Isabel Barceló Chico

Dido, reina de Cartago


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los fornidos porteadores comenzaron a caminar rumbo al puerto. Los soldados se disponían ya a abandonar el lugar apagando las antorchas, cuando la reina Dido los hizo detenerse un momento. Había traído consigo unas piezas de oro y quería que las esparcieran por el suelo, sobre la calle. Extrañado, Acus le preguntó la razón.

      –Quiero que mi hermano sepa cuanto antes que nos llevamos el tesoro.

      –Rápido, rápido –los partidarios de Pigmalión, armados a toda prisa, salían a la calle. Las primeras sospechas se habían confirmado con el hallazgo de uno de sus hombres malherido cerca del templo y signos evidentes del robo del tesoro. Después de una breve deliberación, habían decidido asaltar el palacio de Dido. El príncipe debía estar retenido en él. O quizá muerto. Era preciso actuar sin demora. Y no se iban a andar con disimulos: cogieron varios hachones y los agitaron en el aire al tiempo que gritaban y vitorean el nombre de su jefe. Toda la ciudad debía enterarse. Algunas ventanas se abrieron dejando oír llantos de niños, ladridos. Algunas voces gruñían pidiendo silencio y otras preguntaban qué ocurría. Los rebeldes avanzaban cada vez más deprisa. Llegaron ante el palacio. Hallaron la entrada desguarnecida y empezaron a aporrear los portones. Al no obtener respuesta, trataron de abrirlos. Unos cuantos fueron corriendo a un almacén cercano y trajeron una gruesa viga para utilizarla como ariete.

      –¿Están ya perforadas las naves de guerra? –preguntó Dido al Príncipe del Senado, quien permanecía en pie delante de su propia nave. Era la única que restaba por salir, junto a la de la reina.

      –Hay dificultades. Los cascos son muy resistentes y no parece factible perforarlos sin hundirlos, como tú deseabas.

      –Tu hijo se ocupará de ellas –respondió la reina–. Debes partir ya, querido amigo. Es importante. Necesitamos maniobrar para salir del puerto y debemos evitar estorbarnos unos a otros.

      Le dio un abrazo apresurado, pero el viejo senador la sujetó un momento. La miró como si temiera verla por última vez y la quisiera recordar para siempre así. Dido se parecía mucho a su padre, el senador siempre había visto las facciones de su amigo y monarca en el rostro de ella. Antes de soltarla le dio una palmadita en la mejilla, una caricia para quien, más que una reina, era casi una hija querida. Dido le apretó la mano y sonrió.

      Mientras la nave del Príncipe del Senado levaba anclas, Dido, Acus y sus hombres se aproximaron a las naves de guerra. Los soldados que las vigilaban y tratan de estropear los cascos eran aliados y huirían con ellos. Sin embargo, la operación estaba resultando más laboriosa de lo previsto. Los hombres de Acus contribuían a inutilizarlas arrojando los remos por la borda. Una labor pesada y no tan rápida como hubieran deseado.

      Algunas luces brillaron entonces por encima de los tejados de la ciudad y no eran las del amanecer, ya próximo. El rumor creciente de un tumulto llegó hasta el embarcadero. Habían de apresurarse. Acus gritó a la reina y la instó a subir a su nave. Mook, en el muelle, empezó a ladrar muy excitado y no prestaba atención a las llamadas de su ama. Por las calles que desembocaban en el puerto comenzaron a llegar corriendo hombres armados. Un puñado de soldados de la reina aprestó sus armas y les salió al encuentro. Acus ordenó retirar la pasarela de madera. Dido llamaba a gritos a su perro.

      El animal volvió la cabeza hacia ella un instante. Miró otra vez en dirección a la ciudad y al griterío. Y, de pronto, retrocedió unos pasos y, de un gran salto, alcanzó la cubierta de la nave que ya se estaba separando del puerto.

      –No escribiré ni una palabra más –anuncia Karo tumbándose cuan largo es en el suelo del patio. Cruza los brazos sobre el pecho y cierra los ojos– ¡Me duele tanto la mano que no sé si podré usarla mañana! Abusas de mí, señora Imilce, porque soy joven.

      –¡Qué poco entiendes de abusos! –le respondo. Pero no le falta razón. Él tiene la mano exhausta y yo la lengua. Con gusto tomaría un traguito de vino con agua, pero cualquiera se lo pide a mi nuera. Según ella, mi empeño por contar esta historia me está trastornando. Decididamente, es tonta.

      –¿Qué te ha parecido la escena del perro? –digo por cambiar de tema.

      –Si llega a durar un poco más, te aseguro que yo mismo lo habría tirado al agua. ¡Ya no podía sujetar el punzón y el maldito bicho ni se decidía a subir a la nave ni dejaba de ladrar…!

      –Hasta él se dio cuenta de lo difícil que resulta dejar la propia tierra. La tensión del momento y el peligro eran muy grandes y ninguno de los fugitivos podía detenerse a pensar ni a sentir otra cosa distinta al temor. Menos el perro. Eso decía Barce. Pero cuando el amanecer iluminó Tiro y, desde las naves, la gente vio su patria más y más lejos, hasta desaparecer en el horizonte, hubo muchas lágrimas. No en el rostro de Dido, desde luego. Fue la última en zarpar y aún tenía un asunto pendiente.

      –¡No lo puedo creer!

      –Pues no lo creas. En tu opinión, ¿por qué querría la reina demorar su salida hasta el alba y no hundir ni estropear las naves mercantes que quedaban en el muelle? Su hermano Pigmalión deseaba ser el rey de Tiro y lo sería. Pero también ambicionaba riquezas. No dejaría de perseguirla ni de remover los mares y la tierra hasta recuperar el tesoro del templo. Pero ella lo conocía bien y era muchísimo más lista…

      Karo se incorpora y se apoya de lado sobre un codo para mirarme. Este chico me sirve muy bien para saber cuándo resulta interesante esta historia. Mi pregunta ha llamado su atención. Pero no pienso decirle nada más hasta que retomemos la escritura.

      ***

      El puerto de Tiro ardía de rabia y de antorchas. Desde la nave de la reina se escuchaban gritos desaforados y se veía un mar de lanzas, bastones y puños agitándose en el aire henchidos de cólera. Algunos hombres de Pigmalión abordaron los navíos de guerra y descubrieron que habían sido inutilizados. Apartaron a empellones a los vigilantes de las embarcaciones de carga y las aparejaron a toda prisa para salir en persecución de Dido.

      Para ella, todo iba según lo previsto. Amílcar, el timonel, maniobró con gran pericia y se dispuso a seguir sus instrucciones tal y como la reina le había pedido. Eran difíciles de cumplir y peligrosas. Sin embargo, no temía ni a los riesgos ni al fracaso. No había en el mar un timonel de su temple y experiencia.

      –Es preciso engañarlos, Amílcar –le había dicho la reina unas horas antes de embarcar–. Ya que hemos de buscar otra tierra para vivir, al menos debemos hacerlo libres del temor a ser perseguidos.

      –Cumpliré tus ordenes, señora.

      –Ésta es la idea: dejaremos a sus naves acercarse bastante a nuestra popa. Tanto como para hacerles creer que pueden alcanzarnos y que esa proximidad nos atemoriza. Y, cuando yo te diga, nos alejaremos dejándolos atrás.

      –Es muy peligroso. Podría ocurrir que no saliera bien la maniobra y nos atrapasen. Lo sabes, ¿verdad?

      –Más peligroso todavía es llevarlos pegados a nuestros talones durante años. Y Pigmalión no desistirá de buscarnos salvo que logre convencerlo de que ese esfuerzo no merece la pena. La venganza no le interesa tanto como la riqueza. Si piensa que no podrá recuperar el tesoro, nos dejará en paz. Y para ello es imprescindible actuar como te he dicho.

      –Convendrá, entonces, salir despacio del puerto para que puedan reaccionar y aparejar sus naves –había respondido Amílcar–. ¿Ha de mantenerse esa situación durante mucho tiempo?

      –El menor posible. Solo hay una condición: debe ser de día cuando nos separemos definitivamente de ellos. Confío en ti –le había dicho la reina colocándole una mano sobre el hombro. Amílcar ya no era joven, pero había sentido en su cuerpo una corriente de simpatía al contacto de esa mano. Si la reina confiaba en él, ni todos los dioses del universo podrían torcer su voluntad de servirla.

      Tres mercantes partieron del muelle en persecución de Dido. Amílcar mantenía firme el timón y demoraba la marcha como si hubiera problemas. La reina, su hermana Anna y la nodriza Barce, el noble Acus