo arroja al campo de la ciencia, pero no como el humilde aporte de quien tiene que pedir permiso para volver a ingresar a ese campo, del que cada tanto se lo expulsa bajo el expediente de que su descubrimiento no sería más “pseudo-ciencia”. Aquí se trata de la cocina de la ciencia, por lo que Freud arroja la pulsión a la manos de la ciencia como una papa caliente, para que tenga algo de lo que ocuparse antes de meterlas tan rápido en la naturaleza que dice escrutar. Antes de pasar al conocimiento, antes de la ligadura de tu saber, antes de la última moda epistemológica y de ser tan obediente al amo de turno que te dice para qué eres útil o “acorde a fines”; antes, nos pregunta Freud: ¿de qué manera has incluido lo imposible que debe subyacer a tus conceptos?
La exhortación de Freud resuena fuerte y clara, pero parece que faltaran otros cien años para que podamos escucharla en toda su magnitud: “el progreso del conocimiento [a partir de la invención del psicoanálisis] no tolera rigidez alguna en sus conceptos” (Freud, 1992b, p. 113). Pero por supuesto, esta no es una rigidez epistemológica –diría Freud a la distancia de quien no deja de llevarnos la delantera… por mucho. La rigidez a la que me refiero –continuaría la advertencia freudiana– es libidinal y podrás relacionarte con ella desde el momento en que trates de incluir en tus estadísticas lo que sería una “satisfacción insatisfactoria”, sin hacer del goce una guía moral o un valor a conseguir. La lógica que promueves con tus actuales criterios de evaluación –concluiría Freud– no es otra que la de lo reprimido y su retorno: esperar la novedad pero a partir de criterios que te la mostrarán como tal, preverla, recordar cómo ella es y cómo vendrá hacia ti, ¿cómo podría ser nuevo algo si sigues siendo tú el que está al comienzo y al final de la ecuación? Y aun cuando haces aparecer en sordina a la muerte –publish or perish es actualmente tu lema– este circuito permanece intacto.
Este largo exhorto que le hacemos decir a Freud nos permitiría, además, llegar a comprender que la palabra alemana que él utiliza para referirse a esa “rigidez” que entorpece el progreso del conocimiento –Starrheit– sea la misma que eligió para describir la monotonía que caracteriza la fijación libidinal de uno de los momentos del fantasma Pegan a un niño (Freud, 1992c). El niño observa de una manera rígida y fija a los otros siendo pegados, humillados, “disciplinados” –para ocupar una palabra que toca al masoquismo y al discurso de la ciencia por igual– padeciendo la mala suerte que tienen de existir. El que mira recibe el amor exclusivo del que los otros están privados. Se ubica por encima de ellos, fuera del alcance de la fusta que los hace caer. Pero ese signo de degradación del semejante se convertirá posteriormente en signo de amor, en un pasaje que tiene que soportar el intercambio entre el amor y el odio. Se reconocerá en el semejante golpeado, nos dice Freud, al propio órgano, pene o clítoris. Así, mirar rígidamente la declinación del prójimo es mirarlo para verse reflejado en él como prolongación del propio cuerpo, pero más allá del objeto amado u odiado, es la significación fálica la que lo marca en su condición de arrojado. Es esta la marca que cae sobre el órgano cuando pasa al campo del uso, a partir de una valoración que lo profana,