meta que con él se quiere conseguir. Freud sabía que conformarse con esta concepción de la transgresión perpetrada por la pulsión respecto de toda necesidad, solamente lo habría conducido a sostener con más fuerza lo que buscaba rebatir con ella: que existen objetos y metas normales, adecuados unos a otros. Esta adecuación es la que traduciría erróneamente el “carácter esforzante [Drang]” de la pulsión (Freud, 1992b: 117) entre la satisfacción anhelada y la conseguida, en el alejamiento infinito de los objetos ideales, producido por prácticas sexuales descarriadas y excesivas respecto del trayecto ya trazado. Como si fueran la síntesis de la percepción o del pensamiento, los objetos permanecerían velados en el horizonte de la representación, convirtiéndose en un fantasma que sobrevuela los tratados de psicopatología para sostener la normalidad del instinto por la única y paradójica razón de que nunca se han presentado como tales.
Contra esto es que Freud propone que la pulsión sexual como desvío, aberración y transgresión, como un “montaje” de parcialidades dirá Lacan (1997: 176), ya es la sexualidad humana; los ejemplos clínicos de las “numerosas desviaciones respecto de la meta y del objeto” que inundan Tres ensayos de teoría sexual, son por lo tanto mucho más que ejemplos, son ya la cosa misma. No hay más ni otra cosa que artificio y desvarío en la sexualidad –tanto dinámica como económicamente hablando, ya que la pulsión es fuerza y movimiento, cantidad de trabajo al mismo tiempo que magnitud. La necesidad de una metapsicología es lo que despunta aquí, habida cuenta de que el problema que presenta Freud es irreductible a datos biológicos. Lo que constituye esencialmente a la pulsión sexual es la inexistencia de una justa medida para la sexualidad; es la denuncia freudiana de toda suposición de una moral de la naturaleza y sus exigencias idílicas. El deseo encuentra en esa inexistencia su único terreno fértil, circunscrito a partir de la imposible conciliación de los contrarios. Pero que “Venus esté proscrita de nuestro mundo” –como afirma Lacan (2008: 810)– no es el efecto de una decadencia, sino que la demostración de que la norma, en lo que a la sexualidad respecta, no tiene afuera. La norma no es la aplicación de un régimen abstracto respecto de algo que estaría ya dado, sino que ella misma, a partir de su mismo gesto normativo, es la que debe soportar el salto de la división de lo normal y de lo anormal, lo que la expone a una horizontalidad que no deja de desplazarse y expandirse.
Encontramos así la estrategia del dispositivo. Mientras la norma sólo puede dividir a partir de un acto soberano, sostenida sólo en el abismo de su propia voluntad –ya que debe fundarse a sí misma para ser lo que pretende ser– será la “opinión popular” la que le otorga la sustancia en que dicha operación de división opera, porque ella es la que, como afirma Freud, “representa claramente la naturaleza de la sexualidad” (Freud, 1992a: 123). Pero la sustancia de la “opinión popular” no es extensa, sino simbólica. Lo que concede el lenguaje popular –al no tener una designación precisa para la necesidad sexual– es el asentimiento subjetivo del que carece la norma para fundarse como tal.
Ahora bien, para que esto que nos propone Freud pueda sostenerse en el psicoanálisis –tanto clínica como epistemológicamente– por encima del horizonte médico-psiquiátrico, la pulsión debe delimitar su propio horizonte, cercándose a sí misma de un modo que debe ser claramente determinado. Luego de desanudar instinto y objeto, poniendo de relieve la fuente, el impulso y la meta de la pulsión para dejar atrás aquel primer horizonte, Freud buscará la manera de volver a enlazar la libido que allí persiste, pero de manera que ella inscriba la pérdida que se produjo: la de la “sustancia sexual” como la del acceso directo a sí mismo. De esta manera, la pulsión freudiana –como el “dato radical de la experiencia psicoanalítica” (Lacan, 1997)– será pensada por Lacan como constituyéndose en un trayecto circular, el que cerrándose sobre sí, en una deriva que deslinda sus propios límites, vacía toda representación y desfonda toda norma. Sólo de esa manera, un objeto, devenido cualquiera para la pulsión, podrá venir a su encuentro para que esta circunde su vacío. Explorar el espacio de este dato radical y de uso específico del psicoanálisis, será la segunda vía de entrada que he elegido para desarrollar nuestro tema, y que encontramos extensamente desarrollada por Freud una década después de Tres ensayos de teoría sexual” en “Pulsiones y destinos de pulsión (Freud, 1992b). A partir de este texto, y en una lectura conjunta con el seminario de Lacan Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (Lacan, 1997), trataré de aproximarme a lo que sería un horizonte pulsional y a por qué la pulsión nos permitiría concebir un horizonte metapsicológico.
I.
Procediendo por “analogía” respecto de las necesidades que hacen a la conservación de la vida, la biología –nos dice Freud en la primera página Tres ensayos de teoría sexual– se hace del supuesto de una “pulsión sexual” para explicar la existencia de “necesidades sexuales” en el hombre y el animal. La “pulsión de nutrición” es al “hambre”, lo que “la pulsión sexual” es a la “libido” (Freud, 1992a: 123). De esta manera, de lo que se trataría con la pulsión en ambos casos, es de la expresión de una necesidad, la que suponemos se encuentra a la base del acto que la expresa con el fin de cancelar su excitación. Cuando el hombre se nutre, decimos que lo que hace con ello es satisfacer su hambre. El hambre es la necesidad que empuja y conduce su actuar para alcanzar una meta, la nutrición, lo que completa una suerte de ciclo pulsional. Pero lo que hace el hombre a partir del acto con que satisface su “necesidad sexual” ya implica una complejización de este esquema. Porque ¿qué significa satisfacer la “libido”?, ¿qué necesidad es la que nombra ese nombre? Este movimiento del texto, nimio a primera vista, me parece sin embargo decisivo para lo anunciado al comienzo, por lo que vale la pena detenernos un instante en él. Siendo precisamente una analogía lo que Freud nos presenta, es decir, una figura retórica, el problema de la sexualidad y el de la necesidad que la representaría, se entrama “con la más determinante figuración poética de Occidente” (Claro, 2014).
A diferencia del paralelismo como hábito figural de Oriente y de la tradición hebrea, la analogía metafórica ha marcado nuestros hábitos de pensamiento desde la Grecia clásica. Esta consiste en una comparación entre dos elementos sensibles, con el fin de producir un concepto o una idealidad que habilita la comparación. Así, en la comparación analógica a la que alude Freud al comienzo del texto, coloca un término que no aparece como tal –carecemos de palabras para su “designación precisa” nos dice Freud– pero que se desprende del modelo “sensible” del hambre y de la nutrición, y a la que se le da un nombre por su equivalencia con ese modelo: “libido”. Por lo tanto, la realidad de las necesidades parece de esta manera constituirse a partir de la comparación con algo que no podemos designar directamente, como una idealidad que la trasciende y se le impone a la sexualidad a partir de un esquema que con el cristianismo se convertirá en la separación de la carne y del espíritu, y que concluirá, en nuestra actualidad, con la ideología del progreso, donde la historia material avanza en vías de un final ideal. Si a partir de la analogía el lenguaje sólo imita o representa a la realidad al modo de una alegoría, si la “libido” tan sólo es el nombre que une la necesidad un poco más acuciante, sólo podremos referirnos a nuestro deseo y nuestro goce “como si” fueran una apetencia, como el excedente inaprensible que demuestra una necesidad satisfecha. Cuando nos demos cuenta de esto –nos informa el sentido común– podremos volver a nuestros asuntos.
Pero esta idealidad en la que permanece suspendida la “necesidad sexual” es la que vemos a Freud criticar en la misma estructura lingüística y retórica que la constituye, con el fin de desplazar aquella forma de vinculación a partir de la consideración económica y dinámica de una libido entramada inseparablemente en el lenguaje. Como una referencia vacía pero plena de significaciones, esta se desplaza y se fija en el lenguaje. Por eso es que todas las figuras que la representan no podemos nombrarlas como tal, y cuando lo hacemos, ese nombre no les queda. Sus figuras y sus nombres abundan y proliferan, lo que explica que para Freud no hay sexualidad sin discurso, así como tampoco satisfacción sin lenguaje. Es en torno a esta especie de “espacio en blanco” dejado por el término ausente de la proporción –el que, por lo demás, es donado por la ciencia, en un gesto que cubre el vacío de un lenguaje que al enfrentarse a la sexualidad no nombra nada como tal– donde Freud no sólo hará pivotear el vaivén de la pulsión sexual, sino