Isabel Barceló Chico

Dido, reina de Cartago


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y se pusieron en alerta. Aguzaron el oído. ¿Qué podía ser? Parecía el roce de pisadas. Extrajeron de sus cintos los puñales y permanecieron tensos.

      En palacio, el salón del banquete estaba muy animado. Anarkasis había conquistado a sus oyentes y éstos no cesaban de hacerle preguntas acerca de esa guerra sobre la cual sabía tanto. La señora Diana se interesaba por las damas y trataba de indagar sobre Helena. ¿Era tan hermosa como decían? ¿Era cierto que la raptaron? Se originó un debate sobre si había sido o no necesario mover a todos los reyes griegos para ir a Troya a rescatarla. Las opiniones estaban divididas. El Príncipe del Senado había hecho ya varias discretas advertencias a Pigmalión para que no bebiese tanto y, felizmente, habían sido acogidas por parte de éste con la indiferencia más absoluta. Seguía bebiendo y, de vez en cuando, intervenía en el debate. Desde luego, si él hubiera luchado con los griegos, le habría dado su merecido a esa zorra.

      Acus cruzó una mirada de entendimiento con la reina Dido y ella se levantó de la mesa del banquete. No le extrañó a nadie, porque llevaban ya mucho tiempo sin cesar de comer y beber. Se dirigió con presteza a su cuarto.

      –Barce –dijo sin levantar la voz–, ha llegado el momento. Este es el plan: deja sobre mi lecho la ropa ligera como acordamos y una pieza de tela para hacer luego un hatillo con las que llevo puestas. Iremos juntas ahora mismo a despertar a Anna y yo le explicaré todo. Después, cogerás a tu nieta y vendréis las tres aquí. Dentro de poco llegarán unos hombres para cargar los baúles y acompañaros hasta la nave.

      –¿Quieres decir, mi reina, que no vienes tú? –preguntó con ansiedad la anciana.

      –Iré después, cuando haya resuelto otros asuntos. Embarcaré a tiempo, no temas. Pero vosotras debéis estar allí cuando yo llegue. ¿Comprendes? Es muy importante para mí saberos a salvo, eso me permitirá actuar en todo momento como debo, sin temores.

      La vieja Barce no pudo evitar las lágrimas. Abrazó un momento a la reina, luego se secó las mejillas con las manos y trató de sonreír. Ambas se dirigieron al cuarto de la hermana de Dido.

      –Anna, Anna –susurró la reina al oído de la muchacha, mientras le acariciaba el pelo con la mano. La niña tenía poco más de 14 años y era alegre como un día de sol. Sonrió aún antes de abrir los ojos y, cuando por fin lo hizo, Dido le puso un dedo en los labios.

      –Debes levantarte enseguida y sin hacer ruido. Ahora no tengo tiempo para explicaciones, pero corremos un gran peligro y hemos de huir. Una nave nos espera en el puerto e irás a ella con Barce y su nieta Imilce. Yo acudiré allí. Barce tiene mis instrucciones, obedécela en todo.

      La joven comprendió por la mirada de su hermana la gravedad de la situación. Asintió con la cabeza.

      –Me llevaré a Sirio –dijo señalando a la bola peluda tendida a sus pies–. Sin él no iré a ninguna parte.

      –Ni yo os separaría, créeme. Pero debes llevarlo en brazos y no permitirle ni un solo maullido –la reina le dio un breve abrazo y la besó en la frente–. ¡Arriba! Y ayuda a Barce con su nieta, es todavía muy pequeña.

      Con una gran sonrisa, la reina se reintegró al banquete. Ordenó a su copero llenar de vino puro la copa de oro de su padre y traérsela. El joven se acercó a una mesita y, de espaldas a los comensales, llenó la copa y luego se la entregó a la reina. Dido se puso en pie y pidió silencio.

      –Señor Anarkasis, amigos, quiero ofrecer un brindis. Esta es una ocasión muy especial y bien merece que bebamos todos de la copa que heredé de mi padre, en señal de hermandad. ¡Por el éxito de esa nueva ruta y el futuro abierto por nuestro invitado griego!

      Al salón llegaron, muy atenuados, ruidos procedentes del exterior, quizá de una de las puertas. La reina bebió y pasó la copa a su hermano.

      –Necesito hablar con el príncipe Pigmalión –decía un hombre a los soldados de la puerta del palacio de Dido–.Tengo un recado urgente para él.

      –Lo sentimos, señor –le respondieron–. El príncipe ha salido hace un buen rato. Debe estar en su casa. No queda nadie aquí.

      El hombre se retiró sin decir nada más. Le habían mentido, sin duda, porque él venía de casa de Pigmalión y allí no había llegado. Estaban ocurriendo demasiadas cosas raras. Uno de sus empleados le había advertido del gran movimiento en el puerto y él mismo había acudido a cerciorarse. Eran naves mercantes las que estaban zarpando, era cierto, pero toda esa gente… De noche y sin hacer ruido. Sin avisos. Y le había sorprendido ver al pie de una de las pasarelas a la vieja Barce con una niña, como si fueran también a embarcar. ¿Se habría descubierto la muerte de Siqueo? Ella había sido su nodriza y no se le ocurría ninguna razón por la cual debiera abandonar Tiro con tanto secreto. Debería avisar a otros partidarios de confianza. Era necesario estar prevenidos y armados y tratar de localizar a Pigmalión.

      –Señora –dijo el copero acercándose a la reina mientras ella contemplaba el panorama en el salón del banquete–. He envuelto la copa de oro de tu padre en un paño. ¿La pongo en tu equipaje?

      –Sí, pero has de esperar que me cambie de ropa. Luego la metes dentro del hatillo y te lo llevas a la embarcación. Entrégaselo a Barce. Y asegúrate que tengamos a bordo algunas ánforas de buen vino. Nos pueden hacer falta.

      En el salón reinaba la quietud mientras las conversaciones se desarrollaban en voz baja. Una precaución innecesaria: en las sillas, con las cabezas caídas sobre la mesa, algunas copas volcadas y trozos de carne y frutas esparcidos por todas partes, dormían profundamente Pigmalión y varios invitados. No era una visión muy agradable pero, como medida, resultaba útil.

      –Y bien, Acus, no contaba con esto –dijo la reina dirigiéndose a su jefe de expedición y señalando con un gesto al actor Anarkasis. Éste, como los demás, roncaba ruidosamente.

      –No me he acordado de advertirle que debía fingir beber el vino, pero sin probarlo. Ha debido dar un buen trago… –respondió Acus. El resto de personas que debían huir, incluida su esposa Diana, habían abandonado ya el salón.

      –No podemos dejarlo aquí. Mi hermano no tardaría en descubrir el engaño y matarlo. Que vengan unos hombres y lo trasladen a la nave de tu padre. Nos vendrá bien contar con él, quizá en el futuro necesitemos otra vez hacer uso de su arte. Y ahora, vamos, no debemos perder tiempo.

      Los espías de Pigmalión apostados junto al patio del templo de Melqart juntaron sus espaldas y empuñaron sus dagas. Pero no sabían qué hacer. Tenían instrucciones de permanecer ahí toda la noche, sin embargo no estaban seguros de acertar cumpliéndolas al pie de la letra. Algo se movía alrededor suyo y, si no encontraban el modo de avisar a su jefe, el resultado podría ser desastroso. Después de mucho tiempo de tensa espera, con los oídos aguzados y la percepción de estar en medio de alguna clase de peligro, decidieron actuar: uno de ellos permanecería en el puesto de vigilancia y el otro inspeccionaría los alrededores para tratar de averiguar qué pasaba. Y si resultaba ser algo serio, se marcharía a informar a su superior.

      Había pasado ya un buen rato desde que se había ido su compañero, cuando el que permanecía de vigilancia escuchó un ruido muy cerca. Se hundió más en la sombra del portal que le servía de refugio. En dirección al templo se movían varias figuras. Delante de ellas iba un perro.

      –Mook, ¡aquí! –dijo a media voz Dido.

      El animal retrocedió al instante y se colocó al lado de la reina. Junto a ella estaba Acus y seis hombres más. Al llegar a donde estaban los soldados, éstos los saludaron. En un momento las antorchas alumbraron el interior del patio.

      Acus dio instrucciones a los hombres para retirar unas piedras en el fondo de la zanja abierta durante el día. Conforme las apartaban, quedaba al descubierto un agujero. A la luz rojiza de las teas, pronto comenzó a destellar el oro: copas, escudillas, trípodes… La reina Dido asintió.

      –Colocadlo todo dentro de los sacos –dijo.

      El espía de Pigmalión, concentrado