una senda amarilla en el agua. Los remeros de los perseguidores hundían las palas en el mar muy deprisa. Se acortaban las distancias. Estaban peligrosamente cerca. De pronto, la reina Dido habló:
–Barce –dijo–, avísame cuando distingas con claridad las caras de nuestros enemigos de la nave más próxima.
–¡Yo las veo ya! –exclamó Anna.
–Debe verlas Barce –insistió Dido–. Acus ¿están tus hombres a punto?
–Las veo, las veo –gritó Barce mientras señalaba con el dedo.
–Adelante –dijo la reina haciendo gestos de alarma y moviéndose hacia atrás en la cubierta–. ¡Arrojad al agua los sacos!
Dos marineros comenzaron a tirar por la borda los sacos llenos de tierra que, por encargo de la reina, había preparado el Príncipe del Senado. Dido volvió a acercarse a la popa, se cubrió el rostro con las manos y las demás mujeres la imitaron. Acus gesticulaba y gritaba fingiendo dar prisa e instrucciones a los hombres. Dido, por fin, se agarró con las dos manos a la borda y miró el mar con desconsuelo. Del borde de algunos sacos se habían escapado, casualmente, platillos y copas brillantes como el oro. Caían sobre el agua y el sol los hacía destellar unos instantes antes de ser engullidos por las olas.
Los perseguidores se quedaron estupefactos contemplando la escena desde las cubiertas de sus naves. Se sentían impotentes. Tras el hundimiento del último saco, sus remeros bajaron el ritmo y las naves perdieron velocidad, mientras la de Dido mantenía la suya. La distancia se hizo mayor y, finalmente, las naves de Pigmalión viraron en redondo y pusieron proa en dirección a Tiro.
La reina y sus compañeros respiraron aliviados y sin poder contener la alegría al verlas retirarse. Ella se acercó a Amílcar y le palmeó la espalda.
–Ahora navegaremos al ritmo que tú impongas, señor del mar.
–Pasarás a la historia, mi reina –le respondió el timonel con admiración–. Eres una mujer grande entre todas las fenicias.
Dido se sentó con la espalda apoyada en un rollo de maromas. Necesitaba descansar después de tantas horas en vela.
Cerró los ojos y se encomendó a los dioses. Quisiera la madre Juno protegerla y Neptuno guiarla por rumbos seguros. Respiró hondo. Trató de imaginarse la reacción de sus enemigos cuando llegasen al puerto de Tiro y consiguieran despertar a Pigmalión. Su hermano estallaría de ira cuando le dijeran que habían visto con sus propios ojos cómo la pérfida Dido había arrojado al fondo del mar el tesoro del templo de Melqart.
SEGUNDA PARTE
VAGABUNDOS EN EL MAR
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