Isabel Barceló Chico

Dido, reina de Cartago


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Mucha gente lo saludaba y lo miraba con respeto. Se había encontrado a varios conocidos en el muelle y les había expresado su confianza en hacer buenos negocios. Una adivina le había asegurado que se acercaban días de bonanza en el mar y, mientras le vaticinaba el futuro examinando un puñado de tabas, un rayo de sol había destellado con un brillo cegador en la más grande de ellas. Un signo claro de grandes beneficios. Y, desde luego, pensaba aprovechar una predicción tan venturosa. Al calor de esas buenas perspectivas, otros comerciantes que tenían ya sus naves preparadas habían declarado también su intención de zarpar en cuanto subiese la marea.

      Cuando el sol ya había traspasado su cenit, Acus se acercó al palacio de la reina Dido con el pretexto de proponerle participar a medias en los gastos y beneficios de una de sus naves. Se trataba de un buen negocio, aseguró a los secretarios de la reina. Dido le pidió unas horas para pensarlo y, entre tanto, lo invitó a dar un paseo por su jardín. Necesitaba tomar el aire.

      Apenas enfilaron con lentitud un pequeño sendero bordeado de cipreses, donde nadie les podía escuchar, la reina le preguntó directamente.

      –¿Cómo van los preparativos? ¿Estará todo a punto?

      –Creo que sí. No podemos trabajar más deprisa, mi reina. Lo más importante, sin embargo, es embarcarnos y zarpar. El no estar perfectamente abastecidos no tiene demasiada importancia, habiendo tantos puertos…

      –Veremos si somos capaces de engañar a mi hermano. He contratado a un actor, te lo habrá dicho tu padre. Se hará pasar por comerciante griego y cantará las alabanzas de la ruta hacia oriente reabierta por el estrecho de los Dardanelos. Ya sabes, la recuperación del orden y la tranquilidad en la zona después del caos que siguió a la aniquilación de los troyanos por parte de los griegos. –la reina se detuvo y se giró para mirar a Acus–. Confío en que tú y tus amigos contribuyáis a hacer más creíble el relato e, incluso, echéis una mano al actor si se ve en dificultades para responder a alguna pregunta.

      Acus asintió con la cabeza. Podía resultar una tarea ardua si a Pigmalión y sus compinches se les ocurría interrogar al falso comerciante. Corrían un gran riesgo. Mucho menor, sin embargo, que dejar a Pigmalión sin vigilancia y con libertad de moverse a su antojo en esas horas críticas. Era preciso no perderlo de vista ni un momento.

      –Antes del banquete tengo previsto sacrificar un toro blanco a la diosa Juno. Ha sido una firme patrona de los griegos. Si pensamos enviar nuestras naves a oriente atravesando sus dominios, parecerá razonable propiciarla a nuestro favor, ¿no te parece? –dijo la reina iniciando el camino de vuelta–. Ese será el motivo formal. En realidad voy a poner bajo su protección la ciudad que pensamos fundar y le prometeré construir en su honor un santuario. Necesitamos el amparo divino y no se me ocurre otro más poderoso que el de la reina de las diosas.

      –Me parece una buena decisión. Y más todavía porque pensaba dar orden a todos los capitanes de poner rumbo al norte, como si fuéramos a tomar esa ruta reabierta al oriente. Nos reuniríamos luego en la isla de Chipre. Y desde allí, con más calma, podremos tomar las siguientes decisiones. ¿Te parece bien? –Dido asintió con la cabeza. Lo principal era huir, después ya buscarían nuevas tierras.

      –Confío en tu criterio, por eso te he nombrado jefe de la expedición. Vendrás en mi nave.

      –Desde luego, mi reina. ¿Necesitas algo más de mí?

      –No, querido amigo, tienes mucho trabajo. Y yo también debo atender a otras personas deseosas de ayudar. Quienes están con nosotros deben sentirse parte de esta aventura. Sin el esfuerzo aunado de todos, nada puede hacerse con éxito.

      ***

      –Ahí es donde se equivocó –le digo a Karo mientras andamos despacio por la playa.

      –¿Quieres decir que le traicionó Acus o alguna de las personas en quien ella confiaba?

      –No, en absoluto. Se equivocó al encomendarse a la madre Juno. Las divinidades son muy peligrosas. Con ellas no se sabe nunca qué es mejor. En mi opinión, no invocarlas ni hacer nada para recordarles nuestra existencia. Pero esto no lo podemos decir, me llamarían impía. ¡No se te ocurra anotar estas palabras…!

      Después de ofrecer el sacrificio a la diosa Juno, la reina Dido regresó a su palacio. Mientras atravesaba las calles cercanas al puerto, había podido comprobar cuánto tensaba a la población de Tiro la excesiva actividad. A los gritos de los carreteros pidiendo paso se unían las protestas de los viandantes; los aguadores se abrían camino por entre el gentío y no daban abasto a satisfacer a tantos vozarrones sedientos; estallaban disputas por todas partes. Un estibador había caído al agua y sólo la intervención de uno de los guardias que vigilaban las naves de guerra lo había salvado de la muerte. La amplitud de un movimiento tan desusado en el puerto había dado lugar a muchos comentarios. Algunos amigos de Pigmalión se paseaban por delante de las naves, observaban las operaciones de carga y preguntan aquí y allá. No les gustaba lo que estaban viendo.

      –Mi patrón, el noble Acus, no puede esperar ni un solo día para hacerse más rico –respondió con fingida irritación el capitán de una de sus naves–. Ya sabéis, señores, hay buenas noticias de oriente y él quiere aprovecharlas.

      Por otra parte, las obras iniciadas en el patio del templo de Melqart provocaron la furia de Pigmalión. Se enteró de ese asunto por dos de sus fieles más íntimos, quienes habían participado con él en la tortura y asesinato de Siqueo y la infructuosa búsqueda del tesoro del templo. Mientras durasen las obras habría vigilancia de noche y ello les impediría continuar sus indagaciones. ¡Maldita Dido! Y, encima, se vería obligado a disimular esa noche en el banquete y seguir dándole excusas sobre la ausencia de su marido. Estaba harto y más que harto. Urgía tomar medidas. Tal vez había cometido un error. Debería derrocar a su hermana sin tardanza y, una vez en el trono, revolver la ciudad entera si fuera necesario para encontrar el tesoro. Sí, sería conveniente hablar con los suyos cuanto antes. Enviaría un mensaje a sus consejeros: al día siguiente, al despuntar el alba, tendrían una reunión en su casa. El banquete ofrecido por su hermana se prolongaría hasta tarde, así que su ausencia del foro durante las primeras horas no levantaría sospechas.

      –¿Crees que estoy bien? –preguntó Anarkasis mirándose las vestiduras.

      –No te reconocería ni tu madre –respondió su amigo. Habían cambiado de alojamiento por la mañana y se identificaron ante el nuevo posadero como un mercader de Micenas y su criado. Era mejor no correr riesgos. El actor ensayaba en la exigua habitación la forma de caminar más apropiada. No era muy alto y resultaba más bien delgado, pero la túnica y el manto le daban prestancia. Ensayaba para imprimir elegancia a sus gestos y sus modales. Pero sólo la justa.

      –Por primera vez voy a actuar sin cubrirme el rostro con una máscara. Impresiona, ¿sabes?

      –¡Que se lo digan a todas las muchachas que te han acogido en su lecho convencidas de haber encontrado un marido! Ojala en esta ocasión no tengamos que salir huyendo…

      Barce aprovechó el último baño de la reina para concretar con ella los planes que le atañían. Dido pretendía dar apariencia de la mayor normalidad, por tanto no pensaba decirle nada a su hermana Anna hasta el momento de partir. Podría delatarlas su nerviosismo. Tanto ella como la nieta de Barce cenarían y se acostarían a la hora acostumbrada. En cuanto a la nodriza, una vez acabase de preparar lo necesario, la esperaría en el cuarto. La reina acudiría allí al terminar el banquete: necesitaría cambiarse la ropa por otra más ligera y dar las últimas instrucciones.

      –Esta noche quiero estar muy bella, Barce –declaró mientras la anciana comenzaba a colocarle las joyas sobre la túnica blanca de lino: un grueso collar de oro con lágrimas colgantes de lapislázuli y un cinturón cuyas placas, esmaltadas en azul, plata y verde, semejan las escamas de un pez. El cinturón había sido un regalo de Siqueo y ambas mujeres pensaron en él sin nombrarlo.

      –Tu siempre estás hermosa, niña mía.

      –Ésta es una ocasión especial. Mi despedida de Tiro y de mi trono. No quiero que olviden