E. M Valverde

Sugar, daddy


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sido un placer, Señor Takashi –me incorporé tras un minuto entero de silencio, convencida.

      —¿A dónde vas? Eso solo era el calentamiento –me devolvió a la cama sin cuidado alguno, su índice acariciando mi mejilla de forma tétrica–. No te habrás pensado que eso era todo, ¿verdad?

      —N-No...claro que no.

      Me acomodó sobre su muslo, trazando líneas ascendentes por encima de las medias. Sus dedos se enrollaron en el dobladillo del vestido, y me hizo levantar las caderas para apartar el vestido y bajar las medias.

      Oí lo más parecido a una risa en él, y enganchó el borde de las bragas.

      —¿Y este tanga diminuto? –me azotó antes de que pudiera decir algo, y algo en mi cabeza hizo click cuando noté una ligera molestia directamente en la piel. Ese golpe había picado un poco. Me mantuve con la mejilla en el edredón, observando en silencio su sonrisa de disfrute–. ¿Te ha dolido? –conectó miradas, uno de sus mechones interponiéndose de forma lúgubre. Mentí al negar con la cabeza, y ahogó una sonrisa antes de volver a pegarme.

      Enterré la cara en la cama para evitar hacer cualquier ruido, mi trasero ardiendo con el golpe.

      —Me has dicho que no te dolía... –se mofó, propinándome otro azote en la otra nalga–, y las chicas buenas no mienten.

      Su mano hacía un ruido sonoro cada vez que repetía el gesto, y al séptimo, no pude evitar removerme un poco en su pierna. Sus dedos quemaban y los anillos lo intensificaban todo.

      Me estaba castigando por todo: por haberle mentido, por el puto collar y a saber por qué mierda enfermiza más. Estaba desquitándose conmigo.

      —No tan fuerte, por favor –pedí en un susurro, teniendo fe en que fuese bueno.

      —¿Notas cómo escuece el metal? Te van a dejar marcas durante días –apretujó la piel entre sus dedos, sus anillos fríos incomodándome físicamente. Asentí solo por si acaso se molestaba por no responderle, y me mantuvo pegada a la cama con una mano sobre mi espalda–. Probablemente esto te duela como mil demonios.

      A pesar de que intenté prepararme mentalmente, grité al sentir la palma de su mano arremeter de forma seguida en mi trasero.

      No me dio tiempo a descansar, y por cómo me escocía la piel, estaba segura de que los anillos me estaban dejando marcas.

      —Seño Takashi, duele...duele mucho –se lo hice saber, pero continúo abusando mi piel con sadismo, creando una atmósfera hostil en la habitación de hotel–. Los anillos me hacen daño.

      Solo se oía su respiración pesada en la habitación, como si hubiese estado follando. Le daba placer esta situación, hacer daño a los demás, a mí.

      Quitó la mano de mi espalda, y me apoyé sobre los codos, con las piernas sacudiéndose solas.

      —¿Vas a llorar? –preguntó ido en mi oído, ronco–, ¿vas a llorar porque te destrozan unos azotes en el culo?

      —No me castigue más –pedí fría–, he aprendido la lección.

      —No te esperabas que te fuesen a reventar el culo a azotes cuando estabas borracha con tu amiguito, ¿a que no? –apretó los dedos en mi garganta, coloreando mis mejillas por el mareo.

      —Me...pondré el collar a-ahora mismo, se lo prometo.

      Se me grabó mentalmente su risa macabra, y traspasó el fuerte agarre a mi pelo.

      —Es un poco tarde para eso, ¿no crees? –encerró un tramo de piel de mi cuello entre sus dientes, y no pude evitar gemir de dolor al sentir otra palmada bestial contra mi ahora frágil piel–. Ponértelo ahora no te libraría mágicamente de lo que te estoy dando.

      —Señor Takashi... –saboreé el metálico sabor de la sangre cuando mordí demasiado fuerte mi labio, temblando como todo mi cuerpo.

      —Después de mamármela me dijiste que no te quitarías el collar si me portaba bien contigo –gruñó enfadado en mi cuello, mordiéndolo de forma brusca con otro azote–, ¿quién te crees que eres para exigirme cosas? Solo eres una puta niñata malcriada.

      Grité que me estaba haciendo daño y que me estaba agobiando.

      —No te quiero oír más, Areum –tomó el control de mi mandíbula, y metió el índice y el corazón en mi boca de forma forzosa para callarme, un tramo de saliva bañando sus dedos–. Chúpalos como me chupaste la polla el otro día, vamos.

      Apenas podía tragar saliva debido al brusco mete-saca que estaba haciendo, pero lo intenté con la lengua, lagrimeando.

      Me azotó otra vez con todas sus fuerzas, y ahogó mis gritos entre sus dedos. Dolía tanto que dejé las manos abiertas sobre la zona reventada.

      —Quita las manos –no reconocí su voz animal, y comencé a temblar violentamente de pánico.

      —Déjeme un momento para descansar...p-por favor –mis manos estaban estiradas en señal de rendición, como una bandera blanca, mi cuerpo temblando sobre su pierna.

      Sacó los dedos empapados de mi boca, y cuando abrió los dedos de golpe, caí de bruces a la cama. No oculté más las lágrimas mientras seguía protegiendo mi trasero magullado, y lloré como no había llorado en semanas. Mojé el edredón bajo mi cara.

      —Te voy a dar la vuelta –su voz volvió a sonar dentro de mi espacio personal, y lo que era peor, en mi cabeza. Me sentó en sus piernas, evitando la zona sensible.

      No sabía si seguía enfadado, si estaba complacido con el destrozo o si quería seguir abusando de mi sumisión, pero lloré en silencio y mirando al suelo, con ganas de irme a casa.

      —Ya tienes el cuello bien... –cambió de tema, pasando las yemas de los dedos por el nombrado. Mi piel soportó más mordiscos, con el suave masaje en el pelo de fondo, claro–. Abre los ojos –dio una palmada suave en mi muslo, y estudió mis ojos llorosos. Me puso de pie y me dió la vuelta.

      Pasó medio minuto en silencio, estudiando mi trasero enmarcado en secuelas, unos leves sonidos plásticos de fondo. No sabía qué estaba haciendo, pero no me sentía capaz de darme la vuelta. Siseé cuando pegó lo que supuse que era una tirita, y la idea me parecía absurda.

      ¿De qué me iba a servir una puta tirita?

      Recolocó mi vestido y medias, y apresó mi cintura, sentándome encima suyo con extraño cuidado. Alzó mi mentón, sus pestañas dejando entrever sus bonitos ojos, y depositó un beso en mis labios hinchados de llorar.

      —Estás guapa cuando lloras –me apremió, victorioso de haberme destrozado. Qué maldito enfermo.

      Apartó mi pelo y abrochó el collar de Kohaku en mi cuello amoratado, parecía una masacre.

      —¿Ha acabado el castigo, Señor Takashi?

      —Sí, cielo –acunó mi mejilla, e intenté no llorar con las caricias de su pulgar. Abrochó su choker de Swarovski más arriba del otro collar–. No me importa que lleves el collar del niñato, pero no te quites el mío, ¿sí?. A menos que quieras otro castigo, claro –sonrió ladinamente.

      —No me lo quitaré –aparté su toque educadamente y me bajé de sus piernas, lista para recoger mi chaqueta y largarme de allí–. Buenas noches.

      —Espera –me cogió la muñeca antes de que abriera la puerta, su erección descaradamente dura–. Resérvame la noche del viernes.

      Todavía quedaba una semana para eso, ¿qué prisa tenía?

      —Nos vamos a ver en el trabajo durante toda la semana –le encaré neutral, y flexionó los brazos para acercarse a mi cara. Ahora no quería ni verle en pintura.

      —No seas así –se inclinó hacia mis labios, mirándome de una forma muy sensual que habría correspondido si no tuviese una crisis mental ahora mismo–. El castigo te lo has ganado tú solita.